Esa tarde, mientras el Sol aún rayaba el horizonte, y las nubes de tormenta apenas se formaban; Eris, cosía para su pequeño hijo el par de zapatos negros que su padre alguna vez dejo en casa. Él se había marchado años atrás para trabajar en el bosque, aunque no había vuelto a casa a pesar de los recados que mandaba su esposa cada mes.
La vida era dura, pero tenían un techo. Eris vivía en la casa cuyo peldaño en la puerta; arremolinaba las hojas de un viejo arce al pasar. Una casa de paja, retablos y moho, a mitad de camino entre el mercado y el puerto. Le llamaban a sus espaldas madre de lápidas, aunque aún tenía con ella la compañía de Dante, el único pequeño al que podía ofrecerle las botas.
—¡Dante, amor entra ya! —le llamó del vecindario. Pero aquel pequeño, no pretendía perderse el juego de luces que salpicaban la imponente estatua en que jugaba. Era el caballero lunar, su héroe favorito y lo tenía tan cerca, que casi sentía acompañarle en sus hazañas. Así que le miró. Puso su mano sobre la fría piedra negra, el musgo le humedeció la palma pero él solo sonrió, y trás una última mirada, se giró y regresó corriendo hasta su casa. «Algún día» —pensó, mientras sus pies descalzos chapoteaban en los charcos.
—¿Qué te dije al salir? —le cuestionó Eris, torciendo levemente sus rosados labios—, ¡Te dije que no tardaras! —gritó, tomándole de los brazos con cara seria— ¡La primavera ya viene! ¡Dijiste que vendrías de una vez! —¡Pero estoy bien, y estoy aquí! —le interrumpió el pequeño. Dante era jóven, pero no un tonto. Escuchaba a diario las lecciones de su madre, y sabía todo cuanto había mencionado sobre la primavera. Sabía que aún le faltaba comprender los colores del cielo, que el aire no siempre era húmedo, y que no siempre una sonrisa tiene buenas intenciones; o al menos, eso le recalcaba su madre cada que salían al mercado.
Eris le miró a los ojos. Esos ojos confundidos que se clavaban en ella sin entender porque le gritaban. Sólo entonces, comprendió que había sobreprotegido a su pequeño Dante; ¿Pero cómo no hacerlo? Había perdido a cinco de sus hijos, dos de ellos en un brote de primavera; y no estaba dispuesta a jugarse un tercero. Así que le acarició las mejillas, se hincó en sus rodillas y le abrazó con fuerza, como dedicando para él todo el amor que le debía a sus fallecidos hijos.
—Me lo recuerdas a él —dijo—, un hombre razonable. —se sonrió con los ojos llenos de pasado. —Pero no está aquí —increpó el pequeño. —Y un día sabrás por qué —le respondió recordandose el dolor de su mutua pérdida.
Esa noche, el viento de tormenta se filtró en la casa apagando las pocas velas. El aire se hizo frío y solo un par de cobijas sobre ellos mitigó el helado ambiente. Pero Dante no tenía intenciones de dormir. Añoraba entender el miedo de su madre a la primavera, y por qué si Dios era bueno, no les ayudaba.
—¿Mamá? —susurró entre los cálidos brazos de su madre—. Si Dios es bueno, ¿Por qué no detiene la primavera?
Eris se sorprendió por tan inesperado cuestionamiento. «¿Qué podría decir para saciar el volumen de tal pregunta? ¿Habría una respuesta realmente?» No importaba. Ella era una madre, y como todas, respondería de la mejor forma a la pregunta de su inocente acompañante, aún cuando esté siempre tuviese otra duda bajo el brazo.
—No lo sé… —dijo—, puede que no la detenga porque muchos animales comen de las flores que crecen con ella —caviló pensativa—. Pero no lo sé. Creo que Dios es sabio, si no lo ha hecho sabiendo lo que sufrimos, tal vez sea por algo más que no sabemos.
Dante, guardó silencio al escucharle. Entendía lo que su madre pretendía mostrarle, aunque su respuesta, era algo más que pobre para la magnitud de su duda.
—Si Dios lo hizo todo; ¿no puede hacer flores que no necesiten de la primavera? —añadió—. No me gusta que me grites.
«¿Quién puede responder a las preguntas que nadie se hace?» —pensó Eris, tumbada sobre su dorso y arropando entre sus brazos al pequeño Dante.
—¿Mamá? —replicó el pequeño, lleno de impaciencia por saciar su duda.
—No lo sé mi amor, en ocasiones es difícil saber qué es lo que hace Dios. —respondió Eris, mientras la luz de un gran relámpago iluminaba la habitación.
Aquél, permaneció incierto sobre el cielo, bañando de azúl celeste la penumbra de la noche. En largos años no se habría visto uno igual, y aunque este invierno era extenuante y especialmente tormentoso, ningún destello le habría hecho justicia a este.
—Cada año empeora el invierno —señaló Meltisetek, luego de ver al extraño relámpago imitar el centellear de la luz matutina—. Aunque este sí que fué uno grande.
—Sí… siempre lo son. —contestó el Rey.
Meltisetek, percibió la inquietud en la distante respuesta de su señor. Llevaba cincuenta y tres años al servicio de la corona, y poco más de treinta siendo el mejor amigo del Dios viviente al que todos llamaban Rey. No había nadie vivo que le estudiara con tanto fervor como él, aunque en aquella respuesta, cualquiera hubiese sentido un problema latente.
—¿Es Natanael, verdad señor? —cruzó los dedos y puso las manos sobre la mesa que compartían.
—¿Qué cosa? —replicó el Rey, algo distraído.
—La preocupación que tiene, mi señor.
—¿Tanto se nota?
—Un corazón alegre hermosea el rostro, señor.
—Habré de estar horrible entonces. —soltó sobre la mesa una humilde copa de madera, cambió su rostro por uno más amable, y regalando a aquél anciano hombre un vistazo de una lágrima suya, respondió con toda la compasión que se esperaría de un Dios:
—Estuvo tres días junto a la pira. Parecía incluso que al que habían prendido en fuego era a él. Pero no dije nada. ¿Cómo hacerlo? Si es que sé que no hay palabras que puedan reconfortarle. —se inclinó hacía enfrente y entrelazó sus dedos—. Conozco la desesperación. La impotencia que se siente cuando dabas por sentado a alguien importante y de repente ya no le tienes más. —dijo—. Tal vez sea el único que le entiende aquí, aunque no sepa cómo decírselo.
Meltisetek, escuchó dubitativo todo el argumento de su Rey. Esperaba poder devolverle las sabias palabras que había recibido el día en que falleció su esposa. Pero los años le habían alcanzado, su piel se había hecho fina y su mente, tan viajante como el barco en que se perdió su padre alguna vez. Ya no podría recordar a plenitud lo dicho, aunque al menos la idea general se conservaba.
—Señor… tal vez no sepa cómo se siente la eternidad —hizo una pausa—, pero sé cómo se siente el dolor. Una vez un gran amigo me dijo que siempre hay oportunidad para amar un poco más. Incluso en la desesperación de la soledad. —dijo—. Había perdido a mi esposa, ¡Al amor de mi vida! Estaba devastado por su pérdida, desolado. Pero aquél buen hombre me recordó a mi pequeño Gaspar. Un motivo para sonreír de nuevo. Un motivo para amarla más por el regalo que me dejó antes de marcharse.
El Rey le miró sorprendido. Gaspar era un hombre de cuarenta años y ya tenía su propia familia. Había pasado demasiado tiempo para que el anciano pudiera recordar, pero ni el peso de las décadas le robaban el aliento de aquellas palabras.
—Qué buen amigo tienes. —recalcó el Rey. —Lo es, —declaró el anciano—, aunque suele esconderse en la modestia.
—Todos somos necios cuando sufrimos, mi amigo. Nos aferramos a la felicidad que vemos pérdida y nos lastimamos con su ausencia, aún cuando sabemos lo que debemos hacer. —se puso en pie y regalando una última mirada al viejo Meltisetek, se despidió—: Descansa, mañana mandaré a llamar a Natan. Será un largo día. —y dando dos pequeñas palmadas al espaldar de la silla, se marchó sin mirar atrás.
Meltisetek, vió desaparecer a su Rey trás las puertas de la gran sala. Ya era tarde, pero él era muy viejo y el sueño casi siempre le rehuía, por lo que no habría un motivo para abandonar el lugar con premura, al menos no para dormir. Allí, observó con detenimiento los rostros de las veintitrés estatuas de sus predecesores, y reconoció lo pronto que estaría la suya también.
«Los veinticuatro ancianos» —pensó en lo que palpaba los pliegues de su piel en las mejillas. De pronto, la puerta se abrió estrepitosamente y por ella asomó un hombre empapado.
—¡Llamen al Rey! —jadeó—, O pronto no quedará nada. —y mientras hablaba, una certera flecha atravesó su garganta por detrás.
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