Era de madrugada todavía, el mismo día que hoy nos ocupa. Y se dió, que una jovencita bailaba un vals imaginario. Disfrutaba de jugar, distraerse en su casa, en la solitud del ambiente. ¿Pero, qué era, lo que le llenaba de dicha, cuando tantos otros niños escondían su melancolía?
Es que, tras haberse ido sus padres, ella se había transformado en la única, incomparable. Se decía a sí misma, la "Guardiana de la Careta". Y es que era quien se interponía entre la Careta y el salvajismo de la intemperie.
¿Pero quién era la Careta? Careta era el apodo de un joven de rostro siniestro y actitud esquiva, que había aparecido hacía un tiempo atrás, en Vanaluz. Era un niño de poco más de catorce años, no muy distinto a ella.
Pero, tenía consigo un maravilloso rasgo que había atraído tanto la sorpresa como la curiosidad de los habitantes del pueblo. Dos cuernos, de la textura y solidez del hueso, tanto puntiagudos como un tanto retorcidos.
Él los llevaba con orgullo, y parecía bastante dichoso de tenerlos consigo, aunque secretivo respecto a su significado. No se sabía entre el pueblo cómo era posible que existiese un joven con tales cualidades. De un modo u otro, la sorpresa pasó pronto para los habitantes del sitio, y en su lugar se compadecieron del mismo, lo suficiente como para que el padre de la joven que bailaba decidiera adoptarle.
Esta joven había adquirido desde tempranos días un interés peculiar, por aquella pobre criatura. Le cuidaba con aprecio y trataba como a su hermanito.
A decir verdad, el joven pronto demostró tener una actitud que coincidía con su endemoniada apariencia. Era un pirómano hecho y derecho, a su corta edad. Sabía encender fuegos y disfrutaba con verlos, para terror de toda la población.
Pero, a ella no le importaba. Ella le contenía, le buscaba, le distraía de sus instintos, de modo tal que evitaba una tragedia, y esa tragedia evitaba su tal vez de otro modo inevitable abandono por el pueblo.
Lo cierto es que había en su interés por Careta una suerte de obsesión poco sana. Propia de quien mira con condescendencia y se cree con poder sobre el que considera tiene menos. Si tomáramos sus intenciones como meramente puras, les haríamos un magro servicio.
Aprovechaba, después de todo, a su nuevo amigo para que nadie se metiera con su persona. Se aseguraba, de que siempre le acompañase, y nunca les decían que no, por temor a las represalias.
Pero, tal vez no era tan malo, ¿verdad...? Al final del día... Ella le necesitaba tanto como él a ella.
Aunque imperfecta, la combinación servía. A decir verdad, el romanticismo es lo último que pasaba por sus inocentes cabezas, uno pensaría al verles. Mucho más era el sentimiento de que, gracias al otro, de algún modo se mantenían.
En arrogancia, en crueldad, en intimidación. En protección, en cuidado y en ayudar a otros. En cosas malas y en cosas buenas. Es en vano buscar un blanco o un negro en un caso como este, pues habríamos de concluir que era tan útil como peligroso, tan especial como horrífico, tan insano como interesante.
En efecto, tan peculiar relación había vuelto a la joven, llamada Myrla, la Guardiana de la Careta, título que llevaba con honor. Desde que sus padres partieran, había podido disfrutar a pleno de los beneficios, así como ser más permisiva con él.
Ocasionalmente, algún edificio u árbol era prendido fuego por el joven Careta para espectáculo de todos los jóvenes, que veían hipnotizados.
La imagen del fuego consumiendo era, secretamente, uno de los anhelos de muchos. No hay lugar, después de todo, como aquel en que se ha crecido, para sentirse a gusto y a la vez limitado, para sentir paz y a la vez presión.
Verlo arder era la catarsis en su estado más puro, sentir el peso de cada ladrillo y tablón derrumbarse, oír el repiqueteo del fuego resquebrajando las superficies, sentir el humo de las memorias perdidas para ya no volver. El sitio imponente se volvía menos que nada. La realidad dejaba de limitarles un poco cuando eran capaces de darle forma, a aquel espacio que tanto querían y tanto odiaban.
Solo una promesa vacía les mantenía en Vanaluz. La idea de que tal vez... Solo tal vez.... Un día, sus padres volverían.
Y ellos no querían que encontraran las casas vacías, ¿verdad? La mayoría de los jóvenes observaban este hecho con recelo y dolor. Como si un contrato que jamás habían firmado les atase a ese sitio para siempre.
Pero Myrla, sin embargo... Myrla sonreía, solo perturbada por gente que no acataba sus demandas. No le importaban tanto sus padres como le importaba poder hacer de las suyas. Era una joven de difícil tratar, con un gran ojo artístico, pero un pésimo ojo práctico. Podríamos llamarle torpe, de no ser porque sabía con sus manos construir obras de arte.
Y aunque todos sabemos que el artista enloquecido no es más que un estereotipo, es bien sabido que los estereotipos nos influyen si es que nos los creemos. Y tal era el caso de Myrla, tan excéntrica como arrogante.
Tan creída como humilde, tan especial como cruel. De cierto modo, su vida era el lienzo. E incluso la sangre, el dolor que dejaba en otras personas, era parte de la pintura.
Y Careta, Careta era parte de su magnífico repertorio de herramientas. Tal vez, podríamos decir, que era su favorita. Que usaba para tallar en terror, esculpir la ciudad acariciándola con llamas. A sus anchas. A su merced. Solo alguien les hacía frente, y ese era el joven Alcalde, que se aseguraba siempre de que no hiriesen a nadie.
Tú podrías, sabiendo esto, pensar que ella era una mala persona. Y eso no estaría estrictamente equivocado. Myrla es una joven aprovechada y sin duda sacaba ventaja del joven perdido. Pero el joven perdido jamás evitó ocultarse tras la espalda de ella cuando les castigaban, o aprovechar el buen trato que ella recibía para conseguir favores.
Ambos eran, en cierto modo, cómplices. Cómplices en secreto, sin siquiera decirlo entre ellos. Solo importaba que funcionaba. Eso era todo lo que debía importar, ¿verdad?
Pero... ...pero así no es como las cosas funcionan, tristemente. Y es que, mientras Myrla se encaminaba hacia el cuarto de Careta, se anticipaba una terrible sorpresa.
Conforme se acercaba a la puerta, sus ojos fueron ensombreciendo. La expresión distinta, menos amena, más entristecida. Recuerdos asomaban por los pasillos de su mente. Una memoria ya un tanto difusa por el paso del tiempo. Pese a fragmentos de la misma ser tan recientes como el día previo.
Y es que hacía varios años, cuando él había llegado, cuando el joven Careta había incurrido en su primer episodio de completa locura, fue Myrla quien, viéndole con ojos juguetones, evitó que causara daños. Desde la ventana de su cuarto, que daba hacia la plaza donde el joven amenazaba con prender fuego los árboles, ella comenzó a tocar una melodía, en el violín que su padre le había traído de uno de sus viajes a la capital.
El efecto fue progresivo, pero notorio. El joven comenzó a calmarse. Se relajó, entrecerrando los ojos. ...como si la melodía le trajese una dicha de difícil precisión. Hay quien jura que le oyó musitar: "Tienes su melodía."
Pero, el significado de esas palabras nunca fue sabido. Aún así, la joven Myrla convenció a sus padres de acoger al ahora bautizado Careta, por su expresión maniática y dejos episódicamente violentos.
Desde entonces, habían sido inseparables. Al menos, hasta el día previo. Un recuerdo distinto pasaba pronto por la memoria de Myrla. Cuando extendía la mano hacia el picaporte, recordaba con dolor el momento en que sus padres habían marchado.
Sus expresiones tristes, dolosas. Ella aún no lo comprendía. El absurdo del escenario no le dejaba dormir. Ella no penaba como sus hermanos y hermanas de Vanaluz, pero sí sufría una desdicha distinta. La desdicha del artista que ve un trabajo mal hecho.
Desdeñaba Vanaluz. Desdeñaba sus formas, sus ideas, sus calles, sus letras. Desdeñaba su existencia. Le parecía ridículo que no quedasen adultos. Le parecía forzado que no hubiesen modos de salir.
Pero, esa era la realidad que vivían. Y conforme se resignaba una vez más, la Guardiana abrió la puerta del cuarto. Lo que vio le dejó en silencio. Corrió al suyo propio. Corrió al baño, a la cocina, al patio. Sacó su violín de su estuche y comenzó a tocar.
Pero nada funcionó. Nada podía remediar lo que había sucedido. Careta no estaba. Eso no impidió a la joven tocar, llamarle de tantos modos como fuese posible, por toda la ciudad. ¿Por qué tal exabrupto...?
Es que, el joven de cuernos nunca salía sin ella. Y era en la dolosa realización de la verdadera soledad que Myrla recibió por vez primera una dosis de la melancolía de Vanaluz. El dolor no fue menor, y ese día gritó y lloró terriblemente.
¿Por qué...?
¿Por qué él había huído...? ¿Acaso hizo algo mal...? ¿Acaso le lastimó...? ¿Acaso habían hecho algo con él...?
Por más que lo pensaba, Myrla no tenía respuesta. Se durmió, agotada por la búsqueda, en medio del llanto.
Pero, fuese su psique intentando preservarse, fuese el destino, o fuese la casualidad. Aquella tarde soñaría con algo que nunca había pasado. Bajo la vana luz de las estrellas... En medio de la plaza donde le había visto, por primera vez. - ella, unía sus labios, con ternura y suavidad, a los de él, que le sonreía, calmadamente.
Eventualmente el sueño terminaría. Y pese a todo, ella despertaría con una gran sonrisa. Sin embargo, era evidente.
La Guardiana de la Careta había fallado.
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