Gauss siempre había sido así. Desde que Kanthia le recordaba. Obstinado, fijo. Indiferente a sus opiniones. Creía saber lo mejor para ella, y en eso se basaba para realizar sus acciones. No era una mala persona. Solo sobreprotector. Y tal vez algo egocéntrico, pero, ¿a quién ha matado un poco de egocentrismo...?
Definitivamente no a Kanthia, que ahora seguía a Careta, a través del bosque. Él le tomaba de la mano, corría, se abría paso con su fuerza descomunal. Kanthia le seguía. Era una joven atlética. Su hermano siempre le dijo que podría haberse hecho famosa como competidora. Pero ella no le daba tanta importancia.
Lo cierto es que a ella le gustaba su pueblo. Le gustaba su gente. Pero detestaba la sombra que cubría el espacio. Ella nunca había dejado de verla. El Sombreado Gutural no le había envuelto. Sospechaba que no era la única. Especialmente creía que era el caso con el Alcalde Evergreen. Pero no estaba segura de ello.
No estaba segura de muchas cosas, a decir verdad. Todo lo que quería era darle resolución. Por eso, cuando la bruja Agravialle vino a verla, como si supiera de antemano lo que pensaba hacer, ella no dudó en preguntar.
Le preguntó cómo detener el Sombreado Gutural. La bruja le miraría, fijamente. En silencio, por varios minutos. Le señalaría una dirección. Kanthia no sabría qué hacer con eso. Fue entonces que escuchó las campanadas. Fue entonces que fue a buscar a Gauss. Y allí donde no encontró a Gauss, encontró la nota.
La nota, fatídica, de su hermano, aquella página de cuaderno que le hacía saber lo que él pensaba. Ella la encontró dolosa, mucho. No pudo sino querer alejarse, de aquella casa, de aquel sitio. Como si estuviese en fundamental disonancia.
Era casi como un truco artrero. Una treta del Sombreado, asegurándole que incluso sus seres queridos querían que se fuera. Que le rechazaban. Rechazaban su entusiasmo, su energía. La confundían, confundían su vivacidad con deseos de irse. Desentonaba en el pueblo, y por tanto, no le querían allí.
Kanthia salió corriendo en la dirección que la bruja le señalase. Corrió a toda velocidad, cubriéndose los ojos con las manos. Y lloró. Cómo no. Lloró, muchísimo. Pero pronto se encontraría con Careta.
Y sería con él que iniciaría una pequeña aventura. Un microrrelato, si se quiere, aunque yo me tomaré la libertad de extenderlo un poco para hacerles saber sus pensamientos y sus sensaciones.
Se dió que comenzó a lloviznar, pero los árboles, el follaje oscuro, les protegían. Podían, sin embargo, oír el constante repiqueteo de las gotas, cayendo sobre sus cabezas. Era un sonido ameno, pacífico. Bienvenido, incluso, tras la monotonía de Vanaluz, los juegos sin sentido, la alegría sorda.
"Ya casi...", Careta musitó, abriéndose paso. Kanthia notó que, conforme avanzaban, le invadía un miedo fundamental. Un terror difícil de explicar. Solo corría, y corría. Y Kanthia no sabía por qué le seguía, solo lo hacía. Tal vez porque iba en la misma dirección que la bruja le había dicho.
Si eso, acaso, tenía algún valor. Pronto ella lo descubriría. Puesto que frente a sus ojos, sepultada entre los árboles y arbustos crecidos más de la cuenta, había una casa abandonada.
"Se fue...", dijo Careta.
"¿El Sombreado...?", preguntó ella. Como si las ideas conectasen.
Alternó con él. Él asintió, sus ojos temblando. Ella supo entonces. Él, alguna vez, vivió aquí. Se acercaron a la entrada, caminando entre la maleza. Alerta, ante cualquier amenaza posible, fuese un bandido, un animal salvaje, una criatura que no llegasen a imaginar.
Pero, nada saltaba a su encuentro todavía. En su lugar, les recibió una sala de estar repleta de insectos y telarañas. La joven se asqueó un poco, pero siguió adelante. Tanto vivir en Vanaluz le había hecho aprender a vivir con sus temores.
El joven descendería, al sótano, a lo más profundo de la vivienda. Allí, no quedaban más que huesos, de lo que alguna vez fue una persona que había amado. Careta dejó escapar sus lágrimas, acercándose.
"Solo queríamos que todo desapareciera."
"¿Lo lograron...?"
"Sí. Dejando de ver."
... Kanthia tembló, un momento. Pareció entenderlo, como si algo encajase en sus ideas. Tomó la mano de Careta y le invitó a regresar... ¡Pero...! De pronto, cuando volvieron la vista, el Sombreado estaba en todos lados. Los insectos se acercaban, como una maraña de alimañas que buscaban abrumarles hasta la muerte.
Por vez primera, el Sombreado se alzaba en contra de ellos. Como si hubieran transgredido alguna suerte de límite, alguna barrera invisible. Kanthia instó a Careta a subirse a alguno de los muebles. Ambos veían con desesperación como las criaturas iban subiendo por las patas del mismo.
De pronto, fuego. Careta, diestro con las llamas, había encendido una chispa usando fósforos que tenía consigo. ¡Las criaturas retrocedieron...! Visiblemente asustadas, ante el fenómeno.
"Detestan la calidez.", musitó él, viéndolas con desprecio.
Tomó de la mano a Kanthia y comenzó a correr con ella, abriéndose un minúsculo hueco con el pequeño lucero que tenían consigo. ¡Regresaron, escaleras arriba!
...
Pero arriba estaba infestado de alimañas, por todas partes. Y no solo insectos. Serpientes, aves, toda clase de criaturas que parecían dispuestas a quitarles la vida.
Kanthia sollozaba, aterrorizada. Careta alternaba, determinado. Todo parecía indicar que ese era su final.
Fue entonces que sucedió un milagro.
Me perdonarán si lo mantengo secreto, por ahora.
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