--- ¿A dónde vas?--- preguntó Sophie, sentada en el cómodo sofá de su sala, garabateando sobre las hojas de su cuaderno de dibujo, cuando vio pasar a Elizabeth con zapatos y suéter puestos.
---Iré a leer un rato---avisó Lizzie, tomando el libro prestado de la biblioteca del librero.
--- ¿Irás a “El bosque”?--- volvió a cuestionarle su hermana, arrugando su pecosa nariz al efectuar una curiosa mueca que quería plasmar en el rostro del boceto que trazaba.
---Ajá… ahorita vuelvo.--- canturreó Elizabeth, tomando su abrigo con capucha del perchero.
---Ok…
Así, Lizzie se caló la caperuza de su abrigo color rosa viejo y cerró la puerta tras de sí, mientras Sophie seguía con su dibujo.
Era una de las muchas ventajas de los viernes en la tarde, (junto con el no hacer deberes escolares y poder desvelarse), no tener horas de clase en la escuela de música. Los viernes por la tarde quedaban libres, y el par de hermanas lo aprovechaban para gozar al máximo de sus actividades de recreación favoritas. Sophie atestaba las hojas de su cuaderno de bocetos y trazos artísticos de lápiz, pluma y colores, y Lizzie, aprovechaba para convertirse en una auténtica “devora-libros”. Leía toda la tarde. En su cuarto, en la buhardilla y en el porche; también en la sala e incluso se le podía observar salir del baño con el libro en manos, pero en aquellas tardes de descanso, Elizabeth tenía su lugar especial para perderse en la lectura de las palabras de una novela, y ese era, “El pequeño bosque” o “El bosque”, como últimamente le estaban nombrando.
La casita de la familia Lennox se encontraba en una zona que aún tenía mucho de árboles y campo, cosa que para la familia, sus vecinos, y en especial para Elizabeth, era toda una fortuna. Siempre había amado y disfrutado de manera especial el estar en contacto con la naturaleza. Ella y su hermana prácticamente habían crecido jugando en aquellos terrenos de bosquecillo de detrás de su casa, saltando y escondiéndose tras los arbustos cual traviesas náyades, trepando y cortando el fruto de los cerezos y manzanos que ahí crecían, y mojándose las plantas descalzas de los pies en la orilla del pequeño lago que más adelante se encontraba. De hecho, su padre solía mencionar, que tenía un par de “niñas salvajes”, con tono de broma hacia los vecinos, cuando Elizabeth y Sophie emergían de entre los troncos de los abedules que flanqueaban el delgado sendero hacia la arboleda. En ese momento, aquel sendero se encontraba repleto de hojas caídas y secas, las cuales daban la impresión de estar formando algún tipo de alfombra sobre el terreno. El viento soplaba plácidamente. No era el mismo viento de la tarde pasada, caprichoso y burlón, este era más bien un soplo tranquilo, un suspiro apacible que traía frescura con gracia al ambiente. El aire tenía un exquisito olor a tierra mojada, aunque en el cielo no amenazaban nubes, y uno que otro silbido de petirrojo emergía hacia contexto con reconfortante alegría.
Lizzie inspiró hondo todo aquel conjunto de olores, paisajes y sonidos y se sintió complacida, escuchando con extraño gusto como las hojas iban crujiendo bajo sus pies con cada paso que efectuaba. Arriba, la bóveda de árboles semidesnudos se elevaba a su cabeza, dejando caer sobre ella una casi acompasada lluvia de follaje de color escarlata y dorado. Sí, le encantaba aquel paraje, le gustaba su bosquecito, le hacía sentir tranquila y con ganas de jugar, como una niña traviesa. Avanzó un tanto más adentro, y dando un pequeño giro hacia la izquierda, bajó por una pequeña pendiente por la cual llegaba hasta lo que era un bajo muro de piedra negra, que al parecer, habían levantado para marcar el límite de algún improvisado jardín que nunca logró construirse. Ahí, pegado justo del otro lado, se elevaba con majestuosidad un alto roble, que a pesar de ser pleno otoño, aún mantenía casi la totalidad de su follaje. Ese era el lugar que Lizzie utilizaba como refugio para ponerse a leer. Las ramas gruesas y largas del roble le proporcionaban un cómodo asiento, así como el follaje le suministraba cierta sensación de privacidad. Además, sin conocer la razón aparente, a Lizzie siempre le había gustado más leer desde las alturas, se le prestaba más el poder adentrarse en una historia si se encontraba con los pies separados del suelo.
Desató los cordeles de sus botines y se sacó los calcetines. Era más sencillo escalar un tronco con las plantas descalzas. Tomó una de las ramas más cercanas, y, cuidando de no dañar la pasta del libro, trepó por el árbol hasta llegar a una altura, que ella consideró, adecuada. Ya ahí, escogió una rama para sentarse (la que por lo regular, acostumbraba) y, ya acomodada, sacó un manzana de los bolsillos de su abrigo tejido, le dio una mordida, y, finalmente, comenzó a leer.
Manzanas y libros, esa era una buena combinación.
De repente, un sonido, como el crujir de ramas, seguido por el repentino y sorprendido aleteo de algún pajarillo que se elevaba a la fuga rompió con la armonía del ambiente. Tal como el animalito, el corazón de Lizzie quiso hacer lo mismo, y golpeó sin consideración el pecho de la chica, la cual casi se atraganta con un pedazo de su manzana al ser tan repentinamente sacada de entre las páginas que narraban la historia que por el momento la obsesionaba. El crujir y arrastrar de hojas secas siguió escuchándose, y entonces Lizzie comprendió, que aquellas, eran pisadas; pisadas de alguien que se aproximaba hacia su roble.
Con una actitud casi felina, Lizzie dirigió la mirada hacia abajo, estirando el cuello con algo menos de cautela de lo que ella hubiera querido, y entonces las vio. El par de puntas blancas de unas zapatillas negras estilo chuck taylor que avanzaban con algo de torpeza por entre las gruesas raíces del árbol, del lado contrario por el cual ella había escalado. Un largo suspiro se incorporó al ambiente, y entonces, la figura, dueña de los converse, tomó asiento, colocándose justo debajo de donde Lizzie, su libro, y su media manzana se encontraban.
Impulsada por una intensa curiosidad, la chica decidió echar un pequeño e inquisitivo vistazo, pero descubrió que desde su posición, no podía más que apreciar lo que ya había visto con anterioridad, así que, sujetándose con ambas manos y el vientre apoyado en la rama, se acomodó lo más cautelosamente que pudo y sacó el rostro de entre el follaje, lo suficiente como para observar más de cerca, sin el riesgo de ser descubierta.
La manzana en la boca, el libro en la mano con la página aún apartada entre el dedo índice y medio, la cabeza encapuchada y un par de caireles colgándole a los lados del rostro. Así es como Lizzie vio por vez primera a aquel chico…bueno, no al chico en sí, pero su espalda. Una espalda que, aunque aún no lo era por completo, daba la advertencia de convertirse en ancha, con los huesos de los omóplatos prominentes y hombros erguidos, sobre los cuales se colocaba de manera casi regia, el cuello y la cabeza de un muchacho, que claramente poseía cabello ondulado color castaño dorado.
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