—Un día cantarán sobre ella… —giró el rostro y miró con cara larga a Gabriel—. ¿Pero qué dirán esas canciones? Quizá dirán que no estuve allí. Que no la auxilie cuando me necesitó y que por ello está así, recordándome el fantasma en que me he convertido.
—Dirán que te amó, Natan. —respondió Gabriel—. Eso es todo lo que se escuchará.
—No… Se escuchará que amó engañarme… —regresó la cara a una decrépita ventana—. Que amó el miembro de los caballos. Que vió con lujuria hasta el último de los perros o cualquier bestia de turno. Has escuchado tanto como yo lo que ya dicen de ella.
A Gabriel le hubiese gustado tener algo que decir para reconfortarlo, pero también había escuchado los rumores, y ninguno de ellos era uno amable. Junto al palacio se decía que había blasfemado contra el creador, en el muelle que había sido envenenada por su amante, y en el mercado, que había intimado con un animal al salir del muro. «¿Qué podría decir?» —pensó angustiado.
—He escuchado sí, pero no es necesario castigarse con los necios. —dijo Gabriel tras unos instantes de incómodo silencio—. Eres el único que realmente le conoce.
—¡Por conocerla es que me ofendo! —apretó el descansabrazos de la silla, y giró su rostro en dirección a una vieja cama. —¿No he sido por siglos la justicia? ¿Porque entonces tengo que pasar por esto? He detenido flechas en mi pecho por ellos, y he sangrado hasta perderme en los mares de la muerte; ¡todo por ellos! —se puso en pie, se acercó a una vieja mesa a su derecha y tomó un pequeño trapo de lana entre sus manos. —Ahora mi tiempo le pertenece, —dijo, sumergiendo la tela en un plato con agua— pero ella se me muere y no soy nadie contra la fiebre.
Un inquebrantable silencio arropó la humilde habitación. Aquél era un héroe eterno, eterno pero deshecho; pues finalmente era solo un hombre.
—Conozco mejor que nadie lo que has hecho por ella, pero dime Natan, ¿crees que ella merece el moho de estas paredes?. —dijo Gabriel, poniendo los ojos en un polvoriento montón de ropa—. Porque coincido en lo injusto de los comentarios afuera, pero no te veo siendo mejor que ellos. —Natanael le escuchó con paciencia, mas un nudo en la garganta le amarró las palabras y no respondió… ¿Cómo podría? Si es que sentía que aquél lugar era el último bastión de su independencia, de su capacidad para sustentar la vida de quién juró amar.
Cuando llegó por primera vez a aquel viejo lugar, sintió cómo el blando optimismo que aún cargaba tocaba el fondo de la desesperación. Un piso de tierra le recibió, y sobre él, una pestilente techumbre de paja resguardaba unos cuantos retablos como paredes. Esa era su suerte, y ese su decrépito amparo. Pero debía aceptarlo, porque allí había llegado al salvar a Elena de la muerte, así que no entristeció. La lluvia se filtró por el techo la primera noche, y el vacilante golpeteo de un plato en un rincón le estremeció el sueño, mas no se rindió. Se esforzó por conservar la sonrisa en su rostro porque eso y ella era todo lo que le quedaba.
Atrás quedaba el lujo del palacio, las bellas vistas y los amplios banquetes, y aunque aquella choza era tan suya como el hambre que le siguió más tarde, Gabriel tenía razón. Debía dejarle disfrutar de una buena vida mientras la salud se acordaba de su existencia.
—¿Qué se supone que deba hacer entonces? —manifestó el afligido hombre, mientras peleaba consigo mismo por no dejarse llorar. —¿Debo tocar a las puertas del palacio y pedir la ayuda que no me ofrecieron?
—¿Por qué no? Es tu casa… —señaló Gabriel, poniendo su mano derecha sobre el hombro de su hermano. Esto sin embargo no le gustó a Natanael, quien se sacudió el gesto, se reclinó en la chirriante silla, y refutó: —Es tu casa, no la mía. La mía es el moho del que te quejas y esta mujer.
Gabriel conocía la obstinación de su hermano, pero esto era diferente y podía entenderlo. Veía en cada montón de ropa desperdigado, un grito de auxilio mudo que sólo podría percibir quien osara aventurarse a visitarle. Y evidentemente, nadie más que el propio Gabriel se atrevía a hacerlo. Ninguno de sus hermanos había ido a preguntar por su estado. Ni aún su padre, y ya habían pasado meses desde que un plato rebosante amenizaba sus silencios. Todos temían quizá al más extraño de los padecimientos, que aún a un inmortal ponía al filo de la muerte… no sin antes estrujarle la vida hasta hacerle desear su advenimiento.
¿Cómo no temer? ¿Cómo no tenerle igualmente misericordia? Era víctima de las circunstancias, de la suerte, del pueblo y aún de su familia.
—Cuando te canses del estiércol de los cerdos y desees el olor de las flores en las mañanas, avísame; estaré aquí todos los días. —dijo. Se subió la capucha roja, abrió la puerta y bajo la tórrida lluvia y la primera campanada de la noche, dedicó una mirada indiferente al cielo—. Cuídate Natan, vendré mañana.
Natanael le miró en silencio. Deseaba la felicidad de Elena, pero su tristeza y tal vez su situación, le habrían puesto un velo sobre los ojos.
—Gabo… —Lo llamó, cuando cerraba la puerta. —¿Crees que ella pueda perdonarme si le hago pasar una última noche aquí?
Gabriel se sonrió incrédulo «¿Acaso no conoce a su esposa?» —pensó—. Creo que no te perdonaría si es lo que quieres y no lo haces. —le respondió finalmente cerrando la puerta.
La lluvia fue haciéndose fuerte sobre la tierra, y de repente, parte del tejado pareció levantarse. Elena, quien por un momento sintió regresar la lucidez de sus días, vió entre las lágrimas de Natanael una preocupación inclemente, por lo que buscando aliviar su pena, se giró suavemente y con todo el cariño que se puede acuñar en mil años, le distanció del miedo de perder el techo.
—¿Me cantarías una canción? —solicitó, con voz distante y quebrada. Su mirada, parecía perderse en lejanos recuerdos. Estática, fija… feliz.
Una sonrisa etérea respondió a su solicitud, y plantando una mirada igualmente feliz en aquellos ojos sin pestañas, cantó para ella su oda más alegre.
—Antiguos guerreros de Sión… —mientras cantaba, su voz se quebraba y su rostro enrojecía. Lamentaba la suerte que le había tocado viendo a su amada Elena, desvanecida en un catre prestado. «Es mi culpa». Pensaba sin detener su canto ¿Quién más podría haber sido? Lemnas se había declarado inocente en un juicio público, y ¿Quién no le creería? Tenía los ojos secos entre sus cuencas vacías gritando aquella verdad. Era una víctima más de una fatídica mañana que nunca debió ser.
Al terminar la melodía, Natanael cerró la ventana frente a él. El viento era fuerte y entraban las hojas y el fuerte olor de las cocheras. No quería que hubiera alguna posibilidad de que Elena empeorara. «¿Qué dirán de ella?» —reflexionó pensando en Gabriel. La miró. Ella dormía y por un instante, los más bellos momentos le abrazaron de nuevo. —Dirán que fué felíz… —se sonrió—. Esa es la parte que importará. —secó las lágrimas en sus mejillas, acarició la decrépita calva de su esposa, y sólo entonces, percibió el frío de una habitación solitaria. —¿Elena? —instó, acercando una pequeña vela al costado de su amada, mas la fina seda que le cubría el cuerpo no dibujó movimiento alguno.
Una temerosa mano se extendió hacia ella. Una mirada buscaba estudiarla con desespero, y una respuesta rígida le habló con palabras mudas de su ausencia. Fuertes gritos quebrantaron la noche, y con ellos, toda la ciudad se enteró de su suerte. Elena partía a los vastos mares de la muerte, y él, uno de los legendarios caballeros no podría seguirle a su destino.
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