Y al amanecer del tercer día, Gabriel acudió a la gran sala. Pensaba decepcionado en la silenciosa noche anterior, y en cómo su amado hermano no intentó siquiera negar su culpabilidad. Pero ¿Acaso lo era? ¿Podría inculparlo? Ciertamente debía hacerlo. Natanael era un guerrero formidable. Un portento histórico sólo igualado por sus hermanos, y un peligro para toda la tierra si es que seguía libre al llevar a rastras la culpa.
—Fuí con Natan ayer. —dijo Gabriel, sentado en el escalón que llevaba al trono. La sala se sintió enorme, incluso más grande que antes. Las estatuas parecían mirarle, juzgarlo mientras él intentaba encontrar la forma de decirle a su padre lo acontecido.
—Y… ¿Cómo está? —preguntó él. —Ausente… —contestó el caballero—. Me espanta pensar que pueda tener algo que ver con lo sucedido ayer. —le miró con vergüenza—. Tiene resentimiento por el pueblo. Cree que cualquiera pudo haberla detenido y nadie lo hizo.
El rey, se levantó de aquél escalón de piedra. Le estorbó su posición despreocupada e incluso se sintió juzgado juntamente por las estatuas.
—¿En verdad crees que pudo haberlo hecho? —arguyó. —No lo sé Padre, está fuera de sí.
—Entiendo. —puntuó el rey con voz átona. Y mientras hablaba, el lejano metal del campanario resonó para la eternidad una vez más. Solo entonces, Gabriel sintió la suave caricia de la inocencia clamando a lo lejos, pues quién si no un inocente, llamaría a la misericordia por perderlo todo.
—¿Qué es ese sonido? —indagó Bharl, sacando las manos de los profundos bolsillos de su túnica.
—¡Son campanas! —respondió Gabriel.
—¿Campanas? Es la primera vez que las escucho.
—Pero no es la primera vez que suenan. —intervino el Rey lleno de alegría—. Es el llamado a los héroes. El sonido que promete devolver la esperanza.
Gabriel, se levantó de aquel escalón en un sobre salto. Ciñó su cinturón, besó en la frente a su padre y lanzándose por el balcón, cayó en la calle que llevaba al mercado. Atrás quedaba el palacio cristalino con cada paso marcado en la humedad de la tierra, pero allá, en la sala que conducía a aquél balcón; aún quedaba la incertidumbre de un Rey y el extraño interés de un anciano estricto.
—No… entiendo, señor. ¿A qué se refiere? —replicó el consejero, casi mudo frente a la situación en la sala. —Cuenta la leyenda, que el gran campanario clama por aquellos que no tienen voz. Y que su sonido proclama a la tierra la libertad de los héroes. —Perdón señor, pero sigo sin entender. —musitó Bharl mirando hacía el balcón. —Al menos así se les cuenta a los niños. —continuó el Rey—. Pero en realidad, Bharl, significa que los cuatro caballeros del Rey, son libres de actuar por el bien mayor. Por un tiempo, no tendrán superiores, o leyes que los obliguen a mantener un comportamiento… son libres.
Bharl, quedó helado frente a la revelación del Rey. Creía haber conocido todas las extrañas tradiciones de la ciudad de Tristán, pero ciertamente, aquella era para él una tierra plagada de misterios. Llevaba veinte años al servicio de la corona, y cuarenta estudiando la historia de sus ancestros. No debió haber tenido una sorpresa como aquella, aunque podía perdonarse a sí mismo la ignorancia, pues su fuerte no eran los cuentos infantiles.
Minutos antes, mientras las hojas de mil arces se arremolinaban en el este de la ciudad, y los cúmulos de nubes se estiraban como colmillos a la tierra, Asrael, llegaba a la catedral para recibir la santa bendición del matrimonio. Había sido atrapado con las manos indebidamente puestas en el cuerpo de una jóven, y su padre, buscaba hacerle pagar por su osadía. Le traían por el brazo. Forcejeando a penas para parecer que no quería hacerlo, pero caminaba igualmente a la catedral. Traía consigo solo una bota de cuero marrón, una camisa blanca y un cinturón sin abrochar. Pero era él, y aunque andaba casi desnudo, la gente podía reconocerle aún sin su maya platinada y su legendaria banderola verde.
—No me llenarás de nietos sin una bendición primero. —decía el hombre que le arrastraba.
De pronto, el gran estruendo del campanario resonó en lo alto de la catedral, y Azrael, supo que era hora de poner fin a su teatro.
—¡Señor, lamento mucho el incordio pero debo irme! —gritó alegremente, ciñéndose el cinturón—. ¡Saludeme a don Faendal de mi parte!
—¿Quién es Faendal? —replicó el hombre.
—¡El sacerdote! —respondió Azrael, lanzando un último grito bajo un naciente aguacero de tormenta.
Un fuerte crujido advirtió la apertura de la puerta, y de ella, un anciano calvo y barbado asomó la cabeza. Vestía un manto blanco algo manchado por el paso de los años, unas sandalias de esterilla y una cuerda de crin de caballo en la cintura. Y aunque su mirada denotaba largos años de lectura, en aquel momento y por un breve instante, la juventud de sus días le sonrió en los ojos al ver marchar al caballero sonriente.
—Ahhh, el jóven Azrael; ¿Cuando va a sentar cabeza? —reflexionó el viejo.
Un terrible escalofrío recorrió la espalda del preocupado padre de familia, «¿Cómo era posible?» pensó. Y sin más dilación, hizo al sacerdote la única pregunta a la que no deseaba conocer su respuesta.
—¿Le conoce, padre?
Extrañado, el sacerdote le miró incrédulo. ¿Cómo era posible que alguien no conociera al legendario caballero sonriente? Pero haciendo caso omiso a la ignorancia, le aclaró el proceder de su relación con Azrael.
—Él viene aquí cada semana. A decir verdad, usted Jacobo, no es el primero en querer atarlo en matrimonio. Y mucho me temo que no será el último. —suspiró, en lo que el enfurecido padre de familia emprendía la carrera tras el veloz caballero.
—¡Vuelve aquí, pequeño bastardo! —gritaba, intentando hacer entrar en razón al ladrón de la virtud de su hija.
La tormenta finalmente empeoró más allá del recuerdo de los viejos. Y el cielo incluso pareció vaciarse y tomar forma. Pero esto no detuvo el diluvio que cayó a tierra cubriendo las estrechas calles. Ríos y riachuelos se abrieron paso por cada rincón. Algunos se ahogaron y otros se estamparon a gran velocidad contra las paredes que les encausaban… cuando se necesitó a legendarios caballeros, estos finalmente no acudieron.
—Y bien… ¿Qué es esta vez? —gritó Auriel, lleno de emoción camino a las puertas de roble lunar—. Da espanto ver el cielo comportarse así. ¡Si es que pareciera que desea mordernos!
—Un incendio consume el sur. —respondió Gabriel. —Un dragón. —dijo Natanael, contrariando la respuesta de su hermano. Su voz, sonó diáfana e increíblemente seca. Era como escuchar el castañear de las piedras convertidas en un susurro de espanto.
—¿Qué has dicho? —replicó Gabriel, dudando aquello que escuchaba. —Anoche salí a la atalaya sur. Quería entender… qué le pasó a Elena. Y entonces lo ví. Enorme y lejano, arremolinando el humo con cada imponente aleteo.
Atónito, Auriel detuvo su marcha. ¿Cómo podría haber otra criatura como aquélla? Y aunque tuvo un desbordado miedo comiéndole el alma, intentó esconderlo lo mejor que pudo.
—Quizá sea cierto eso que dicen... —señaló Azrael uniéndose al grupo. Se apuntaba los guantes, y pertrechaba su armadura, pero entonces, cerró la boca de repente con la mirada clavada en el suelo. «Dónde la dejé» —pensó con la cara larga puesta en la apenas visible mampostería.
—¿Y qué es lo que dicen? —le cuestionó Gabriel, confuso ante el repentino silencio de su hermano. ¿Acaso debía preocuparse por ello? Azrael era todo, menos un hombre que pudiera cerrar la boca. Les habría metido cientas de veces en situaciones bochornosas, gracias a que según sus hermanos, no usaba la cabeza correcta para pensar en aquello que se pudiera decir.
—Bueno… Dicen que el dios de la destrucción que adoraban en Tel, si existe. —agregó Azrael distraído, y de repente, una leve queja explicó el porqué de su silencio—. Ahhhrg… Creo que perdí mi bragueta.
Una gran risotada ensordeció el tintineo de la lluvia en el metal de las armaduras. Natanael en cambio, permanecía en un tétrico silencio a la espera de la apertura de la puerta. Su enmarañado cabello negro se le escurria por el rostro, advirtiendo con el flasheo de los rayos tejiendose entre las nubes, la nula expresión en su cara.
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