La noche pasó presurosa sobre los ojos del pueblo, pero no para él. Para él estaban las orillas de aquella ventana, el precipitar de la lluvia y una cama polvorienta. Y allí se le encontró para su cita. Callado, ebrio y escuchando en el silencio, que ya no sonaban los cubiertos siendo acomodados para cenar. Que la panza ya no gruñía pidiendo alimento, y notando, que todo parecía detenerse en su vida mientras el tiempo se olvidaba del dolor de la ausencia…
Incluso las calles habían abandonado las disputas, y la calma se tragaba el recuerdo de Azrael huyendo desnudo.
«"Te atraparé pequeño bastardo." » —retumbaba en la mente de Natanael, recordando a su amada Elena burlarse del descaro.
—¿Señor? —preguntó el guardía, viendo una silueta sentada de espalda junto a la vieja ventana—. Señor el Rey solicita su presencia.
—¿Y qué podría querer de mí? —espetó el caballero tras un incómodo silencio.
—No lo sé señor, yo solo he venido a informarle.
Natanael no quería apartarse de aquella ventana, no quería siquiera remover las nalgas de la quejumbrosa silla en que se sentaba; pero el presentarse ante su padre tal vez significaba esperanza. Una esperanza que ya no era visible, ni aún soñando despierto.
—Pues no hagamos esperar al viejo. —sentenció poniéndose de pie. No vistió su armadura, ni cargó con su espada. No se puso las botas, apuntaló sus guantes o enderezó su cinturón. Salió de la casa con los pies descalzos, un pantalón sucio y un camisón gris rumbo al palacio.
—Señor, disculpe. Le hace falta un poco de ropa.
—¿Eso importa? —dijo con voz átona. —Podría salir desnudo y un día no habrá nadie vivo para recordarlo. Que me falte algo de ropa no tiene nada de importancia.
El guardía no contrarió a su señor, guardó silencio junto al marco de la vieja puerta viendo con amarga sorpresa la decadencia de una leyenda. En la tierra de Sión, todos los niños alguna vez anhelaron conocer a los cuatro sagrados caballeros, sin embargo la realidad es cruda y a este jóven guardia le tocó la peor parte. Tenía que escoltar hasta el palacio cristalino a un vagabundo roñoso y los pobladores en las calles, no le ayudaban a terminar pronto. Se atravesaban y le escupían los pies, le miraban con odio y algunas mujeres más atrevidas, se sacaban los pechos jugueteando con ellos para provocarlo. Era el viudo más apetecido en la tierra y el hombre más envidiado. El único entre sus hermanos que se había hecho un hogar y una familia, aunque ahora se veía viviendo solo y en la mugre.
Mientras caminaban, Natanael se perdía en las ideas que consolidaban su culpa. No escuchaba a la muchedumbre y mucho menos plantaba ojo en las mujeres. Veía el revolotear de las aves sobre el gran arco blanco y dorado, envidiando entre otras cosas su fragilidad.
—Y este ¿Qué tiene que ver en este sitio? —preguntó el guardia de la puerta pensando ver un vagabundo. —Es el señor Natanael, le ha mandado a llamar el Rey. —declaró el escolta en total seriedad. El guardia palideció al escuchar la respuesta. Hubiera preferido faltar al trabajo esa mañana, pero ya había abierto la boca y las palabras en el viento no regresan. —Pasen por favor. —respondió entonces entre titubeos inciertos.
Estatuas, fuentes de agua y frescas flores de lavanda les guiaron hasta el muro inscrito, y en él, el gran portón el castillo.
—Hasta aquí voy yo, señor. Que tenga un buen día. —dijo el guardia, parado junto a las míticas puertas del gran salón. Puertas que siempre habían hecho sentir pequeño a Natanael con su imponente diseño, y que esta vez, le eran tan insignificantes como el retablo que resguardaba su casa. Pero no le importó. Extendió su brazo buscando las manijas del viejo portón, estaban tan frías como siempre. Y al tirar de ellas, le parecieron livianas; más no lo meditó. Sabía que era imposible, que era el mismo macizo madero de siempre, y trás abrir el umbral y poner los ojos en el lejano estrado; dos jóvenes de rodillas estorbaron su camino.
—No te voy a ayudar con ese fiambre, si a eso me has llamado. —señaló en voz alta, al ver la sangre en los cubos de madera.
No has venido por su causa, Natan. —respondió el Rey, poniéndose en pie para saludarle.
—Ah ¿No?
—No, te he mandado a llamar Natan, solo porque no has venido por tu cuenta. —agregó el rey con un triste semblante dibujado en su rostro. —Me preocupas. ¡Mírate! Sé por lo que pasas. —Extendió la mano intentando alcanzar el rostro de su hijo, pero él la retiró al verle cerca. No le interesaban las palabras o muestras de afecto que pudieran ofrecerle, menos aún cuando estas vinieran del todo poderoso creador. Después de todo, ¿No podría aquél que da la vida, devolverla si se ha perdido? ¿Dónde estaba aquella esperanza por la que había venido? Aquél rey, no parecía hacer todo cuanto podía para ayudarle, o al menos, eso era lo que Natanael sentía. Solo le veía siendo un soberano. Sentado en un gran trono de mármol, adornado con cientas de incrustaciones de oro en medio de un pueblo muriendo de hambre.
—Cállate… —le confrontó— ¿En verdad no te importa la muerte de las personas, cierto? —Natanael sentía la indiferencia que mostraba ante el crimen en sus puertas.
—¿Qué? ¿Por qué dices eso?
—Se muere alguien en tu sala, ¿Y te quieres sentar a tomar el té para hablar de la familia? ¿Al menos le viste? ¿O le mandaste a recoger antes de entrar?
—¿Me crees así?
—¿No hemos sido por siglos los que enmiendan tus errores? ¿Quién era? ¿Un campesino con hambre? ¿Una madre suplicando por sus hijos? —hizo una pausa recordandose a sí mismo— ¿Un esposo que lo perdió todo?
—Era un soldado de Trimineth. —arguyó el Rey, pensativo.
—¿Ahora masacras a tus enemigos aquí?
—¿Enemigos? ¡Son mi creación, mis hijos!
El afligido caballero se habría detenido, pero sabía que al fin había logrado hacer ver a su padre lo que todos eran en la tierra. Así que siguió.
—Ha de ser difícil cargar con todo ese ego a diario. ¿Hijos? ¿Les criaste? ¿Sabías el nombre de este? ¿Siquiera sabías de su existencia?
El Rey, le miró en silencio. Sabía que aunque era hiriente la forma en que lo decía, Natanael tenía razón. No tenía idea de porque aquel soldado llegó hasta su puerta, menos aún a lo que se refería al momento de entrar, y eso le dejaba indudablemente como un mal padre.
—Perdón que interrumpa, señor, pero Trimineth arde. —intervino Bharl, poco después de pasar junto a quienes limpiaban el suelo—. Incluso es visible desde aquí. —agregó haciendo ascos a la sangre.
El Rey, le miró algo confuso. En su mente aún se enfrascaba la idea que Natanael le exponía, y no lograba entender la magnitud del problema que su consejero presentaba. De pronto, la lucidez socavó entre sus preocupaciones y una pequeña carrera le llevó hasta el límite del empedrado balcón.
—¡Envía un regimiento de inmediato! —gritó desesperado al ver una nube negra arropando el horizonte. Pero su consejero, ni siquiera se inmutó.
—Señor, sabe que no puede hacerlo. —señaló—. Recuerde los tratados de Tel. No debe intervenir en ninguna ciudad, a menos que haya una carta sellada con la solicitud inscrita en ella.
—¡¿No puedo proteger a mi pueblo?! —le cuestionó preocupado. —¡¿Qué hay del soldado de anoche, tal vez traía la carta?!
—Eso supuse señor, pero ya pregunté en la morgue y no traía nada más que la armadura.
—¡Algo debe poder hacerse!
—Solo esperar, señor. Lo siento. —entrelazó sus manos y haciendo un gesto pesaroso, guardó silencio. Gabriel, quien recién llegaba al salón, no se hizo esperar con sus comentarios, e irrumpiendo en la conversación, hizo una muy aguda observación al encorvado anciano.
—¿Qué es lo que sientes, Bharl? Siempre pensé que eras una piedra parlante.
El consejero, rápidamente le dirigió la mirada.
—Señor Gabriel, no es momento de comentarios; Villa Trimineth arde y estamos de manos atadas. —Pero el caballero, no le creyó. Pensaba que aquello solo era un juego para responder a su broma, más una ligera mirada al horror en el semblante de su padre; le espantó.
—¿Es cierto entonces? —le preguntó angustiado.
—lo es…
—¿Y qué estás esperando? ¡Convoca a Auriel y Azrael, debemos partir cuanto antes!
—¡No puedo! ¡Hay tratados que me lo prohíben! —gritó y un gran trueno sacudió los cielos.
—¿Dejarás que la gente lo pierda todo por un papel con opiniones?
—¿Y qué puedo hacer? ¿Iniciar una guerra por un incendio?
Natanael, resentía el escuchar tantas excusas para actuar, y no quería prolongar su estancia ni un minuto más. Le asqueaba la idea de ver reducido al todo poderoso señor de Sión, a un simple mediador por contrato.
—¿Puedo retirarme? —preguntó, ansioso por regresar a su habitual ventana.
—No, aún no terminamos de hablar.
—A mi me parece que sí. —arguyó Natanael mirándole con odio—. La mediocridad ya te consumió del todo.
Gabriel, quién aún no salía de la impotencia entre sus emociones, tomó por el cuello a su hermano y poniendo un pie tras los suyos, le empujó brutalmente hasta estrellarlo con el suelo.
—Cuida tu forma de hablar, es a padre a quien te diriges. —le gruñó.
Los ánimos estaban caldeados, y el Rey se sentía inútil. Pero eran sus hijos, y no quería confrontaciones entre ellos, menos aún si Natanael, era víctima de sus sentimientos.
—No Gabriel, déjalo, entiendo lo que siente. —dijo—. He hecho por tí todo cuanto he podido, Natan. Escuché tus súplicas el día en que te enamoraste, le dí a tu amada la oportunidad de no envejecer jamás; y hasta la cuidé cuando cayó enferma. No juzgues a este viejo por algo de lo que no puedes culpar a nadie.
Un corto silencio estremeció el lugar, mientras Natanael, se ponía sobre sus pies. Y entonces, cuando hubo sacudido el polvo de sus manos impugnó con furia:
—En eso te equivocas, padre —enfatizó el odio en sus palabras—. Porque sí te culpo. —solo entonces, regresó a su sepulcral silencio, se dió vuelta y marchó en dirección a la puerta.
Así pues la noche cayó, mientras Natanael, acudía como siempre a su imperdible ventana. No comió, ni se aseó, mucho menos intentó dormir, solo se sentó en aquella vieja silla a clavar la mirada como siempre en el envejecido marco.
Después de todo…
¿Qué importancia podría tener impartir justicia para el que no puede tenerla? Tal cuestionamiento, era el motivo de volver a aquél marco de madera. Pues allí, el mundo se resumía en sus esquinas como quien mira una pintura conocida de tiempos mejores.
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