Estoy tratando de despertar, cada vez que cierro los ojos inevitablemente te encuentro de pie frente a mi con el rostro ensombrecido por la niebla en un recuerdo que jamás podré tener, no te reconozco por el contorno de tus ojos tan solo recuerdo su color, pero es todo. El fantasma que prevalece aún cuando te has marchado no puede dejarme en paz. 

Apelé al peor sentimiento dentro de mi, busqué en cada fragmento de memoria tu peor versión, tus palabras más duras y tras herirme nuevamente con ese amargo que nos hundió, me doy cuenta que es imposible para mí odiarte incluso si mi razón me tira hacia el otro extremo gritando desesperada mientras ruega por un poco de aversión a ti. Y es que aún con el daño, la incapacidad de odio es un hecho frustrado tan profundo que alcanza las raíces de ti dentro de mi. No puedo. 

Buscarte en mi con el anhelo de desaparecerte siempre se convierte en desacierto cuando en la soledad de mi reflexión termino por desbordar mi propia honestidad, la maldita honestidad que conoce las fibras que tocas y que me hace consciente de la inevitable verdad; no puedo contra ti. Y el peso de mis emociones resulta aplastante, despertándome a la madrugada ante la falta de aire que busca consuelo en el llanto, y así, de nuevo estoy temblando debido a ti. 

Te volviste mi miedo a las dos de la mañana y el inevitable anhelo de consuelo que sé no volverá.