Días grises arropaban la ciudad. Lutos y tormentas se llevaban los colores y las risas, los buenos olores y las buenas tardes. Y en una de ellas, mientras la luna y las estrellas rascaban el cielo; una última gran tormenta cubrió lo alto. El viento sopló con fuerza, azotando las precarias ventanas a su paso y aunque aún faltaba poco para el fin del invierno, la calle permaneció solitaria, casi como un paraje abandonado mucho tiempo atrás.
Gabriel quien siempre prefería la compañía, no tenía intenciones de quejarse por la lóbrega soledad en la ciudad. Entendía la proximidad de la primavera, pues esto era motivo más que suficiente para la ausencia de antorchas en las calles, ventanas abiertas y murmullos tras los portillos. Y justo por ello estaba allí. ¿Quien ayudaría a los desprotegidos? ¿A los desvalidos? ¿A quienes no tienen nada? En otros tiempos ya tendría a unos cuantos trás de sí, pero era muy tarde ni aún el primero había visto en su larga jornada.
—¡Por la madre, lo que faltaba! —murmuró en lo que las primeras gotas de un gran aguacero tintineaban en su armadura. Tomó la bandera roja que ondeaba siempre a su izquierda, y enrollándola en torno a su cuello, se cubrió la nariz. Hacía frío. Demasiado como para estar vistiendo una cota de maya pegada a la piel, pero sabía que debía estar preparado para la inminente llegada del cataclismo anual.
—En una de estas se me escapará el alma. —agregó para sí, cuando el vapor en su respiración se hizo más espeso. Sentía con cada bocanada de aire, como el frío se hacía espacio sacándole el calor por la boca, pero no podía hacer más que observarlo marchar. Era común que el helaje azotara los últimos días del invierno, pero Gabriel, no podía recordar uno tan frío como aquél.
Mientras se perdía en la danza de su aliento al viento, el distrito en que Natanael tenía su choza se abrió ante sus ojos. Un cubículo de madera era su casa. Empotrado rudimentariamente en las empinadas laderas de un risco, y rodeado por cocheras de cerdos y establos… No era lugar para una leyenda viviente. No era lugar para nadie, aunque seguramente eso era justo lo que él sentía que era. Elena había sido por siglos su mayor orgullo y fortaleza. La razón por la que la justicia se había convertido en su segundo nombre, y su existencia, en un apoyo al desamparado.
«Esos serán otros tiempos» pensó Gabriel recordando la desaparecida sonrisa de su hermano. El empedrado del suelo se iba desgastando a medida que se acercaba a la casa de Natanael, y en su lugar, el barro perpetuaba la presencia de los transeúntes cotidianos. Todo se vió sucio y todo estaba callado, y cuando al fin tuvo enfrente la casa, un adoquín del tejado vecino se estrelló en el suelo. Gabriel dirigió la vista al quebranto de la calma, y al mirar en lo alto, una sombra negra se descubrió con un relámpago.
—¿Quién anda ahí? —preguntó a la oscura noche; más esta respondiendo, escurrió aquella sombra hasta dar con la calle. Gabriel le siguió como pudo. El barro le atrapaba los pies. —¡Alto! —gritó al verle alejarse. Pero era veloz. Tan veloz que parecía volar sobre el lodazal hasta la calzada—. ¡Alto, he dicho! —mas la sombra no se detuvo.
«¿Qué es... eso?» pensó confundido al no haber visto nunca una cosa igual. Le parecía estar viendo un trozo de tela negra tomando vida. No tenía más forma que la que le daba el viento y la lluvia, viéndose como si un tajo de niebla oscura, se cubriera con los despojos calcinados de un incendio.
Pronto, la blanca calle del palacio se abrió ante ellos, y viendo Gabriel la dirección de la sombra, saltó sobre ella sin medir sus fuerzas. Tendida en el suelo y con uno de los legendarios caballeros encima, aquella espectral silueta permaneció inmóvil cómo un bulto inerte. —He dicho que te detengas —dijo— ¿Por qué huyes? Y lo que es más importante; ¿Por qué espiabas a mi hermano?
Gabriel le tomó del manto, quería darle la vuelta, pero al girarlo para verle el rostro, un fuerte golpe bajo la tela se lo sacó de encima. Pudo correr, pero no lo hizo, pudo atacar, pero esperó. No respondió a preguntas y no pareció moverse siquiera para respirar. La lluvia le escurría por las telas, más el viento le ignoraba como si no estuviese ahí.
«¿Qué es esto?» pensó nuevamente, aún más confuso que la primera vez.
De pronto, un rayo impactó sobre uno de los árboles del jardín, y aquella sombra peculiar se escurrió al interior del terreno del palacio. Gabriel le siguió con la esperanza de encontrar de camino a uno de los capas azules haciendo guardia, pero tras un largo tramo en dirección a los muros, no divisó a ninguno.
Subió las escaleras como creyó ver a la extraña presencia, y al llegar arriba, una silueta le daba la espalda sobre el borde del muro.
—¡No hay donde ir! —gritó el caballero, algo exasperado por las dudas. —Desde aquí no —respondió un hombre girándose— pero desde abajo hay todo un mundo —se rió reconociendo la voz.
—¿Lemnas? —Gabriel estaba perplejo al verlo— ¿Cómo es que estás aquí? ¿Cómo es que llevas el uniforme?
Lemnas se cubría los ojos con un trapo azúl, a juego con la capa en su espalda. Llevaba la cota platinada y blanca, las botas de cuero curtido y un faldón blanco con tiras de cuero marrón. Pero era un ciego. ¿Cómo es que estaba allí?
—Me deprimí por meses, señor. —respondió—. Y no se imagina lo imposible que llega a ser llorar sin ojos, pero no me refiero a las lágrimas —apretó el arco en sus manos—, me refiero a sacarse la tristeza y desahogarse. Un buen día mi esposa me recordó a mi pequeña fé, y aunque en un principio no quise hacer aún más grandes mis dolores, al final solo quería recordarme su confianza. Era una niña muy dulce y siempre sonreía, y si acaso le preguntabas la razón, te respondía sin pensar que ella confiaba ciegamente en Dios. —se sonrió con un gesto pesaroso.— Ahora soy yo el ciego y todo lo que me queda es la confianza. Por confianza he venido a solicitar mi reasignación a mi cargo, y por confianza en que daré en el blanco es que lo hago. —afirmó mostrando su arco a Gabriel.
—¿Y qué hay de ella? —preguntó él en respuesta. —Se fué hace dos primaveras… cumpliría diez en esta. Gabriel sintió un nudo en su garganta. Aquellas eran las historias cotidianas en la tierra, y por mucho que él y sus hermanos se esforzaran cada año, siempre habían lágrimas nuevas por enjugar. —Lamento escucharlo —dijo, mientras veía a lo lejos la extraña sombra. Sabía que no podría alcanzarla esta vez, estaba demasiado lejos y el haberla visto, era solo un golpe de suerte.
—¿Has escuchado a alguien subir antes de mí? —le preguntó Gabriel, intentando entender cómo se le había escapado aquel espectro. —No señor, ni un ruido; aunque es un poco difícil discernir las cosas con esta lluvia. —Entonces es todo. Me alegro de verte bien, Lemnas.
Gabriel se acercó al extremo exterior del muro, y cuando estuvo preparado para saltar; Lemnas le agregó una última duda: —El consejero del rey ha venido a verme. Puede que no le haya visto, pero su voz ya era un espanto, mucho antes de que todo estuviese oscuro, así que sé que era él. —Bharl se ha ido de viaje, no pudo ser él. —le increpó Gabriel— además, ¿Qué querría hablar contigo? —Tenía curiosidad por mis heridas, y no dejaba de preguntar por lo que las causó.
El caballero del Rey le escuchó atentamente, pero no quiso demostrar que le importaba. Y trás despedirse nuevamente, saltó el muro en dirección al mercado.
«¿Por qué Bharl no se ha presentado al palacio?» se preguntó dirigiendo sus pasos al bar en que Auriel se ahogaba en las noches.
Un gran relámpago iluminó la tierra con la calidez del día, y de aquél, solo el sonido de un lejano rayo percató a Lemnas de su presencia en el cielo. Era ciego, pero estaba vivo, y sentía como todos que algo en el ambiente no estaba bien. Podía sentirlo en el aire, en los caballos alejarse, y en la última campanada anunciando la noche.
Lemnas se fué sintiendo cada vez más incómodo con el pasar de las horas, hasta que finalmente, bajo el fulgor de la lluvia, aquella sensación que le incomodaba ahora le oprimía el pecho. Buscó a tientas una silla de madera que le había puesto ahí su esposa en la tarde, y cuando se dispuso a sentarse, un escándalo resonó camino a las puertas labradas.
Un hombre corría afanoso por el jardín. No hacía caso a las advertencias de la guardia, ni escuchaba a los perros ladrar tras de sí. Lemnas se puso en pie con el pecho acalambrado. Tomó el arco temiendo escuchar mal, lo tensó en dirección a los gritos y recordó a su pequeña fé, mientras el hombre abría estrepitoso el portón…
—Que sea lo que Dios quiera —dijo mientras soltaba la flecha.
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