Se esmeró lo más que pudo en contemplar la página en blanco. Sus detalles, sus rasgos. Los problemas, las imperfecciones. El lienzo, en el que tanto la bendición como el desastre podían ser dibujados. Él siempre envidió a los escritores. Siempre pensó que, mientras que él no podía hacer más que espejar los hechos, los escritores tienen la libertad de dejar volar su imaginación. Poco sabía él del trabajo narrativo que realizan los periodistas, y del trabajo de reflejo que realizan los escritores.
Era, entonces, un joven ingenuo. Pero de buen corazón. Todos querían a Mateu. Era de los más grandes en Vanaluz. Y sin embargo, tenía un alma de niño y eso todos lo sabían. Él había sido una de las pocas personas que conoció el mundo exterior antes de la guerra. Había ido a estudiar periodismo a la capital. Y al parecer la fortuna quiso sonreírle, porque trajo consigo dos tesoros, fruto de un sorteo. El primero era una máquina cuyo propósito no era claro para él.
Pero el segundo. Ah, el segundo. El segundo era una bendición caída del cielo. Se trataba de nada más y nada menos que su propia prensa. Algo vieja, pero lo suficientemente portátil. Un instrumento antiguo en la época de las computadoras, pero valioso para él.
No había ninguna computadora en Vanaluz, por cierto. Así que todas las noticias provenían del joven que, constantemente, publicaba las novedades. ¿Qué novedades...? Allí está la cosa, verán.
No había ninguna en absoluto. No había en Vanaluz nada que contar, salvando las tragedias y los desamparos. Pues como habrán notado, aunque algunos incidentes rompen la rutina, todos hacen exactamente lo mismo, todos los días.
Como propuesta, entonces, era fútil, porque no había nada que reportar. Era un esfuerzo vano, lágrimas cayendo sobre el abismo. Y sin embargo, el joven no se detenía. Si algo, ponía el doble de esfuerzo. Como si fuese su labor, su inexplicable deber, el de plasmar la rutina en aquellas páginas.
No fuese a ser que algún día, algo se le escapase. Algo se le escapase y no estuviera allí para reportarlo. Hoy era un gran ejemplo: Una recién llegada, dos niños muertos, un joven perdido.
Mateu no disfrutaba de la tragedia. Pero encontraba en ella el perfecto catalizador para sus dotes poéticas, para expresar, compartir su dolor con el pueblo. Y es que no solo él imprimía los periódicos, sino que también los repartía.
Los repartía por la ciudad, visitando a todas y cada una de las personas. Algunas le veían con suspicacia. Otras le veían con familiaridad y apego. Pero todas, sin excepción, aceptaban su periódico como parte de la rutina. Todos, también, salvo el Alcalde Evergreen, que conservaba archivo, tiraban el diario al final del día, inconcientes tal vez del esfuerzo que había supuesto al joven Mateu.
Pero hay allí un gran asterisco al que volveremos pronto. Y es que, en su ronda diaria para repartirlos, el joven Mateu se topó con una jovencita llorando, junto al río. Se acercó, entonces, a sabiendas de que los niños que lloran expresan el dolor en su alma, la incomodidad en el espacio, en el tiempo, en su realidad.
"¿Estás bien, Caitlyn...?", preguntó, con voz serena.
"... ¿Cómo sabes mi nombre...?", la joven reaccionó con miedo, alejándose.
"Yo reparto los periódicos.", dijo él, con una sonrisa. "Es natural que sepa todos los nombres."
Caitlyn no pareció convencida por la respuesta. Si algo, le parecía tan absurda como el resto de Vanaluz realmente era. Su corazón aún no había sido del todo mellado por el extraordinario fenómeno que a la ciudad nublaba.
Así que vió a aquel joven con duda. Con evidente temor respecto a su destino. Él, sin embargo, hincó una rodilla, se puso a su nivel, y le sonrió. Le vió con fijeza a los ojos y había algo en su mirada, algo que existe en las buenas personas, un brillo indescriptible, un calor propio de en quien se puede confiar.
Pero Caitlyn sabía que las apariencias engañan. Y al engaño temía, le temía desde que aquella bruja, pues ahora la llamaba propiamente, le había engañado. Ella había perdido todo, y solo tenía consigo su nombre y poco más.
Mateu bajó la vista, apenado por el dolor que claramente recorría a la joven. Podía entender lo que era dejar todo atrás.
"Escúchame. La pena que te aqueja es natural. Te has encontrado con la bruja, ¿verdad...?"
"... sí."
"Pero ahora eres parte de nosotros. ¿No te gustaría conocernos...?"
Ella dubitó. Algo de aquella aristocracia quedaba aún consigo. Se preguntó qué podía querer ella con un montón de pueblerinos. Sin notar que era su orgullo una vez más el que le impedía acercarse.
Pero había también un instinto de protección, uno difícil de superar. Sin embargo, algo lo hizo. Y era la necesidad. De amistad, de compañía. Una pérdida que había sentido desde mucho antes de venir a Vanaluz. Una pérdida que, tal vez, le había traído allí, para comenzar.
Fue así como asintió y se acercó a Mateu, quien le invitó a acompañarle en su ruta. Caitlyn estaba suspicaz a primeras, sin saber qué podía encontrar de emocionante en acompañar a un repartidor.
Una vez más, no pudo hallarse más equivocada, más sorprendida por el suceso. Pues Vanaluz, antes tan ajena y distante, ahora le recibía con los brazos abiertos. Los jóvenes preguntaron por ella, le hablaron, le sonrieron. Parecían felices, de un modo que ni ellos mismos entendían, de conocer a una persona nueva.
Y ella sonreía. Jugaba, reía. Se divertía, con aquella gente que ya no eran pueblerinos, ya no eran distantes, ni eran distintos. Eran personas de carne y hueso, como ella. Les sonrió, finalmente.
Así fue como, terminando la ruta de reparto, escucharon las campanadas del llamado del Alcalde. Caitlyn se sorprendió, pero Mateu pronto le explicó la importancia del evento. Iban encaminándose juntos, pero en el camino, Caitlyn preguntó:
"Mateu, si tu labor es escribir, ¿por qué siempre andas tan zaparrastroso?"
"... Eso... es complicado de explicar."
Dijo él, cerrando sus ojos. Su expresión era de duda, por un momento. Incluso presionó los párpados. Lo cierto es que no quería confesarle la verdad a la jovencita, puesto que le era muy personal.
¿Te gustaría saberlo...? Si no te gustaría, recomiendo saltar al siguiente capítulo. Voy a violar la privacidad de Mateu para contártelo, porque creo que lo amerita. ¿Si deberías sentirte mal...? Eso deberías decidirlo tú, no yo. Al final del día, estás viendo sus vidas, ¿por qué no ir más allá ahora que puedes...?
Muy bien, aquí te va la exclusiva.
Todas las noches, Mateu se escabullía mientras todos dormían, y sacaba el diario de la basura. De cada basurero, de la ciudad. Como un ladrón, un animal salvaje, que se mete en las cosas ajenas. Pero, ¿por qué, te preguntarás...?
Sucede que, hay un hecho que no hemos atendido todavía, pero que tú has de haberte imaginado. Para imprimir a diario, hay un recurso necesario: El papel. ¿Cómo haría él para conseguirlo...? ¿De dónde sacaba el lienzo blanco imperfecto, en el que pintaba todos los días sus noticias y sucesos...?
Se dió que, cuando más lo necesitaba, Mateu comprendió el sentido del primer aparato. Era una recicladora de papel. Le tomó varios intentos, y no pocos desastres. Pero, finalmente, consiguió dominar el arte del reciclaje. Un arte naciente, todavía, pero un arte sin embargo.
Y fue así como Mateu se encaminó en la ardua tarea de publicar el único diario de Vanaluz- una y otra vez. Las mismas noticias, el mismo papel.
Así había sido, por una cantidad considerable de tiempo. Pero a él no le importaba ya el tiempo, solo continuar con su encomiable tarea.
Caitlyn... ...le vió, fijamente, un momento. Por un segundo, Mateu tembló. ¿Habría visto a través de él...?
En su lugar, le sonrió y le ofreció la mano.
"No me importa.", le dijo. "Te quiero por lo que has hecho, aún así."
Ella sonrió. Los ojos de él se anegaron. Se dijo por vez primera que repartir los periódicos había valido la pena.
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