Jamás le haría daño.

Tomó su cara entre unas manos cubiertas de cálida sangre, los ojos que no comprendían clavados en él.

No, jamás le haría daño; daba igual lo que sus recuerdos dijeran. Aquel no había sido él; no había podido serlo…

…pero, si era así, ¿por qué el sufrimiento escondido tras la confusión del hombre herido al que había jurado amor incondicional le resultaba placentero?

La vida desaparecía por instantes de los ojos de su amado, de su víctima.

Desafiaste a los Dioses; desafiaste a tu madre. No vas a escapar a tu destino, ya sabes de quién es sobrino…

Era su propia  voz, pero la mandó callar igualmente.

Miró su espada, cubierta de sangre.

No, no podía haber sido él…

Tu madre fue clara, tú castigo es dar muerte al pariente de la enemiga de tu madre y conservar este recuerdo hasta el último de tus amaneceres.

Reconocería la voz de un mensajero de su progenitora divina en cualquier lugar.

Cerró la mano entorno a la empuñadura, sin importarle lo más mínimo el dolor.

Atenea pagaría; tarde o temprano, le costara lo que le costara, pagaría.