El campo estaba calmado, el paisaje era pacífico y los sonidos que emanaban desde el rededor del viejo y fortachón roble daban a entender que en aquella tarde de octubre, todo parecía ir como de costumbre entre los habitantes silvestres de la floresta. La propia Lizzie, a pesar de no ser una ardilla o un pajarillo, daba la impresión de pertenecer a aquel lugar, sentada sobre las rocas de la barda a medio construir, con los pies descalzos escondidos bajo sus muslos, el cabello del flequillo ondeándole suavemente por el rostro, la mirada empañada de meditaciones y la cabeza bañada por el sol diurno de aquel esplendido ejemplar de día otoñal. Tal vez, si se hubiera dado a la tarea de salir de su estupor, habría notado el azul límpido del cielo (con ecos del invierno en su aspecto), el dorado de las hojas en el suelo, el aroma de la hierba secándose bajo el tibio acariciar de aquellos rayos de luz, que a través de las copas semi desnudas de los arboles se notaban rojizos y sepias; tal vez hasta habría suspirado de placer al escuchar a él petirrojo que vivía en el roble cantar, pero estaba tan inmersa en sus pensamientos, que todo aquello simplemente le hacía reflejo de manera incierta en la conciencia, como las luces que se reflejan en un estanque.
Había sacado el violín de su estuche, y ahora lo sujetaba entre los brazos como, le habían enseñado, se debía sostener, punteando repetidamente una nota en pizzicato, dejando que el resonar de la cuerda se esparciera por todo el lugar. Finalmente, sucedió: un par de lágrimas le brotaron de los ojos, y entonces Lizzie pudo ser consciente, al estas resbalársele y mojarle las mejillas, del frescor de la brisa.
Las palabras de su profesora, la maestra Hayes, resonaban aún en su cabeza, casi tan claro como la cuerda al aire que hasta hace poco había dejado de puntear.
“Deberías considerar aprender a tocar otro instrumento; tal vez saxofón o piano… ¿Pero qué? No me mires con esos ojos de tristeza. Es claro que te está sobrepasando. Este concierto es para un nivel el cual no has logrado alcanzar, por más que te doy clases…”
Rápidamente se jaló la manga de su suéter rosa y se secó el rostro. Esas palabras le herían de una manera realmente aguda en el alma, pero bien sabía que caer en la auto lastima no le ayudaría mucho, y que, por mas tentada que se sintiera, no podía sucumbir a dejar de tocar el violín. Bastantes años y trabajo le había costado. Bastante empeño e ilusión. No podía simplemente rendirse y ya… sería lo más frustrante y triste que hubiera hecho.
Trató de pensar en otra cosa, y decidió distraerse con pulir la parte superior del caracol del violín un poco con los dedos. Fue cuando recordó al chico nuevo. El barniz del instrumento se asemejaba al color de su cabello. Luego recordó la expresión que fugazmente observó en su cara, antes de que ambos se voltearan.
--- ¡Rayos!--- susurró con ansiedad contenida, mordiéndose el labio inferior en el proceso.---Me reconoció… y yo que pensé que no lo volvería ver… ¿Qué pensará de mi?... ¡Oh no!, de seguro que soy una fisgona grosera que le gusta espiar a la gente mientras suspira… ¡Ay!, ¡No!, de seguro que soy rara…¿Quién salta de un árbol nada más para ponerse a correr?... ¡Oh! ¡Vaya desadaptada que soy… --- pensó, suspirando angustiada---…Hubiera sido agradable que habláramos… tal vez…hubiera sido mi amigo… ¿Por qué no puedo ser como las protagonistas de los libros?... o al menos… ¿Por qué no puedo tocar tan bien como debería?... ¿Es a caso este concierto de Bach verdaderamente difícil?...
Habiendo pensado esto, se colocó el violín sobre el hombro, bajo el mentón. Trató de enderezar la espalda y colocar de manera correcta los dedos de la mano derecha sobre el arco, el cual depositó de manera forzada sobre las cuerdas. Comenzó a tocar, pero solo terminó frustrándose más. No podía tocar más allá de la mitad de la segunda hoja memorizada, los dedos comenzaban a hacérsele nudos y la muñeca derecha se le tensaba tanto que le causaba dolor, haciendo que el sonido que producía el violín fuera viciado y forzoso. ¡Oh!, era tan descorazonador, tanto que las lagrimas volvieron a salir.
La brisa de otoño comenzó a hacerse un poco más intensa, moviéndole los caireles de su cabello de una manera menos grácil que la anterior. Algunas hojas bajo sus pies comenzaron a elevarse y arremolinarse de aquí para allá, y el canto del petirrojo se volvió a escuchar con renovada fuerza. De repente las palabras de la que había sido su maestra en la niñez, su primera maestra de violín, le vinieron a la memoria, recordándole algo que le infundió ánimo y mucho amor:
“La música no debe hacerte enojar Beth…”---le dijo en una ocasión en que la había notado molesta al no poder hacer sonar el instrumento tal como quería--- “Cada quien aprende de maneras diferentes…llegará el día en que tú te entiendas con tu violín y entonces, podrás tocar, no de manera perfecta, sino de la manera correcta….esa que solo a ti te corresponde…”
Lizzie había querido mucho a su primera maestra, y aún ahora la recordaba con especial cariño. Ella le había enseñado con una dedicación y desinterés que muy raramente encontraba en un profesor de música, pues la mayoría por lo regular buscaba presumir a sus alumnos más virtuosos en pro de su propio merito como “Buenos profesores”… pero su primera maestra le enseñó más que escalas y arpegios, le había enseñado a amar la música y a amar el violín. Ella no la había instruido en música clásica, si no en música regional. Esa era una de las razones por las cuales Lizzie exasperaba a su profesora actual, pues en cuanto bajaba la guardia, su mano derecha tomaba de forma errónea el arco y los dedos de la izquierda comenzaban a producir una serie de adornos y apoyaturas que no estaban escritas en la partitura.
Las hojas danzaban al compás del viento, y Lizzie, al observarlas, y casi sin pensar, comenzó a tocar. Se colocó el violín con la suave naturalidad con quien alguien recarga la cabeza sobre el hombro de alguien conocido y muy querido, suspiro y exhaló sin preocuparse de tener que aguantar la respiración hasta el próximo pasaje de notas intricadas, dejó que sus dedos jugaran y saltaran sobre las cuerdas, cambiando de posición sobre el diapasón tal y como a ellos les placiera y se hizo amiga de su mano derecha, dándole la libertad de tan solo deslizarse como quisiera, sin presiones o dolor en la muñeca, y tocó, y tal vez hasta bailó. Pateó las doradas hojas y caminó de puntitas sobre las rocas del viejo muro, disfrutando de hacer a su violín cantar. Tanta emoción sintió que hasta se permitió saltar del muro hasta el suelo al dar la última nota de la pieza y levantar los brazos en una pantomima de emoción, sentimiento que se tornó en algo no tan agradable cuando descubrió que alguien la había estado observando a una muy corta distancia.
De nueva cuenta, sus ojos color caramelo intercambiaron una expresión de asombro con los de profundo color zafiro de su nuevo compañero de clase, los cuales, en esta ocasión, no se voltearon a ver a ninguna otra parte.
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