Un jueves a mediados de febrero, cuando Javier llegó a la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades para tomar sus clases, se encontró las paredes del edificio tapizadas de carteles rojos. Lo que en un inicio Javier pensó que eran decoraciones del día de San Valentín, resultaron ser letreros sobre Luisa Pereira, letreros que pedían que se le hiciera justicia. Caminara donde caminara, solo veía aquellos letreros con la cara de Luisa en ellos. Mientras más avanzaba hacia el centro de la facultad, con dirección a la escalera en forma de caracol, más gente había. Javier fue esquivando la creciente multitud con intención de llegar a su salón de clases, pero llegó un momento en que quedó atrapado. Algunos estudiantes tomaban fotos con sus celulares, otros se paraban en puntillas con la esperanza de ver algo.
— ¡Permiso, permiso! —Dijo alguien que se abría paso hacia el frente.
— ¿Miguel? —Preguntó Javier, reconociendo a su amigo.
— ¿Javier? —Se detuvo Miguel, con celular en mano. — ¿Tú también viniste aquí a tomar fotos? Y yo que creí que tendría la exclusiva.
— ¿De qué hablas?
— ¿No has entrado a Facebook? Alumnos de todas las facultades se pusieron de acuerdo para organizar manifestaciones a favor de Luisa Pereira. Quieren que las autoridades sigan investigando su caso. Creo que también dijeron algo sobre el consejo de derecho, aunque no recuerdo bien.
— ¿De veras?
—Sí, de veras. Oh, alguien se movió. ¡Iré a tomar fotos! —y se alejó entre la multitud.
Javier avanzó en dirección contraria. Tan pronto se vio libre buscó el camino de cemento que conectaba las facultades entre sí y se dirigió hacia derecho. Quizás encontraría el cubículo vacío, pero aun así sintió en su pecho, como una pequeña soga que resiste al desgarre, que debía intentarlo. Corrió y llegó a la entrada de derecho. Ignoró los carteles y las pancartas de Luisa, ignoró las palabras de Felipe y los aplausos de los alumnos, siguió corriendo y cuando estuvo frente a su destino, tocó la puerta. Enseguida se abrió y vio a Amparo.
— ¡Vaya! Pasa, pasa —dijo ella—. Estamos en reunión.
Javier obedeció. En el cubículo también estaban Adrián, Julio, Carlos y Guadalupe, todos ellos sentados. En una esquina, se encontraba Helena, con su cabello despeinado y las manos sobre el regazo.
—Esta reunión es secreta —sentenció Guadalupe.
—Relájate, que es de confianza —dijo Adrián, todavía con el rostro lleno de ojeras.
— ¿Al igual que esta de aquí? —Señaló a Helena. — ¿Cuál es el sentido de tener estas reuniones si medio mundo va a entrar?
—Solo serán ellos dos.
—Bueno, pero ¡que no digan nada! ¡Y que no se atrevan a interrumpirnos!
Javier asintió y se sentó en la esquina opuesta a Helena.
— ¿Qué hacemos con las manifestaciones? —Preguntó Adrián.
—Nada de nada —dijo Julio.
—Pero si no hacemos nada —señaló Guadalupe— nos evidenciarán y perderemos prestigio.
—Podríamos dar un apoyo a la familia —sugirió Amparo—. Tenemos presupuesto suficiente.
—En lugar de dar el apoyo a la familia, podríamos donarlo a alguna organización a nombre de Luisa —comentó Carlos.
Javier, como había prometido, guardó silencio durante la reunión. Resistió sus ganas de hablar, de expresar su opinión, aunque esta fuera un movimiento positivo o negativo con la cabeza; se mantuvo quieto y callado como si estuviera en una clase aburrida. Helena, en cambio, alzó los ojos hacia el techo y los cerró con fuerza; tenía las manos inquietas.
—Disculpen —dijo en un hilillo de voz—, pero quisiera preguntar algo.
Todos la voltearon a ver. Algunos con duda, como Adrián, otros con enojo visible, como Guadalupe.
—A ustedes les interesa el caso de Luisa, ¿verdad? Es que, por lo que dicen, me da la impresión de que no.
Javier cerró los labios con fuerza. Carlos y Amparo se miraron entre sí. Guadalupe se cruzó de brazos. Julio suspiró. Adrián observó a Helena.
—La verdad es que nos da igual —respondió Adrián—. Tampoco es que tuviéramos el poder para hacer algo.
Helena se puso roja como un tomate y bajó la mirada; sus cabellos erizados le cubrieron el rostro. Se encorvó de hombros y se hizo tan pequeña que desapareció de ahí. Todos regresaron a la reunión y hablaron como si aquella interrupción jamás hubiese existido. Al final, por recomendación de Amparo, decidieron donar dinero a alguna organización para las víctimas de secuestro. Todos creyeron que era buena idea y votaron a favor. Julio, Carlos, Amparo y Guadalupe se fueron a sus clases. Javier se levantó de su esquina y se acercó a Adrián.
—Wey, te encargo el artículo sobre la donación —le dijo Adrián.
—Lo tendré listo para el lunes —respondió Javier.
—Sale.
Javier se dirigió a la puerta para regresar a su facultad. Se acordó, entonces, que Helena también estaba ahí. Se giró hacia ella y la vio con Adrián, quien, agachado frente a ella, le desordenaba los cabellos. Helena parecía una muñeca de trapo, vieja y rota, que había sido tirada a la basura.
—Así te ves bonita —alcanzó a escuchar.
Javier apartó la mirada y salió del cubículo.
***
Era lunes por la mañana y Javier había decidido ayudar nuevamente a Miguel a repartir los periódicos a las facultades.
— ¿Sabes? Creo que me estoy acostumbrando a esto —canturreó Miguel.
—No te acostumbres que solo te acompaño porque no tengo nada más que hacer —respondió Javier, colocando algunos ejemplares en la cafetería de educación.
—Ajá —Miguel guiñó un ojo. — Vámonos, compañero, que solo nos falta derecho.
Tomaron el camino de cemento para llegar a la última facultad del campus. Llegaron al mismo tiempo que Felipe, quien enseguida se acomodó para iniciar con las manifestaciones a favor de Luisa.
—Por alguna razón —comentó Miguel— derecho se ve colorido, ¿no te parece? Quizás sea por los carteles, no sé. Es raro que un secuestro haya unido tanto, no solo a la facultad, sino a todo el campus. Hasta esos del consejo hicieron una donación en su nombre, —apuntó a los periódicos— nunca pensé que pudieran tener corazón.
—Todo el mundo tiene uno —respondió y, en secreto, miró a su alrededor.
Miguel tenía razón: los carteles de Luisa revistieron la Facultad de Derecho: blanco, negro, azul, verde, rojo, eran algunos de los colores que se veían en las cartulinas, en las hojas y en las tintas de los marcadores permanentes. Alrededor de la foto de Luisa también había ramos de flores y cartas. Alumnos se acercaban a Felipe para escuchar sus palabras diarias; algunos incluso se tomaban de las manos.
Javier y Miguel dejaron los ejemplares restantes en la cafetería y regresaron a su facultad. Durante el camino, Javier pensó en Felipe, pensó en sus esfuerzos para pedir justicia para Luisa, pensó en todos los alumnos que había reunido, que había convencido, pensó en el movimiento que había formado, pensó que pronto las autoridades tomarían cartas en el asunto. Pensó y repensó en Felipe durante todo el día, durante toda la tarde, en sus clases, en su reunión con el Periódico del Campus. Pensó tanto en Felipe que se imaginó coches de policía entrar a la facultad. Quizás, se dijo, habían ido por el caso de Luisa.
Se marchó a su casa y almorzó, tomó una siesta y se bañó. Fue hasta la noche que entró a Facebook y leyó la publicación de la página oficial de la Facultad de Derecho: “Lamentamos la desaparición del alumno Felipe Lozano”.
Los policías no habían ido por Luisa, no habían ido a buscar la esperanza, sino la desgracia: habían ido por Felipe.
A estas alturas, Felipe Lozano se había convertido en un objeto de la Facultad de Derecho. Pero, a diferencia de Luisa, él no era una escalera más o un pasillo más. Felipe se había convertido en las flores que crecen con la primavera, se había convertido en los adornos que embellecen cada estación. Felipe, aunque parte de la facultad, también era parte de sí mismo. Felipe era de aquellos objetos que se sabe que van a llegar (por ejemplo, el árbol en Navidad) para anunciar algún acontecimiento. Y cuando desaparecen, es para notificar el término de este mismo. Felipe era notorio. Felipe era estridente. Felipe se había colocado en la Facultad de Derecho de manera temporal pero penetrante. Felipe había hecho ruido, Felipe había movido a los estudiantes, Felipe era la transición a un nuevo orden, a una nueva etapa. Felipe había dado la bienvenida al movimiento a favor de Luisa Pereira. Pero también despediría la calma que se había vivido hasta ese momento.
Cuando Felipe desapareció, todo el campus lo notó.
Cuando Felipe desapareció, todo el campus tuvo miedo.
Cuando Felipe desapareció, los pasillos se silenciaron, se desalojaron.
Cuando Felipe desapareció, los alumnos supieron que él no sería el último.
Porque cuando Felipe desapareció, toda la fe de los alumnos se derrumbó.
Porque cuando Felipe desapareció, los alumnos entendieron el problema en el que se encontraban.
Nadie estaba a salvo.
Nadie estaba seguro.
Cualquiera podría ser el siguiente.
Y Javier lo sabía.
Agarró su celular y llamó a Adrián. Después de tres largos timbrazos, su amigo le respondió:
— ¿Qué quieres?
Javier dio un salto.
La voz de Adrián resonó como navajas.
— ¿Qué pasó? —preguntó Javier.
—Nada. —se escucharon unas respiraciones. —Solo discutí con Helena. Ya sabes cómo es: toda una pinche exagerada. Solo me habla sobre Luisa. Ahora me habla sobre Felipe también. Que no mame, ¿yo qué puedo hacer en todo esto? Y para el colmo me habla sobre esta estúpida novela que tanto le gusta. Hasta me dice que me parezco a uno de esos personajes.
Javier supuso que se refería a la misma novela que Helena le quería contar. Al parecer, hasta a Adrián le había tocado la cátedra. De pronto sintió un interés sobre aquella historia que tanto se había rehusado a escuchar. Si había logrado que Helena y Adrián discutieran por ella, debía ser importante.
— ¿Y tú qué, también me echarás en cara todo lo malo que hago?
Javier recordó el rostro de su amigo, su palidez y sus ojeras. Se acordó también de Felipe. Sin embargo, dijo:
—No, solo quería decirte que descansaras.
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