Adrián se despidió y se marchó hacia su salón de clases. Javier se quedó ahí, enfrente del cubículo del Consejo Estudiantil. Para averiguar más información sobre el secuestro de Luisa Pereira necesitaría conseguir algunos contactos para entrevistar. Por ejemplo, sus padres, las autoridades de la Facultad de Derecho, incluso amigos cercanos. Pero lo más importante era asegurarse de realizar las investigaciones sin que Adrián se percatara.
¡Ping!
Javier revisó su celular. Era un mensaje de Miguel: “Ya empezó la clase D:”.
¡Ping!
Otro mensaje de Miguel: “El salón está llenísimo. Pero ntp, te guardé un lugar”. Javier guardó su celular, ignorando las insistentes notificaciones de Miguel y se dirigió de vuelta hacia su facultad. Primero pasó por el camino que conectaba con las oficinas administrativas de derecho y después por el que conectaba con la entrada. Ahí, entre la pancarta, los carteles y la foto de Luisa Pereira, enfrente de la estatua del búho, se encontraban Felipe, Daniel, Antonio y Rosario, los miembros del Partido Plateado. Sus ropas negras contrastaban con su piel de cera, su posición de firmes hacía juego con sus párpados caídos, con su ceño fruncido y con la mueca de sus labios. Los cuatro se parecían a Luisa, los cuatro se parecían entre sí, como una entidad de cinco cabezas, como un cuerpo colosal que ha sido decapitado y ahora vaga sin dirección fija.
Javier los observó y ellos, sincronizados, le devolvieron la mirada. Aquel simple gesto del Partido Plateado provocó que el aire fuera succionado y reemplazado por un vacío gélido que recorrió la columna de Javier. Sintió que alguien le aprisionaba el pecho y lo retorcía, como un trapo sucio de cocina. Javier avanzó hacia ellos, con pasos pesados y lentos.
— ¿Puedo hablar con ustedes? —Preguntó.
El Partido Plateado mantuvo la mirada fija en él.
—Es sobre Luisa.
El Partido Plateado se volteó y se dirigió hacia la cafetería. El único que se quedó ahí fue Felipe, quien lo contemplaba con unos ojos grandes y cristalinos, tan transparentes que parecían escudriñar su alma.
—Estoy investigando el secuestro de Luisa.
—No tenemos nada que decir —sentenció Felipe.
Sus palabras llegaron a Javier como un torbellino de hielo que lo tragó y lo golpeó.
Felipe se marchó y se unió a los demás miembros del Partido Plateado. Fueron otra vez una misma entidad, una entidad eternamente incompleta. Una entidad que se ha encerrado en una muralla. Y Javier necesitaba averiguar cómo traspasar aquella fortaleza.
***
En los días siguientes, Javier intentó averiguar el número telefónico de la casa de Luisa para hablar con sus padres. Preguntó en el Control Escolar de Derecho, pero no se lo proporcionaron. Luego entró a Facebook y les envió inbox a Francisca Lizárraga y Pablo Lozano, así como a otros contactos de derecho, pero ninguno conocía su número telefónico. También les envió inbox a Felipe, Daniel, Antonio y Rosario para hacerles la misma pregunta, pero lo dejaron en visto.
Javier tenía los hombros pesados, los ojos enrojecidos, incluso la espalda adolorida. En los últimos días había dormido poco y sentía las consecuencias. Necesitaba dormir, pero en su lugar se quedó en Facebook. Hasta hacía poco, su página de inicio estaba repleta de imágenes y publicaciones relacionadas con Luisa Pereira, pero ahora solo veía videos de perros y gatos, imágenes de comida, noticias sobre el calentamiento global y memes que no entendía.
¡Ping!
Javier agarró su celular. Había recibido un mensaje de Adrián. “Wey, ¿en dónde te has metido?”. Asentó el celular, pero enseguida lo volvió a agarrar y releyó el mensaje. Acercó el dedo hacia el ícono de la aplicación, pero se detuvo enseguida. Dejó el celular y se sumergió nuevamente en Facebook, en aquel mundo donde Luisa Pereira desaparecía por segunda vez.
Por suerte, no fue el único que se percató de aquel detalle.
El siguiente lunes por la mañana, Javier acompañó otra vez a Miguel a repartir los ejemplares del Periódico del Campus. Fueron de facultad en facultad, empezando por la suya y terminando en derecho. Cuando ya estaban cerca de ahí, escucharon voces, gritos y aplausos. Sin saber qué sucedía, siguieron caminando. Con cada paso, las voces y gritos se tornaron más audibles.
— ¡Ya ha pasado más de una semana desde el secuestro de Luisa Pereira, nuestra compañera! ¡Hasta el momento, las autoridades no han dicho nada sobre el caso! ¡Exigimos que se siga investigando, exigimos resultados! ¡Exigimos que Luisa no sea una cifra más! ¡Exigimos que el Consejo Estudiantil tome el caso!
Javier y Miguel llegaron hasta la entrada de derecho. Ahí vieron a Felipe, enfrente de la estatua del búho, hablando a través de un megáfono. Alrededor de él se aglomeraron estudiantes, quienes aprobaban sus palabras con aplausos y vítores. En la pancarta y los carteles de Luisa había nuevos mensajes escritos con marcador permanente.
Javier siguió su trayecto hasta la cafetería para dejar los periódicos. Después, dio media vuelta para tomar el camino de cemento que lo llevaría a su facultad. Cuando pasó cerca de la entrada de derecho, mantuvo la mirada enfrente y guardó silencio. Incluso cuando ya había avanzado lo suficiente para que los gritos de la manifestación fueran apenas un murmullo, Javier se abstuvo de decir cualquier cosa. Quien habló primero fue Miguel.
—Esos abogados son bien intensos.
Javier asintió.
En su interior, entre las palabras que quería decir, sintió un pequeño cosquilleo que le formaba una sonrisa y que le iluminaba los ojos. Su investigación por fin progresaría.
El resto de la mañana transcurrió con normalidad. Javier asistió a sus clases y entregó sus tareas. Después fue al cubículo del Periódico del Campus y avanzó con sus deberes. Finalmente, en la tarde, se dirigió una vez más a la Facultad de Derecho, pero en esta ocasión fue para encontrarse con alguien diferente, con alguien que no era Adrián.
—Me gustaría hacerte unas preguntas acerca del secuestro de Luisa Pereira.
El rostro de Felipe, bajo aquel sol de invierno, sudaba. Felipe era una vela que por fin se había encendido.
—Ya te dije que no.
— ¿Por qué no? —Inquirió Javier—. ¿No querías justicia para Luisa?
—Eres el perro faldero de Adrián Hernández.
—Seré su amigo, sí, pero esta es mi investigación. Al igual que tú, yo también busco justicia.
Felipe y sus ojos azules observaron a Javier de arriba abajo, recorrieron su silueta y se detuvieron en su rostro, como si quisieran buscar el punto de entrada hacia su mente, el punto que les permitiera conocer sus verdaderas intenciones. Segundos después, finalizó el examen y dijo:
—Está bien. Vayamos a la cafetería.
—No, mejor vamos a educación.
Si a Felipe le pareció extraña esa propuesta, no lo dijo. Asintió lentamente y se dirigió con Javier a la Facultad de Educación. Una vez ahí, fueron a la cafetería y se sentaron.
—Y bien, ¿qué quieres saber? —Preguntó Felipe.
Javier sacó una libreta y pluma para apuntar. Después, con el permiso de Felipe, abrió la aplicación de grabadora en su celular.
—La información oficial dice que Luisa fue secuestrada el 16 de enero y fue encontrada sin vida el 21 de enero, en las afueras de la ciudad. No se menciona que su cuerpo haya presentado señales de violencia. ¿Crees que los medios están ocultando la causa de muerte de Luisa o todavía se desconoce el factor de su muerte?
Felipe levantó la mirada hacia el techo de la cafetería.
—Sí encontraron la causa de su muerte —respondió, pronunciando individualmente cada sílaba—. Fueron pastillas para dormir.
— ¿Estás diciendo que...?
—Que todo apunta hacia el suicidio. Sus padres pagaron a los reporteros para que no lo dijeran.
Javier miró su libreta en blanco. Sintió la pluma entre los dedos. El tiempo corría.
—Si tú conoces esto, ¿por qué iniciaste con la protesta? He escuchado que pides respuestas.
—Porque no me trago esa versión. Estoy seguro de que hay algo más.
— Entonces, ¿por qué no comenzaste antes?
Felipe cerró los ojos.
—Primero por el shock. No podía creer lo que había pasado. Después me puse a pensar: ¿qué tal si fue por mi culpa? ¿Qué tal si pude haberlo evitado? Me sentí responsable. Debí haber sabido que algo andaba mal. No me podía perdonar la muerte de Luisa, no me podía perdonar haber sido tan ciego para no ayudarla cuando pude haberlo hecho. Me daba vergüenza.
— ¿Qué te hizo cambiar de opinión?
—El tiempo pasó y las personas ya no comentaban la desaparición de Luisa. Alguien tenía que hacer algo para mantener el caso abierto. Y como nadie lo hizo, decidí hacerlo yo. Ya que no la pude ayudar antes, la ayudaré ahora.
—Entonces, ¿crees que pudo haber sido un secuestro?
—Tal vez.
— ¿Notaste algo diferente en Luisa semanas antes de que desapareciera?
—No realmente. Desde diciembre solo comentaba sobre Adrián y la presidencia estudiantil. Solo pensaba en qué hacer para destituirlo. Eso ya lo deberías saber, tú la habrás visto.
— ¿Y unos días antes?
Felipe abrió los ojos y miró, otra vez, hacia el techo de la cafetería.
—No realmente. Aunque... Bueno, seguía hablando de Adrián, pero —entrecerró los ojos— era ¿diferente?
Javier se enderezó.
— ¿Diferente cómo?
— ¿Cómo explicarlo? Antes hablaba de él con relación a la presidencia del Consejo Estudiantil, ¿ya sabes? Decía que no era capaz de llevar tal puesto. Pero después sus comentarios se volvieron más ¿personales? Como si en verdad le cayera mal. Me parece que incluso mencionó algo de un pacto. Pero no sé mucho sobre eso.
En el pecho de Javier se formó un hueco tan profundo que ni siquiera el ruido podría salir de él. Adrián nunca le mencionó nada sobre un pacto.
—De acuerdo —Javier mantuvo la vista en su cuaderno. — ¿Hay algo más que quisieras agregar?
Felipe negó la cabeza.
—Quisiera preguntarte algo más —añadió Javier—. ¿No te parece el secuestro de Luisa un tanto extraño?
— ¿Extraño cómo?
—Por ejemplo, nunca se pidió un rescate.
Felipe observó a Javier con esos ojos que podían ver el alma.
—Creo que los dos sabemos por qué —fue lo único que dijo, dando fin a la entrevista.
Javier regresó a su casa aquel día sin saber qué pensar. Se acostó en la cama, con los ojos abiertos, recordando cada una de las palabras de Felipe. Se quedó así: no se movió, no revisó su celular, no se preocupó si Adrián lo necesitaba. Se quedó así hasta que se durmió.
Los días siguientes asistió a clases e hizo su tarea, evitó hablar con las personas, mantuvo conversaciones cortas, faltó a las reuniones con su equipo del Periódico del Campus, esquivó a Helena, respondió los mensajes de Adrián y envió a buzón todas sus llamadas. Adrián había seguido con la vida, para él solo existía el Consejo Estudiantil. En cambio, Javier se había atascado en el caso de Luisa Pereira, en las palabras de Felipe. Fue entonces cuando, dos semanas después de la entrevista, decidió ir a ver a su amigo al cubículo del Consejo Estudiantil.
— ¡Hasta que te presentas! —lo saludó Adrián.
Tenía ojeras y el ceño fruncido. Su sonrisa característica era ahora un simple trazo. ¿Dónde había quedado aquel niño que rebosaba alegría en Navidad?
Los dos estaban solos entre aquellas cuatro paredes blancas.
—He estado ocupado —respondió Javier.
Los movimientos de Adrián eran rápidos y temblorosos. Definitivamente no era cómo Javier lo recordaba.
— ¿Para qué me necesitabas? —Preguntó Javier.
— ¿No te has enterado? —Quiso saber Adrián. —La noticia de Luisa ha regresado. ¡Todo el mundo quiere saber de ella! Por alguna puta razón quieren que el consejo haga algo.
—Tú me pediste que no investigara más.
—Ya sé que te lo pedí. Pero, no mames, ¿por qué meten al consejo en esto?
Adrián lo miraba fijamente.
—Pues habla con el periódico de tu facultad y pídeles un artículo, coméntales que el Consejo Estudiantil también está haciendo de su parte, aunque no sea verdad.
—Para qué pedírselo a ellos si te tengo a ti.
Javier se fijó en las ojeras y en la palidez de su amigo. Faltaban el sol dorado de su sonrisa y las estrellas de sus ojos. Examinó sus rasgos y solo pudo decir que sí.
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