El Reino de Dria era una tierra llena de maravillas y riquezas. La magia cobraba vida dentro de cada uno de sus habitantes. Con su capital en Kannos, el Reino era protegido y custodiado por la familia real de Dria: su Rey, Ben y la Reina Clarissa, junto a sus hijos el príncipe Bastian, la princesa Alyssa y el menor de todos, el príncipe Adrian; cada uno de ellos poseía un poder magnífico que controlaba los elementos.
Excepto por el príncipe Bastian.
El mayor de los hijos era un joven con el cabello rojizo y ojos azules de su padre, fácilmente considerado el joven más hermoso de todo el Reino. Era conocido por su bondad, su valentía y su fuerza. Pero los rumores se esparcían como pólvora por las calles de Kannos desde el día de su nacimiento: El príncipe no poseía poder alguno.
Bastian había pasado la mayor parte de su vida tratando de sentir alguna punzada de magia que proviniera de su corazón, pero jamás había percibido algo como eso dentro de él. Era muy bueno en los deportes y en la lucha, pero nunca se había sentido uno con el agua como su hermana, o había tenido una fuerte conexión con la tierra como para hacer crecer las plantas de la nada como su hermano pequeño.
Cuando el Rey se dio cuenta que su primogénito no poseía la magia en su interior a sus escasos cinco años de edad, decidió que él no sería el heredero a la corona de Dria, y en su lugar, le dio aquel deber a su pequeño hermano que tenía apenas un año de haber nacido.
Siendo un niño, Bastian no entendía lo que significaba, pero había notado los cambios que aquello había supuesto en el palacio.
Había crecido siendo un príncipe más, mientras a su hermano menor lo criaron para ser un Rey.
El príncipe Bastian no podía decir que estaba molesto por el hecho, pues por un lado entendía las razones de su padre: Un Rey que no pudiera manejar un poder, no podría manejar una magia tan poderosa como la que recorría su Reino.
Tuvo que crecer en medio de los susurros de las personas al verlo pasar, y las miradas de lástima que estas le ofrecían.
Había tratado con todas sus fuerzas ser alguien que la gente amara. Era el mejor en muchas cosas, conocido por todos sus atributos, pero las personas siempre recordaban aquel hecho tan desafortunado. El joven príncipe siempre se sintió como una pieza que no encajaba en el tablero.
A veces no podía ignorar el sentimiento de que no hacía nada bien.
Incluso desde que era tan solo un niño, Bastian no se había perdido las miradas de decepción en el rostro de su padre al no conseguirle un buen candidato para concebir matrimonio.
Bastian lo entendía: Nadie querría unir a su hijo o hija con un príncipe que no poseía ninguna clase de poder. Eso podría significar algún mal augurio para ambos reinos.
Lo comprendía.
Racionalmente, era lógico el accionar de las personas a su alrededor, pero eso no significaba que le gustara. A medida que comprendía el significado de las decisiones que había tomado su padre, pudo observar desde primera fila las repercusiones que causaba en los demás. Especialmente en sus hermanos.
Como el primogénito de la familia, el príncipe de cabello de fuego mantenía un ojo sobre sus hermanos menores, por lo que no tardó en darse cuenta que la carga que había puesto su padre sobre los hombros del menor de la familia le había traído más desgracias de lo que valía. Y para su hermana, aquella decisión la había llenado de una rabia interna que pocos conocían, pues sabía que jamás podría alcanzar el trono desde su posición.
Como hijos de la corona, ellos no tenían derecho a exigir algo diferente a lo planeado, y aunque sus destinos ya estuvieran escritos, actuaban como una sola unidad para poder sentirse libres en aquel lugar lleno de responsabilidades. Apoyándose mutuamente, y siendo cómplices del otro cuando fuera necesario.
Debían serlo, o todo se desmoronaría a su alrededor.
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