En la mañana, poco antes del alba y justo después de la noche, una pequeña multitud fué hallada desmembrada en la calle contigua al mercado en la ciudad. El aire aún conservaba el aroma del rocío mañanero, y el suelo, que siempre sentía la humedad de la noche correr por sus calles; de pronto sopesaba la viscosidad de la sangre manchando sus laderas.
No hubo testigos, tampoco pruebas, vestigios o indicios de algún culpable. Solo un sanguinario patrón de pieles negras cubriendo el sendero de extremo a extremo.
—Parece un crimen de odio. —señaló Azrael, abriéndose camino entre la curiosa multitud.
Natanael le miró con desgano mientras se acercaba.
—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó tajante—. No se supone que estés de entrometido en lo que no te incumbe.
Azrael, percibió un descontento en el semblante de su hermano y una indiferencia apenas contenida en su mirada. Habían pasado dieciocho días desde la muerte de Elena, demasiado tiempo en silencio, sin probar bocado y apenas pegando el ojo para dormir. No debía estar rondando las calles fuera de su guardia, pero no había nadie que pudiera ordenarle nada a él, o a cualquiera de sus hermanos.
—No pretendo entrometerme. —respondió Azrael, abogando por el miedo en la mirada de la guardia—. Es solo que escuché el rumor y quise venir a ver.
—Pues ya te puedes largar. —espetó Natanael, apenas girando el amargo rostro para verle.
Sus ojos, parecieron entonces secos y enfermos. Bajo ellos, unas negras bolsas salpicaban de color su lúgubre semblante. Y en sus labios, la carne que por mucho tiempo disfrutó la compañía de su amada; se tornaba quebradiza, casi empapelada y marchita; debido a la prolongada sed que se negaba a saciar.
—Me marcharé cuando lo considere oportuno, —paseó los ojos por la multitud—, esta gente no merece vivir con miedo en sus casas.
—Nadie lo merece. —le interrumpió Natanael, saltando al tejado a su izquierda—. Pero el mundo es injusto aunque yo sea su juez. —Y trás lanzar una frívola mueca, se marchó.
Una parvada de palomas salió a volar a su paso y mientras se alejaba, apenas cubierto por un pantalón, Azrael sintió en su corazón que algo con él estaba terriblemente mal. No era solamente que Natanael estuviese falto de empatía, era también que parecía enfermo y eso se supone era imposible. Así que partió al palacio. Sabía que tenía el deber de reportarlo, aunque no le gustaba la idea de expresar un crimen como aquel a su señor.
—¡Padre! —gritó llegando al palacio—. ¡Padre, algo muy malo está ocurriendo!
El Rey, quién pensaba que Azrael se referiría al incendio de Trimineth, no se sorprendió.
—Si… Un incendio consume el sur, pero no te desgastes, no puedo hacer nada. —dijó. Mas Azrael, quién ocupaba su tiempo entre pechos y labios, no sabía a lo que su padre hacía referencia.
—¿Incendio? —replicó, en lo que giraba el rostro al balcón a su derecha. Solo entonces, todo fué claro. A lo lejos, más allá de los muros y mucho antes de las montañas, las nubes ardían en llamas como si un segundo amanecer se asomase por los campos de tulipanes. Rojos, púrpuras y naranjas, se tornaban los lejanos cielos del horizonte en dirección al poblado de Trimineth.
—¿Cómo es que no puedes hacer nada? ¡Tú eres el creador! ¡El Rey! ¡Pide y las montañas se moverán! ¡Proclama y todo oído escuchará!
—Y si mi palabra no vale, ¿De qué sirve que la montaña se mueva? Si mi proclama no tiene importancia, ¿Qué oído querrá escucharla?
—¿De qué hablas? —le cuestionó confuso.
—He hecho promesas en papel para todos los rincones dónde habite el hombre, si las rompo, mi palabra no tendrá valor.
—Entonces miles morirán por un papel. —señaló Azrael, camino al balcón. Se sentía enojado, triste, oprimido de dolor. «¿En qué momento el hombre puso leyes sobre la voluntad de Dios?» pensó. Y aunque la desesperación quiso hacerle desobedecer y huir al sur, sabía que el corazón de su padre no merecía más desgracia.
El Rey era un hombre viejo. Alto, de cabellos blancos y una espesa barba igualmente platinada. Cubría sus hombros con una fina capa blanca y un jubón beige, que hacía juego con sus ojos grises. Ojos que no habían parado de ver los horrores del mundo desde sus primeros días.
—Cuando llegaste, hablabas de algo más. —dijo el rey, recordando el motivo de su visita.
—Es Natan, padre, parece enfermo. Está pálido, huesudo y completamente indiferente. —se giró para mirar a su padre—. Esta mañana hubo una masacre, y a él pareció no importarle en lo absoluto.
El Rey le miró incrédulo. —Eso es... imposible. —murmuró entre dientes.
—La guardia puede que sepa algo, pero estaban aterrados. Dudo que vayan a hablar.
—Basta… —arguyó el Rey, incómodo—. Tráeme a esos guardias, y busca a Gabriel, es quién ha estado al pendiente de Natanael. Él sabrá responderme mejor.
Azrael salió de inmediato en busca de su hermano. Sabía que podía encontrarlo junto al mercado, pues solía pasar la tarde jugando con los niños, o escuchando las historias de los ancianos. Era un hombre bondadoso. Siempre atento a las necesidades del pueblo y siempre siendo el primero en hacer lo correcto. Se le conocía a la distancia por su inmaculada armadura blanca y su inconfundible banderola roja, color que según él, hermanaba a todos los seres de la tierra.
En el mercado, Gabriel armaba figuras en papel para un par de niños. Se encontraba sentado sobre una piedra, entre hierbajos, debajo de un gran pino. Su banderola serpenteaba con el viento, como saludando la presencia de su hermano menor.
—No esperaba verte hoy —dijo al verle llegar—. Pero siempre hay espacio bajo este pino para uno más —se arrastró hacia la derecha y dejó en aquella piedra un lugar para sentarse.
—¿Por qué siempre vienes a este sitio? —le cuestionó Azrael mirando el papel en sus manos. —Porque la diferencia entre niños felices y adultos amargados está en sus experiencias —respondió él, entregando a uno de los niños una pequeña garza de papel—. Y tú ¿A qué has venido? —Padre me envía —declaró Azrael cambiando el dibujo de su rostro.
Gabriel sabía que era algo importante. Azrael era conocido como el héroe sonriente, y no era común verle con cara larga.
—¿Pasa algo? —indagó, deteniendo una segunda garza de entre sus manos. —Ha habido una masacre, padre te pide que te asegures que Natanael no tenga algo que ver. —¿Crees que pudo haberlo hecho? —le cuestionó, apenas dejándole terminar.
—No importa lo que yo crea —hizo una pausa mirando a las hojas marchar con el viento—, lo importante es lo que creas tú.
Gabriel terminó la figura entre sus manos, llamó a un pequeño niño y tras revolverle los cabellos, se puso en pie.
—Si supieras cuánto importa la opinión de todos, no habrías permitido que se hundiera en la tristeza al escuchar al pueblo. —sentenció tomando camino.
Al llegar al lugar y tras abrir la mohosa puerta; Gabriel, le encontró poco menos que desvanecido y distante junto la misma envejecida ventana. Jugaba con un estatero de plata, mirando al horizonte con los ojos perdidos y los pensamientos en conflicto. Era evidente el aplastante peso que soportaba su desgastada mente, pero Gabriel, no veía más allá de la figura de su hermano, sentado en una vieja silla junto a aquél plato rebosante. No atisbaba la enmarañada locura que se entretejía en su cabeza, y como esta, le exprimía entre dudas y certezas al soñar con proclamarse como el nuevo rey de Sion.
«¿Cómo más podría resarcir la injusticia del mundo?» —pensaba.
—Dicen que no viniste anoche, Natan. —intervino Gabriel, tomando un polvoriento jarro de una mesita junto a la puerta—. Quise venir a ver como estabas. —continuó, mientras hacía ascos a la mugre de tal vasija. Pero al igual que la última ocasión, el silencio imperó en el tétrico lugar.
—Azra dijo que te vió hoy, junto al alboroto de la mañana. —instó, buscando que aquél hombre rendido en la ventana, le dedicara al menos una excusa de sus acciones. Pero Natanael, permaneció incierto. Tan quieto en la calma de aquella habitación, que si alguien hubiese entrado a robarle con afán, no le hubiera visto ni aunque le hubiera pasado por el lado.
—Siento lo de ayer, sé que no tengo excusa porque sé por lo que pasas… también sé que no tienes mucho deseo de hablar con nadie, pero… Me inquieta pensar… ¿Fuiste tu? ¿Mataste a esa gente? —Natanael ni siquiera se inmutó. No parecía siquiera estar escuchando, pero esto no detendría a Gabriel.
—Natan, necesito saber si puedo confiar la vida de otros sobre tus hombros. —hizo una pausa y continuó—. Porque necesito a alguien que toque el viejo campanario, y eres el único al que esperan encontrar en un mismo lugar. No sospecharán de tí cuando todo termine.
«¿El viejo campanario? ¿Para qué quiere hacerlo sonar?» —pensó Natanael, apenas escuchando a su hermano hablar.
—¿Qué quieres que diga? Puedo entender que no me quieras hablar. —espetó Gabriel, mirando con impaciencia un pequeño hoyo en la madera de la pared—. Pero no eres el único que ama en esta tierra. Mientras pierdo mi tiempo aquí, padres pierden a sus hijos y esposos a sus esposas. —guardó silencio y regresó los ojos a la polvorienta mesa junto a la puerta—. Puedes cambiar la suerte de otros, evitarles lo que sientes y hacer la diferencia por la que juzgas a nuestro Padre.
—Ellos morirán igualmente con la conciencia en paz. —señaló Natanael, en un secó murmullo—. No tenían nada que hacer para evitar su destino y eso harán al final… Nada.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿A qué quieres llegar, Natanael?
—¡Justo lo que dije! —grito, tan tristemente que las negras bolsas en sus ojos se hincharon buscando exprimir una lágrima—. Estuve ocupado. Pude… haber ido con ella por esas estúpidas raíces. Pude haberme quedado en la cama como me lo pidió esa mañana… —hizo una pausa, mientras las palabras se le anudaban a la garganta—, pude haber hecho mil cosas, pero no lo hice. Y ahora me lamento soñando lo que pudo ser.
»Quiero el descanso de una tumba, pero esta me rehuye...
¿Cómo se calma una herida que no sangra? ¿Una que mata peor que la muerte, porque se lleva las ansias de seguir con vida? No había respuesta y Gabriel lo sabía.
—No te culpes. —fue lo único que pudo responder—. Nadie hubiera sabido lo que estaba por ocurrir, lo sé, porque hubieras sido el primero haciendo algo para evitarlo.
—Tienes razón… Fue culpa de todos. La vieron partir y hasta le abrieron las puertas de roble lunar… Nadie la acompañó, nadie la detuvo… nadie le advirtió. —dió un manotazo sobre la moneda de plata—. Sé lo que ella era para tí. Siempre has sido verdaderamente mi familia, pero dame tiempo y déjame sangrar la herida. —dijo, volteando su mirada a Gabriel—. Hasta que se muera este dolor que se niega a dejarme vivir.
Su voz, sonó profundamente sensata mientras apartaba la vista. Parecía haber encontrado la paz que por mucho tiempo buscaba, y por desgracia para todos, nadie podría saber si accionaría aquel viejo campanario.
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