El mayor de los dos hombres se abrazó al otro como si el mundo fuera a acabar en cualquier momento.

El otro lo apartó, confuso.

Él no debería estar aquí; él había muerto para que pudiera tener una vida, no podía…

- No deberías estar aquí.

El otro le miró; sus ojeras tan profundas que, por primera vez desde que le conocía, ni siquiera pudo fijarse en lo bonitos que eran sus ojos.

- Y tú no deberías matarte por alguien que te rompió el corazón.

- No te iba a querer menos por ello –su interlocutor se rio ante esto.

- Empiezas a entenderlo…has hecho mucho daño a mucha gente buena, y no era tu única opción…entonces aún había otra opción… –en un instante, su tono se había vuelto extremadamente sombrío. El más joven de ambos reparó en las manos de su rescatador, cubiertas de tanta sangre que eran más negras que rojas.

- ¿Qué has hecho?

- Me dijo…ESO me dijo que te traería de vuelta…y…no los conocía…

Se apartó de golpe.

- ¿Qué has hecho? –repitió, con aún más severidad.

En vez de replicar, su acompañante le ofreció una cereza.

- Revivir es cansando; come y después hablamos, por favor.

Debería haberse negado; sabía que debería haberse negado, pero todo en su interior empezó a quejarse ante el mero pensamiento de rechazar comida después de lo que parecían milenios sin probar bocado, por lo que aceptó la ofrenda del hombre por el que había dado su vida.

El pacto no había sido como se le había explicado al mago en un primer momento; no bastó con un sacrificio.

De vez en cuando, su amado empezaba a desvanecerse y podía oír a eso en su cabeza, recordándole la única forma de que no volviera a ser un espíritu.

Lo peor era cuando, al acabar el ritual, éste siempre veía las manchas de sangre y entendía la situación.

Por fortuna, tenía sus cerezas; aquellas frutas que nacían de un árbol cuyo poder amnésico  era incontestable.

Tanto que ni siquiera él  mismo recordaba haber sido el primero en comerlas…