El lunes 8 de enero Javier había llegado temprano a la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades. Las vacaciones habían terminado y él imprimía los ejemplares del Periódico del Campus. Miguel también estaba ahí, ayudando a acomodar los diarios. De pronto, tomó uno y leyó el titular de la primera página. Entonces preguntó:
— ¿Así que hoy el Partido Marrón toma posesión del cargo?
— ¿Se te había olvidado? —respondió Javier.
Miguel bajó el ejemplar y siguió acomodando los demás.
— ¿Cómo te fue en ética? El maestro Uribe quitó diez puntos a quienes no fueron a la última clase.
—Saqué noventa. No me afectó.
— ¿Qué? ¿En serio? Yo con trabajo saqué setenta. Uribe es bien estricto. Por cierto, ¿lograste cargar Fundamentos de Relaciones Públicas?
—Sí.
—Genial, yo también. Estaremos juntos.
—Pero no iré hoy.
— ¿Vas a faltar? ¿De nuevo?
—Tengo que ir a la ceremonia de derecho. Ya sabes, el cambio de consejo.
—Creí que no necesitábamos un artículo de eso.
—Miguel, todo lo del consejo es importante. Ya van a dar las ocho. Termina de acomodar los periódicos y entrégalos. Ya me voy.
Javier se internó en los pasillos de su facultad y pronto apareció en aquel camino de cemento que lo llevaría hasta derecho. Pronto aparecieron las altas columnas y el búho en los libros. Varios estudiantes también llegaban y se dirigían a la explanada para asistir a la ceremonia. Javier los siguió. De reojo, vislumbró un rostro pálido y de párpados caídos que iba en dirección contraria. ¿Sería Luisa Pereira o algún otro miembro del Partido Plateado? Fuera quien fuera, estaría evitando ir a la ceremonia de cambio de Consejo Estudiantil. ¿Cómo culparlo? A nadie le gusta presenciar su derrota. Javier siguió caminando y llegó a la explanada. Varias sillas de plástico estaban acomodadas enfrente del escenario improvisado, viejo y oxidado. Javier se dirigió a la primera fila y se sentó lo más en el centro posible.
Arriba en el escenario, había dos hileras de sillas. En la primera estaban los miembros del actual, casi anterior, Consejo Estudiantil. En la segunda, por otro lado, se encontraban los cinco miembros del Partido Marrón. En las sillas de la izquierda estaban Julio y Carlos; en las de la derecha, Guadalupe y Amparo; en la silla de en medio estaba Adrián, tan sonriente como siempre. Con la barbilla en alto y los ojos entrecerrados, Adrián contemplaba al público. Aquella imagen de Adrián fue opacada por una maraña de cabellos oscuros. Era Helena.
— ¿Puedo sentarme aquí? —Preguntó mientras señalaba la silla al lado de Javier.
Él se balanceó de un lado a otro, intentando ver a Adrián, pero aquellos cabellos estaban tan esponjados que resultaba imposible.
—Como quieras —respondió.
Helena se sentó. Se veía tan pequeña en la silla de plástico.
Javier se cruzó de brazos y se giró hacia ella.
— ¿No tienes que ir a clases?
—Lo mismo quisiera saber, señor responsable.
Javier apartó la mirada y la enfocó nuevamente en Adrián. En aquel momento, dos estudiantes vestidos de negro, un muchacho y una muchacha, quienes eran los mismos anfitriones de la presentación de propuestas, subieron al escenario y se colocaron detrás del estrado.
— ¿Te acuerdas de la novela que te comenté? —Preguntó Helena.
Javier acomodó el codo en el brazo de la silla y la cabeza en su mano.
—Pues —siguió Helena—, ahí hay tres personajes que creo que te podrían interesar.
Los estudiantes vestidos de negro tocaron el micrófono del estrado un par de veces.
—Buenos días a la comunidad estudiantil que nos acompaña —dijo la muchacha.
—Así como a los profesores y a las autoridades —continuó el muchacho.
Helena se hundió en la silla, casi desapareciendo, con la cara roja como un tomate.
—Les damos la más cordial bienvenida a la ceremonia de cambio de Consejo Estudiantil.
—Sin más demora, empezamos.
El Presidente Estudiantil y Adrián se levantaron de sus sillas y caminaron hasta el frente del escenario. El sol de la mañana los iluminó y los acogió con sus rayos. Algo pequeño y dorado resplandeció en el cuello de la camisa del Presidente Estudiantil. Los alumnos anfitriones se acercaron a ellos, se acomodaron a su lado. Entonces, el muchacho quitó aquel puntito brillante del cuello del presidente y se lo pasó a la muchacha. Luego ella se lo colocó a Adrián. Aquel puntito resultó ser un broche con las letras "PCE". El presidente, quien ahora se había convertido en un estudiante cualquiera, regresó a su silla. Los alumnos anfitriones volvieron al estrado. Adrián se quedó unos segundos ahí, solo, con la barbilla dirigida hacia el sol, y las manos entrelazadas en su espalda, hasta que los miembros faltantes del Partido Marrón se acercaron a él y lo acompañaron.
— ¡Recibamos con un fuerte aplauso a nuestro nuevo Consejo Estudiantil! —Dijo la muchacha.
Los gritos y los vítores resonaron por toda la explanada, por toda la facultad y por todo el campus. Algunos alumnos se pusieron de pie y gritaron los nombres de todos los miembros del Partido Marrón, del actual Consejo Estudiantil. El nombre que más se escuchó fue el de Adrián.
—Les agradecemos su presencia —dijo el muchacho—. Pueden regresar a sus labores.
Algunos alumnos se dirigieron a sus salones, pero la mayoría se arremolinó en el escenario y rodeó al nuevo consejo.
La multitud de estudiantes quería hablar con Adrián, tomarse fotos con él y darle la mano.
— ¿Nos vamos? —le dijo Helena.
Adrián hablaba con cada uno de los alumnos con una sonrisa de oreja a oreja que dejaba ver sus dientes blancos. Les respondía como si todo su tiempo fuera para ellos. Se dejaba tomar fotos con cualquier alumno que se le acercara. Saludó a cada uno, como quien saluda a un amigo. Alrededor de Adrián se había formado un muro, un muro de alumnos que encapsulaba su nuevo camino como presidente. ¿Javier podría pertenecer a él?
—Sí —respondió.
Él y Helena se levantaron de sus asientos y caminaron hacia la entrada de Derecho. Vieron uno que otro alumno que entraba a su salón de clase, otros que compraban algún bocadillo en la cafetería. Fuera de eso, casi todos los estudiantes se encontraban en la explanada. Sus voces se esparcieron como murmullo por todo el campus. Sin decirse nada, Javier y Helena siguieron caminando hasta la entrada. De pronto, se detuvieron. Colgada por cada extremo de las altas columnas, había una pancarta que decía: “NO QUEREMOS AL PARTIDO MARRÓN EN EL CONSEJO”. Detrás de la estatua del búho, apareció Luisa Pereira con megáfono en mano.
— ¡Alumnos, compañeros, debemos abrir los ojos! —Gritó— ¡Nosotros, como estudiantes de derecho, no debemos permitir los engaños! ¡Debemos unir fuerzas y oponernos a las estafas! ¡Es nuestro momento de luchar por un mejor futuro! ¡Queremos justicia, queremos resultados! ¡Afuera la corrupción, afuera los fraudes!
Estudiantes que pasaron por ahí murmuraron y se rieron por lo bajo. Incluso alguien se detuvo a tomarle fotos a Luisa.
Helena agarró a Javier del brazo.
—Vámonos —dijo ella.
Javier se dejó llevar por Helena, se dejó llevar por aquel camino de cemento que lo llevaría de vuelta a su facultad. Se dejó llevar para huir de aquella imagen, de aquellas palabras, de aquella pancarta. Se dejó llevar por aquella mano de trapo. Mientras se alejaba, miró hacia atrás, hacia la dirección de las blancas columnas, del búho, de la pancarta y del megáfono. Miró hacia atrás y pensó que Adrián no se merecía aquella manifestación.
Al día siguiente, Javier esperó a que sus clases terminaran para dirigirse al cubículo del Consejo Estudiantil de Derecho. Cuando llegó a la entrada de la facultad, una centena de carteles que decían “Afuera la corrupción, afuera el Partido Marrón, afuera Adrián Hernández” le dieron la bienvenida. Luisa seguía detrás de la estatua del búho, gritando la misma palabrería que la vez anterior. Algunos alumnos que caminaban por ahí pasaban de largo sin siquiera mirarla. Otros se detenían a tomarle fotos mientras se reían con sus amigos. Unos cuantos incluso le escupían en los pies y pintarrajeaban los carteles. Pero ninguno, ni uno solo, se quedó en la entrada de derecho para escuchar lo que Luisa decía, mucho menos para leer los carteles. Javier tampoco fue la excepción. Aceleró el paso y llegó al cubículo. Tocó la puerta un par de veces y luego la abrió sin esperar respuesta. Adentro estaban todos los miembros del Consejo Estudiantil. Guadalupe y Carlos estaban en sus laptops, tecleando sin parpadear. Adrián y Amparo se encontraban detrás del escritorio, viendo algo que Julio les mostraba en su celular. De pronto, Adrián y Julio estallaron en carcajadas. Amparo solo frunció el ceño.
—No les hagas caso —dijo Guadalupe sin quitar los ojos de la laptop—, han estado así desde ayer. ¿Cierras la puerta?
Javier se apresuró a obedecer.
— ¡Qué groseros son! —Se quejó Amparo.
Javier se acercó al escritorio.
—Pues ¿qué tiene de malo? —Preguntó Julio.
—Ya, tranquila —dijo Adrián.
— ¿Qué sucede? —quiso saber Javier.
—Esto, wey, un momazo de la Luisa —Julio extendió su celular para que Javier viera la imagen.
— ¿Qué? —Volvió a preguntar Javier, sin ver lo que Julio le enseñaba.
— ¿A poco no te has enterado de la ridiculez de Luisa? —Preguntó Carlos, dejando de teclear en la laptop.
—Claro que sí, si por eso vine.
— ¿Ya ves? —Le dijo Julio a Amparo—. Tú también deberías tener sentido del humor.
— ¿Viniste a reírte de Luisa? —Suspiró Amparo.
—No, no —dijo Javier—, vine para comentarles lo que podemos hacer.
— ¿Hacer de qué? —Adrián se inclinó hacia adelante y colocó los codos en el escritorio.
—Sobre Luisa, para detenerla. Pensaba en escribir un artículo y...
—Estás pasado de lanza, wey —dijo Julio.
—Sí, no creo que tengamos que hacer nada —concordó Adrián.
— ¿Ya escuchaste lo que está diciendo de ti?
—Claro que sí y me vale madres. Solo la está haciendo de pedo porque no ganó. Todos lo sabemos.
— ¿Entonces piensas dejar que continúe con todo esto?
—Que haga el pancho que quiera. Con tal, tiene derecho a expresarse.
—Y nosotros de hacerle momazos —dijo Julio.
Javier guardó silencio. Carlos escribió en su laptop. Amparo se cruzó de brazos. Guadalupe ni siquiera prestó atención a la plática. Adrián y Julio se rieron otra vez, seguramente de otro meme sobre Luisa. A lo mejor era cierto, a lo mejor Javier exageraba en cuanto a la manifestación, a lo mejor no había que hacer nada.
Javier salió del cubículo y caminó hacia la entrada de la facultad. Se detuvo y contempló a Luisa. Su piel era tan pálida que se fundía con la blancura de las paredes y de las columnas. Sus párpados caían sobre sus ojos como las hojas marchitas de los árboles. Su voz era opacada por el ruido de los camiones destartalados que llegaban a la facultad. Si Javier cerraba los ojos, Luisa podía desaparecer fácilmente en las paredes, en las hojas, en los camiones, desaparecer como algo ordinario y de poco valor. Si se esforzaba, hasta podía olvidar su presencia.
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