Hubo una vez, en el pueblo de Cherry Fields un joven juguetero. Nadie sabía de dónde venía ni porque había decidido hacer de Cherry Fields el lugar de su residencia. Era apenas un doncel cuando decidió comenzar a compartir sus creaciones con los pobladores de la provincia y, aunque callado, resultaba ser del agrado de cualquiera que intercambiaba con él un saludo, cumplido o chiste. Siempre se le podía observar a través de la vitrina del local en donde fabricaba y vendía sus encantos, encorvado y concentrado sobre su mesa de trabajo, creando una y mil maravillas con ayuda de bloques de madera, pedazos de cera, tela, cerámica, metal y joyas. No se le conoció familiar alguno; ni madre, ni padre o hermano. Lo único que importaba es que, con sus manos fabricaba todo tipo de hermosos encantos. Los juguetes, relojes y joyeros que hacía parecían contener magia en su interior y traían dicha a cualquiera que los adquiriera.
El nombre de este mago juguetero era Christian.
El cincel y el desatornillador eran sus inseparables colegas, y las gafas de seguridad nunca salían de su rostro. Sus manos eran delgadas y hábiles, y en los detalles de cada una de sus creaciones estaban tallados y asegurados deseos e historias que se daban a conocer solo a aquel que se daba el tiempo de apreciar, pues como todos saben, solo una persona hermosa puede distinguir la hermosura en lo que le rodea. Y fue una persona así de la que se enamoró Christian. Aquella damisela que, justo después de ofrecerle el guardapelo de oro rosa que le había fabricado sobre encargo, le agradeció con una sonrisa el haber grabado el amor y la esperanza en cada una de las vetas que pulían el pequeño corazón metálico.
Impresionado por la pureza de de su mirada y lo certero de su afirmación, el joven juguetero decidió ofrecer su trabajo como un obsequio, gesto que le fue gratamente correspondido, pues a cambio de tal acción, la joven decidió otorgarle su cariño y favor.
Ella, llena de alegría, le invitó a compartir de largos paseos por el campo a galope sobre hermosos caballos, pues resultaba ser una magnifica amazona y amante de lo silvestre, y a cambio, Christian le ofreció pasar todo el tiempo que quisiera en el taller, pues encontraron gusto mutuo por conversar uno con el otro, y cuan dulce resultó ser su presencia; que apacible era cada uno de sus gestos; cuanta fascinación emergía del pecho de Christian al escucharla hablar, cantar o hasta silbar aquella dulce tonada que interpretaba cada vez que volvía al taller para visitarle.
Crearon bellezas juntos; juguetero y damisela, codo a codo, tallando e ideando una y mil maravillas más para vender en aquel taller que se convirtió en el castillo de un reino que manejaban ellos dos.
“¿Por qué creaste este guardapelo con tanta hermosura?” le preguntó ella cierta vez, mientras descansaban a la sombra de los arboles, gozando de su mutua compañía bajo la floresta después de dar un largo paseo por el campo.
“Para la dama dueña de mi corazón” versó el fabricante a manera de confesión y dedicatoria.
“Quedémonos juntos…para siempre…”
Así lo pensaron, y lo prometieron. Sin embargo, para este romance no estaba escrito un final feliz, pues, al poco tiempo del mágico encuentro, la tragedia decidió marchitar cada uno de los pétalos de ese amor tan inocente, y sin aviso alguno, rasgó con furia el tapiz de la pintura de cortejo entre el juguetero y la doncella, dejando en su lugar solo retazos manchados de dolor, tristeza y desesperación.
La muerte, personificada en un hermoso caballo blanco, fue la que le quito la magia al mundo de Christian, quien, en una tarde de ingenuo ocio, presenció como el indómito animal acababa con la vida de su hermosa dama al tumbarla de su lomo y proyectar su frágil cuerpo contra las rocas al lado del camino.
Tan frágil y tan hermosa, la flor de su vida se desvaneció como un sutil soplo sobre la hierba plagada de las nuevas flores de la primavera.
Aturdido por la pena, el juguetero dejó que la locura de la furia se apoderara de su mente, de su boca, de su cuerpo, y tomando el cincel que siempre cargaba consigo, arremetió contra el poderoso caballo, descargando sobre él toda su impotencia y angustia. El indómito corcel no se fue de este mundo sin dar pelea, y contestando al ataque del enloquecido, propino un par de poderosas coces contra su agresor, destrozándole la mitad del que alguna vez, se había considerado un rostro hermoso.
Desecho en cuerpo y alma, Christian se desplomó al lado de la figura inmóvil de su amada, quien ya no respiraba, y tomando en el puño el guardapelo que le había fabricado, se entregó a sí mismo a la inconsciencia, esperado poder compartir el mismo destino que ella, ahí sobre la hierba fresca de la primavera.
Pero el destino suele ser cruel y nada complaciente con los de la raza humana, y así, el joven Christian preservó la vida, simplemente para ya no volver a disfrutar. Había perdido no solamente la vista de uno de sus ojos, sino la chispa mágica que alguna vez le caracterizó. En su mirada ya no se podía observar la ilusión y fantasía de aquel corazón que busca sorprender al mundo, sino que el telón de la amargura y la desdicha le había nublado los ojos. Su amable sonrisa se transformó en un gesto desfigurado, y en lugar de afables saludos o dulces palabras, de su boca solo emanaban vocablos amargos de desprecio junto con quejidos de dolor.
“¿Por qué?, ¿Por qué?, ¿Por qué?” se le escuchaba gemir desde el otro lado de la puerta de su antiguo taller, “¿Por qué ella tuvo que morir?, ¿Por qué razón no se le permitió seguir a mi lado?...Para siempre…juntos para siempre…
Así pasó el tiempo, y así decidió aprovecharlo el antiguo juguetero: encubierto tras una capa de desdicha y odio hacia la vida, prisionero de la amargura y mezquindad, pues, si ella había sido privada de disfrutar la belleza del mundo, era simplemente porque en el mundo nunca había concurrido cosa tal.
La magia no existía…tampoco el amor.
Sus manos dejaron de crear, su andar se entorpeció por las viejas heridas y su corazón persistió en gemir y gemir. Ya no había maravillas creadas por Christian para disfrutar. Ahora, el solo mencionar su nombre, traía angustia y desprecio a aquel que lo hacía.
Baladí juguetero que decidió amar…la magia ya no lo visitó nunca más.
Cuentan que, a pesar de los años, si te acercas y pegas la oreja a la puerta de su antiguo taller, “El castillo de maravillas”, aún puedes escucharlo gemir de dolor, preguntando eternamente, él porque alguien tan bello y puro como su amada, tuvo que irse de este mundo, llevándose la magia que existía en el.
Aquel que fue amado ya no lo es más
Ya loco lo llaman
No puede amar...
…
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