Sentado en la barra de un bar poco después de la medianoche, el joven caballero Azrael coqueteaba con Martha, la hija menor del panadero. Llevaban seis noches viéndose en este lugar, y al menos otra media docena de veces, en un oscuro callejón junto a la panadería de su padre.
Para nadie era un secreto la vida de Azrael, sus leyendas de incontenible lujuria, y las incontables odas a su amor por la cerveza. Pero aquella noche la urgencia de compañía buscaba ahogar la desesperación de la impotencia. Y Martha, era todo lo que sus manos, ojos y corazón necesitaban en aquél momento.
—Es hora de irse… —dijo Martha, luego de tomar de los labios del caballero un último beso.
Aquél fué un roce apasionado y mesurado. Como una invitación, un continuará; o un abrebocas de lo que podría ocurrir en la noche o las siguientes noches. Al sentirlo, Azrael, no pudo hacer más que esbozar una estúpida sonrisa de esperanza. Había pasado toda la noche sumergido en los pechos de la joven Martha, bebiendo ron y bailando estrepitosamente por todo el lugar. Ignoraba, que la joven mujer moría de deseos por arrancarle la ropa e intimar con él sobre la mesa de centro, a la vista de todos. Pero que se detenía, solo por verle enloquecer de deseo por poseer sus caderas.
—¡Muéstrame el camino entonces! —exclamó Azrael, llevando por última vez un jarro de espumosa cerveza a su boca.
—Me iré sola. —resaltó Martha, intentando hacer mayor el desespero en el gran caballero sonriente.
—¿Sola? —se cuestionó Azrael—. ¿Por qué sola?; ¿Puedo acompañarte hasta la puerta entonces?
—Solo si es la del bar. —contestó Martha dirigiendo su caminar hacia la fría calle. Un listón rojo le amarró a prisas los cabellos, y una sonrisa suya pareció insinuar que deseaba ser jalada por ellos, aunque Azrael no lo notó.
Desconcertado, el legendario héroe pagó su ronda y al pararse bajo el marco de la puerta, una pequeña voz le devolvió la esperanza.
—Ella es Martha. —dijo Dante. Un pequeño niño sentado junto al portón sobre el único escalón que le separaba de la calle—. Ella es buena. —continuó el pequeño—. Su papá debe llamarla tres veces cada mañana; pero ella siempre aparece después de que se quema el pan.
El alegre caballero no apartó la mirada de Martha. Estaba hipnotizado con el siseante contoneo de caderas que llevaba al caminar, pero al tener los ojos puestos en lejanos parajes y no en su camino, el ebrio caballero tropezó cambiando el cálido beso recibido, por el frío impacto de los adoquines en el suelo.
—¿Qué haces aquí, niño? —le reprochó, después de girarse y quedar tumbado boca arriba sobre los charcos de la calle. —Estoy esperando a alguien. —contestó el infante muy decidido a continuar la espera.
—¿Qué podrías estar esperando a esta hora en la calle, dónde están tus padres? —instó Azrael.
Una incómoda mueca le respondió sin palabras, pero tras una mirada del imponente caballero, el pequeño Dante respondió.
—Papá dijo que una señora se llevó a mamá —se tomó de manos—. Solo estoy esperando a que pase, quisiera irme con ella también.
—¿Por qué una señora se llevaría a tu mamá ? —miró con extrañeza al niño. —Porque papá dijo que todos nos iremos con ella algún día.
Conmovido por la cruda ignorancia que acababa de escuchar, Azrael, se sentó junto al pequeño, y en un sincero deseo de acompañarle guardó silencio contemplando la noche.
Aquél cielo estaba limpio. Negro en los extremos visibles de la calle, pero azul claro a medida que se acercaba al blanco platinado de la luna. Las estrellas salpicaban todo cuanto se podía ver hacia arriba, y abajo, en la ciudad, los tejados centelleaban el pálido reflejo del astro nocturno.
—Mamá dice que el sol golpeó a la luna —musitó Dante—, por eso está rota. Dice que al sol no le gustaba que brille en las noches y por eso la rompió.
El viento sopló fuerte, y el frío de la noche arreció sin clemencia, pero Azrael no hubiera preferido estar en otro sitio que no fuera aquél escalón, junto a aquél pequeño.
—Ten. —dijo el caballero sonriente, arropando al pequeño Dante con la banderola en su espalda—. Hace frío. —Agregó—. Conocí a alguien que decía que la luna y el sol se amaban. Creía que por ello compartían un mismo cielo, aunque nunca pudieran encontrarse. Solía decirme… que el sol escribió una carta de amor con estrellas, y que cuando la luna la vió al salir en la noche, se rompió de tristeza al recordar que no podrían estar juntos. Decía que el creador se apiadó de su soledad, y que desde entonces, el sol resplandece con fuerza sobre los montes de Meanluine. Pues allí, a la luz de un nuevo amanecer, al fin tienen la oportunidad de coincidir.
El pequeño lanzó una larga y emotiva mirada al horizonte.
—¿Osea que si pudieron estar juntos? —preguntó, mirando muy fijamente a la luna desperdigada por el cielo.
—Si… —sonrió Azrael—. Significa que ahora lo están.
Dante, guardó silencio completamente feliz de conocer la historia de la luna, pero su joven mente, no le permitió guardar para sí lo que había entendido.
—Esa historia suena mejor que la de mamá. —señaló. —Pero un día, será la historia de tu madre la que quieras recordar cuando llegue la noche. —le afirmó Azrael mientras le acariciaba la cabeza.
—¿Señor?
—¿Sí?
—¿Tiene algo de comer? Al panadero no se le ha quemado el pan en la mañana.
—¿Quieres decir, que no has comido nada hoy?
—No… Martha se levantó temprano.
La ligera ebriedad del caballero, se esfumó con las palabras del pequeño Dante. Aquella era una realidad muy cruda para una mente tan jóven, con cada minuto que pasaba, parecía hacerse incluso peor.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Azrael, mirando al pequeño a la cara.
—Dante señor, como mi papá. —sonrió, devolviéndole la cálida mirada al caballero.
—¿Y qué hay de él, Dante? ¿Dónde está?
—Mi papá es leñador, vino antes de que mamá se fuera, pero ya no quiere abrirme las puertas de casa. —se miró los zapatos. Grandes, como de adulto—. El señor de la tienda dijo que se fue con mamá; pero yo creo que se enojó conmigo por venir aquí y dejarlo solo.
Consternado, el alegre caballero se puso en pie y extendiendo su mano al indefenso pequeño, le hizo una esperanzadora invitación a comer.
—Dante, ¿Te parece bien si te llevo a mi casa? Allí hay mucho para comer.
—Mamá dice que no ande con extraños. —respondió el pequeño con gran pesar.
—Y yo también te diría lo mismo, pero no puedo dejarte aquí en la calle. No es correcto que estés solo y con hambre; mucho menos a esta hora y en este lugar.
—¿Y si viene la señora y no estoy?
—Ay pequeño… —tomó aire y respondió—. A la muerte no se le busca ni se le espera, ella siempre te encuentra sin importar donde te escondas.
Y entonces, con estas simples palabras el pequeño Dante partió junto al héroe sonriente. Ya no habría frío, soledad ni hambre; aunque aún debía comprobarse la historia del infante de la calle. Pero esa sería una ocupación para otro momento.
Comments (0)
See all