Trimineth ardía ferozmente hasta sus cimientos. Las pequeñas casas de esterilla que un día resguardaron sueños e ilusiones, de repente, cocinaban vivas a generaciones de incansables trabajadores bajo su regazo. Nadie escapa de la muerte, dijo alguna vez un caballero a media noche; pero aquellas solitarias calles no eran otra cosa que un vivo ejemplo de esas palabras, y Azrael, podía verlo. El fangoso suelo que un día alimentó a miles con sus cultivos, de pronto, se arropaba con cientos de cuerpos en sus laderas. Madres e hijos, abuelos y nietos. Caballos, ganado y otras formas que pudieron ser gatos o ratas… todo estaba reducido a cenizas apenas comprensibles.
Auriel se sintió inquieto con el paisaje frente a sus ojos. Estaba aterrado por la idea de encarar de nuevo un dragón, aunque de momento, aquél rumor se escapaba entre las bocanadas de humo que emanaba la tierra.
—Hay que separarse —declaró Gabriel deteniendo su caballo—, busquen sobrevivientes. —Si esas cosas aún están aquí, no tendremos oportunidad estando separados —intervino Natanael a su izquierda. —Entonces iremos de a dos —sacó su espada, recordando el peligro latente—. Azra, vienes conmigo. —sentenció Gabriel desapareciendo entre el humo.
La visión era escasa y el hedor muy fuerte. Cientas de personas se habrían cocinado vivas y su aroma aún impregnaba el aire en la región. El barro del lugar era duro como piedra, y a los costados del camino, la madera de casas y negocios crujía por el calor inclemente del fuego. Pero a pesar del caos y las cenizas, no había señales de la bestia alada mencionada.
De pronto, un fuerte sonido quebrantó la noche, y mucho antes de que alguno sintiese nuevamente el peso de sus testículos entre las piernas, a su izquierda, dos enormes dragones atravesaron la última edificación en pie.
Diez metros de altura separaban sus erguidas cabezas del suelo. Y sus cuerpos, tan robustos como ligeros, reflejaban entre escamas platinadas y negras las centelleantes flamas a su alrededor
—¡Oh, Mierda! —murmuró Auriel—. ¡Baja la cabeza, aún no nos ha visto!
Ambos atizaron sus monturas. Tales no eran lugares para un caballo, pero los animales no flaquearon. Se comportaron con valentía como si supieran a quién cargaban sobre sus lomos. Cruzaron sobre escombros aún ardientes, y pasaron sobre docenas de cuerpos calcinados, y justo al llegar al seco lecho del río, antes de alcanzar al primer dragón, Natanael bajó de su montura y rápidamente desapareció en la espesura del humo a su izquierda.
—¡¿A dónde vas?! —gritó Auriel estupefacto. —¡¿Cómo se supone que vaya a matar esta cosa solo?! ¡Natan! —le llamó por última vez, pero aquél hombre no le escuchó.
Flecha tras flecha se fue vaciando el carcaj, y mientras Auriel dudaba en provocar daño alguno; un fuerte e insospechado coletazo apareció de entre las llamas arrancando la montura bajo sus pies. Doscientos metros más adelante, sucio y trás haber sido brutalmente escupido; Auriel, aún débil por el golpe y tirado boca abajo, buscó entre sus fuerzas el aliento para levantarse. No podía moverse con libertad, sentía que moriría, su corazón de alguna manera se lo gritaba. Y cuando las fauces de aquel enorme lagarto le daban la bienvenida; el legendario espadón carmesí apareció volando implacable entre las cortinas de humo. Centelleaba la plenitud de las llamas al girar, casi como si ardiera en un fuego rojo, furioso e incontenible. Cruzó los escombros, atravesó el humo, y con el bailar de las ascuas en el aire, se clavó tan firmemente en el ojo de la mortal bestia, que hundió su hoja hasta poco más allá de la ennegrecida empuñadura.
Guturales rugidos de dolor se escucharon desde la gran sala del palacio, en lo que la bestia se retorcía emprendiendo la huída. Entonces, tan rápido como el vuelo de la espada; apareció entre las crepitantes ascuas el imponente Natanael. Quien saltando sombrío y errático desde una cornisa calcinada, tomó el mango de su arma, y tirando de ella, forzó al dragón a desviar su rumbo.
Solo la luna fué testigo de su hazaña. Y allí cuando el tiempo al fin pareció dar tregua y detenerse, él, el legendario héroe de la justicia; bañó las piedras de la hasta aquél entonces inexistente sangre de dragón, haciendo parecer que el adversario imposible de vencer, no era otro más que el errático hombre.
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