—En representación de Clenmett, asistirá el príncipe Alu...
—¡Alyssa! —exclamó Adrian, con alegría. Su hermana, que se estaba deslizando en silencio por los pasillos, se sobresaltó al escucharlo.
Adrian se giró hacia el consejero de su padre, y le sonrió.
—Lo siento, Lucio. Le prometí a Alyssa que la acompañaría a dar un paseo en el jardín—no dejó que el hombre dijera algo más, Adrian se volteó y se acercó a su hermana—¡Nos vemos, Lucio! —entrelazó su brazo con el de Alyssa, y se fueron de ahí a paso rápido.
—Adrian...—él se detuvo, y suspiró.
—Lo siento. Sé que ibas a entrenar, pero Lucio me ha estado molestando las últimas dos semanas con los invitados a la fiesta de Bastian—Adrian resopló, y se sentó en una de las bancas que había cerca de ellos.
Alyssa se sentó a su lado, y colocó una mano en su rodilla.
—¿Te encuentras bien? —Adrian casi se ríe ante la pregunta.
—Excelente. Mejor que excelente, de hecho. ¿Supiste que Lucio mandó a requisar mi habitación hace poco? —su hermana lo miró extrañada—. Sí —Adrian se rio entre dientes—. Al parecer alguien le dijo que me la pasaba pintando ahí dentro. Él se lo contó a padre.
—Ellos no pueden...—masculló Alyssa, furiosa, pero no terminó la oración—. ¿Quién haría algo así? —preguntó, en su lugar, aparentando calma.
Adrian se encogió de hombros.
—No lo sé. Pero no encontraron nada, por fortuna—sonrió, pero realmente no sentía ninguna alegría dentro de sí—. Eso no sirvió de prueba, al parecer. Así que padre se desquitó conmigo después de eso.
—¿Qué hizo?
—¿Aparte de gritarme como loco?
—Adrian—él sacudió su cabeza.
—No importa, ya sabes cómo es cuando Lucio le habla sobre mí—Adrian se levantó de su asiento, y se estiró—. ¿No se supone que debo hacer esto? Mi deber o lo que sea.
—Adrian —dijo Alyssa, con un tono de advertencia en su voz.
—Estoy bien—aseguró Adrian, a lo que Alyssa unió sus labios en una fina línea—No me mires así.
—Te miro así porque no te creo para nada—se cruzó de brazos, con molestia.
Adrian hizo un gesto con su mano, para que le reste importancia.
—Iré a mi habitación antes que Lucio aparezca por aquí de nuevo—no dejó que Alyssa contestara, y se fue, con Dima, pisando sus talones.
Mientras caminaba de vuelta, miró detenidamente los pasillos del palacio.
Cuando fuera mayor de edad no podría escapar de Lucio tan fácilmente. Para su desgracia, su cumpleaños número 17 llegaría a finales del último mes de ese mismo año. Todo cambiaría cuando el reloj marcara la medianoche y se anunciara que el heredero a la corona era oficialmente un adulto.
No quería eso.
—Dima—llamó Adrian al capitán de su guardia, optando por pensar en otra cosa.
—¿Sí, príncipe Adrian?
—¿Encontraron a la persona que habló con Lucio?
—Todavía no me han informado de nada, mi señor. Lo lamento.
—Infórmame apenas sepas algo.
—Por supuesto.
Finalmente, Adrian llegó a su habitación, y se aseguró de ponerle el cerrojo.
Se quitó el saco de su traje, quedando así con su fina camisa blanca, y se lanzó a la cama.
Observó fijamente el cielo raso de su habitación, y se sintió miserable.
Aquellas ilustraciones tan bellas que decoraban el techo alguna vez le habían traído calma y esperanza, pero ahora solo lo hacían sentir atrapado.
Desde que había sido un niño siempre había sentido que había algo mal en la dinámica que existía en su familia, comenzando con él siendo el heredero al trono.
Cuando supo que la razón por la que a Bastian le habían quitado su derecho al trono, y por qué Alyssa jamás llegaría a tomar su lugar, no pudo evitar sentirse traicionado por su padre. Él no entendía por qué debía ser quien fuera el heredero si tenía dos hermanos mayores perfectos.
Le había parecido una estupidez, por supuesto.
Adrian jamás había querido el peso de la corona y tampoco le llegaría a tomar cariño para quererlo. Nunca lo había pedido, y estaba muy seguro que no lo iba a pedir mientras siguiera con vida. Sin embargo, y para su desgracia, sabía perfectamente que sus deseos no serían atendidos y mucho menos escuchados.
No tardó en darse cuenta que él no serviría nunca para ser el Rey.
Si no fuera por Alyssa, quien constantemente le ayudaba con los deberes que su padre le enviaba, él jamás hubiera podido avanzar. No tenía cabeza para los negocios, ni para atender los asuntos del pueblo respecto al comercio.
Claro, él quería ayudar al Reino de algún modo, pero no siendo el monarca. Siempre había sentido que ese no era su lugar.
Ni siquiera se había llevado bien con la Guardia del Príncipe Heredero que Lucio había escogido para él. Eran personas ruines que trabajaban más para el consejero que para el propio Adrian, y le informaban todo lo que hacía, cosa que lo había metido en muchísimos problemas cuando era tan solo un niño.
Apenas tuvo oportunidad de escoger a sus propios hombres, reemplazó toda la Guardia sin importarle las quejas que Lucio le daba a su padre. El Rey Ben le dio el voto de confianza, pues quería conocer el potencial de su heredero para escoger a los soldados a quienes les confiaría su vida y quería presenciar cómo alguien como Adrian se ganaría su lealtad.
Era tan solo un niño de 13 años en aquel entonces, pero eso no le había impedido escoger a sus hombres. Él sabía a quiénes quería de su lado, y era exactamente el tipo de personas que Lucio detestaba.
Todavía recordaba el drama que se había armado en el palacio cuando se enteraron que siquiera el 50% de hombres que había escogido habían estado encerrados en una celda al menos una vez en su vida. El restante por ciento era aquellos quienes habían fallado la prueba para entrar a la caballería o habían sido expulsados por alguna razón injustificada.
Claro que él tenía sus razones. Había estudiado y analizado a cada uno de ellos. Les brindó una segunda oportunidad, y se ganó su confianza mostrando su propia debilidad. Ellos habían aprendido a desconfiar de personas como él, y Adrian solo tenía que demostrarles que eran tan valiosos e importantes como el mismísimo heredero a la corona. No existían diferencias, eran solo hombres tratando de sobrevivir el día a día.
Dima, el capitán de su Guardia, había sido un miembro de la Guardia del Rey. Mientras investigaba sobre él, se enteró que Lucio lo había echado por supuestamente haber comenzado una pelea con otro soldado que era pariente lejano suyo.
Dima había sido el mejor de los hombres del Rey, y nunca había escuchado que fuera alguien que iniciara pleitos dentro de su Guardia, así que le pareció muy extraño aquel hecho, por lo que tomó la iniciativa de hablar con los hombres de su padre.
Una vez le habían contado la verdad del acontecimiento, una en la que no fue Dima sino el otro soldado quien había iniciado la pelea, contactó con el hombre y lo hizo capitán. Adoró ver la expresión en el rostro de Lucio cuando lo vio por primera vez con Dima pisándole los talones.
Lucio había estado quejándose con su padre por todas las decisiones que había tomado al escoger a su propia caballería, pero el Rey Ben observó lo que su hijo había visto: Hombres leales a su príncipe, capaces de dar su vida por él. Así que, por primera vez en su vida, no hizo caso a las quejas y "consejos" de Lucio.
Aquella experiencia lo había llenado de más confianza, pero no la suficiente.
Él era un hombre. Debía ser fuerte, viril, rudo. ¿Las luchas? ¿El trabajo bruto? Eso debía ser pan comido para él. ¿Su contextura? Debía ser fornida y corpulenta. ¿Su rostro? Feroz, varonil. Eso era lo que su padre se suponía que representaba, después de todo.
Y, sin embargo, él no era parecido en absoluto al Rey Ben. Ni siquiera en lo físico.
A sus 16, casi 17 años, Adrian era una versión más pequeña y masculina de su madre. Poseía su mismo cabello rubio casi blanco y ojos violetas. Era mucho más bajo que Bastian y apenas de la misma altura que Alyssa. Su contextura era delgada, y en realidad, se parecía mucho a su hermana en ese sentido. No era fuerte, ni viril, ni rudo. Ni siquiera era tan bueno con la espada como lo era Bastian; la razón por la que le gustaba entrenar con él y su Guardia, era porque no le exigían ganar a como dé lugar. Su rostro era más bien bonito y era tan feroz como un gatito, a palabras de Alyssa.
Tal vez lo único que compartía con su padre eran ciertos rasgos de la personalidad tan pintoresca que se cargaba, sin embargo, lograba opacarlo con la personalidad tranquila y apacible que había recibido de su madre.
La Reina Clarissa parecía no poseer voz en asuntos del Reino, pero era una mujer astuta. Adrian conocía de primera mano lo que solían decir de su madre por no poseer sangre real, pero Clarissa jamás había sido una mujer que se dejara llevar por los comentarios. Ella era una mujer con un espíritu tan vivaz, que sabía exactamente cómo controlar el temperamento explosivo de su esposo, y cómo tratar con gente molesta sin parecer descortés. Hacía lo que podía desde su lugar, y sin duda alguna había salvado a Adrian de la ira de su padre muchas veces.
Volvió a observar las ilustraciones que decoraban el cielo raso de la habitación, y su vista se fijó en el emblema de la casa real.
Las rosas se entrelazaban unas con otras, tan hermosas como siempre le habían parecido, y, sin embargo, dañinas si no sabías cómo tratarlas.
Las rosas eran las flores favoritas de Adrian. Hermosas a simple vista, pero peligrosas a su manera. Poseían una fachada aparentemente inofensiva y perfecta, que escondía el daño que podía causar las espinas de sus tallos. Una vez el daño causado, la naturaleza salvaje de la rosa quedaba al descubierto, y podía lucir su belleza feroz sin temor alguno.
Adrian se preguntaba si algún día podría dejar su fachada atrás, y vivir en paz.
Suspiró, se dio la vuelta, acostándose sobre su estómago. Cerró los ojos, y durmió.
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