Por más que Javier preguntó quién era aquella persona, Helena solo dijo:
—Lo tienes que ver tú mismo.
Pero ¿cuándo? En cualquier momento podía suceder una nueva desaparición. El siguiente segundo podría ser muy tarde.
Helena pareció leerle la mente, porque añadió:
—Le enviaré un mensaje para ver si nos podemos reunir ahorita.
Unos segundos después llegó la respuesta afirmativa.
—Está en el campus. Vamos.
Helena se dirigió al camino de cemento que conectaba su facultad con las demás. Javier la imitó.
El término “campus” era muy extenso. Pero era claro que aquella persona debía frecuentar ese lugar. Podría tratarse de algún alumno o profesor, podría tratarse de cualquiera. Cada vez que alguien se cruzaba por su camino, se preguntaba si era el contacto de Helena. Pero jamás se detuvieron para hablar con nadie. Pasaron por la facultad de psicología, luego por la de economía, y siguieron caminando.
Helena andaba en silencio, con los hombros de muñeca de trapo y con los cabellos enredados que se alaciaban en la raíz. ¿Qué estaría pensando?
—Oye, sobre aquella novela... ¿Por qué te gusta tanto? —preguntó Javier.
La facultad de educación quedó atrás.
Helena giró la cabeza hacia Javier; sus cabellos flotaron cual nubes.
— ¿Estás interesado? —quiso saber ella.
Javier asintió.
Paso a paso siguieron avanzando. Sus pisadas resonaban en el cemento, sus sombras se dibujaban en el suelo.
— ¿Quieres que te cuente de qué trata?
—Si quieres.
—Bueno, ya que estamos hablando de esto, hay algo en específico que me gustaría contarte. Es la historia de dos amigos que se tienen que enfrentar y, spoiler, uno sale perdiendo.
Llegaron a la Facultad de Derecho.
—Te sigo contando después.
Atravesaron las columnas blancas, caminaron al lado de la estatua del búho, de las fotos de Luisa Pereira y Felipe Lozano, de sus pancartas, sus posters y sus flores. Caminaron hacia la cafetería y llegaron a la explanada. En la esquina más alejada había una figura vestida de negro. Una figura que, con las manos en los costados, veía al horizonte con sus ojos castaños de lobo solitario. Desde aquella distancia se podían distinguir su palidez y sus párpados caídos. Era Daniel Herrera, uno de los miembros restantes del Partido Plateado.
Javier se detuvo.
— ¿Qué sucede? —preguntó Helena.
Daniel, a lo lejos, se cruzó de brazos.
— ¿Es él...? —Javier no terminó la oración.
—Sí, es él. Cuando Felipe... Bueno, cuando sucedió lo de Felipe, él se me acercó y me dijo que sospechaba de alguien.
Daniel era cercano a las víctimas, podría saber algo que Javier no. Era el testigo perfecto.
Caminaron hacia la esquina apartada donde se encontraba Daniel. Ya de cerca, su palidez, que casi rozaba con la transparencia, se hizo evidente. Sus ojeras oscuras y agrietadas le surcaban la mirada. Los párpados caían hasta la línea de la nariz, como alguien que ya no se puede mantener despierto. En contraste, sus ojos marrones se clavaron en Javier para buscar sus verdaderas intenciones.
—Está de nuestro lado —dijo Helena.
El interés de Javier aumentó. Algo se le había pasado por alto y quería saber qué era.
Daniel respiró y cerró los ojos. Los tres guardaron silencio por un rato.
— ¿En serio me creen? —Comenzó a decir Daniel—. No es que me moleste, pero de todas las personas, ya saben, jamás creí que ustedes...
—Todavía no lo sabe —cortó Helena.
Daniel levantó la vista.
—Será mejor que lo escuche de ti.
— ¿Qué? Wow, yo... —Se plantó. —Bien —respiró y contempló el cielo por unos segundos—, creo saber quién es el responsable de lo que le ha sucedido a Luisa y a Felipe. Al principio, cuando Luisa desapareció, fue un simple pensamiento. Por supuesto, no tenía cómo comprobarlo y cómo era una acusación muy grave, me mantuve callado. Pero luego, cuando Felipe desapareció, supe que debía ser él.
Javier lo contempló. Sus manos sudaban.
— ¿A quién te refieres?
Daniel dirigió la mirada a Helena, buscando apoyo, como si le pidiera permiso para decir aquel nombre.
—Adrián.
Unas burbujas se formaron en el estómago de Javier y explotaron en su pecho. Aquella erupción debió haber hecho que escuchara mal. Miró a Daniel a los ojos, esperando a que dijera algo más. Pero el silencio le heló el rostro y las manos. Quizás Helena intervendría, pero ella solo se alisó los cabellos. Javier sintió sus manos temblar.
—Perdón, ¿qué dijiste? —Quiso asegurarse Javier.
Helena le pasó un brazo por los hombros.
—Sé que es difícil de entender, pero hay que escucharlo.
—Debe ser una broma. ¿Por qué Adrián haría algo así?
—Es lo que quisiera yo saber —dijo Daniel, viendo hacia el cielo.
—No, no, perdón pero no lo puedo aceptar. Solo le estás echando la culpa porque te cae mal, eso es todo. No tienes pruebas para demostrarlo.
—Javier, tranquilo —dijo Helena—. Tienes que admitir que Adrián ha estado muy raro últimamente.
—Bueno, sí, pero eso no quiere decir que haya cometido un crimen. ¡Solo está estresado! Tiene muchas responsabilidades.
—Javier, mira...
—No, mira tú. Todo esto es una estupidez. No hay pruebas. Solo es una corazonada. ¿Cómo confiar en algo así? Me niego. No seré parte de esto.
Se dio la media vuelta y se alejó de ahí.
Helena lo llamó, le pidió que regresara. Daniel la tranquilizó y le dijo que ya se esperaba ese tipo de reacción de su parte. ¡Y cómo no! Culpar a Adrián de algo así era el colmo, la gota que derramó el vaso. Además, Adrián solo era un estudiante universitario, como él, como cualquiera. ¿Cómo podría desaparecer alumnos? No tenía el poder para hacer eso. Podía entender por qué Daniel había culpado a Adrián por las desapariciones, después de todo, el equipo de Adrián le había ganado en las elecciones. Ellos debían sentir rabia e ira hacia él, debían sentirse celosos y envidiosos. Por eso creían que Adrián pudo haber tenido algo que ver en todo eso, como una venganza. Pero que Helena concordara con aquella idea descabellada era imposible. Helena, al igual que Javier, debía de estar del lado de Adrián, debía apoyarlo incondicionalmente. ¿O acaso Helena seguía molesta con Adrián? ¿Acaso por una tonta discusión se había puesto en su contra? Entonces Helena realmente no era leal a Adrián. No. Javier se dio cuenta de que la única persona que en serio apoyaba a Adrián era él, solo él era digno de estar con Adrián, de tener su confianza, porque él nunca lo decepcionaría.
Javier, al no saber a dónde ir, se refugió en la biblioteca del campus. Se fue hasta el último piso y buscó una mesa en alguna esquina desolada. Ahí se sentó y acomodó la cabeza entre las manos.
Adrián jamás podría haber cometido un acto tan cruel. Al menos no el Adrián que él conocía. Desde que su amistad surgió en el solitario patio de recreo de su primaria, Javier y Adrián se habían vuelto amigos inseparables: comían juntos, jugaban juntos, pasaban las tardes juntos; más adelante, escogerían irse a la misma secundaria, después a la misma preparatoria. Y aunque eligieron licenciaturas distintas, se inscribieron en la misma universidad para verse por los pasillos del campus.
Javier nunca le contó a Adrián (quizás por vergüenza, o por creer que una acción vale más que mil palabras) a qué se debía su decisión de estudiar periodismo. Era verdad que le gustaba la lectura, que disfrutaba la escritura, también era verdad que desde niño tuvo interés en informar acerca de la verdad. Sin embargo, todas esas razones (y probablemente más) se quedaban hasta abajo ante el verdadero motivo. Javier guardaba aún en su memoria aquella conversación que tuvo con Adrián, cuando ambos tenían apenas once años.
—No se vale —había dicho Adrián, con lágrimas en los ojos—, no se vale que sean tan malos. ¿Por qué siempre nos andan molestando y pegando? Los maestros ni siquiera los regañan. No deberían dejar que esos niños nos fastidien. ¡Ni a nosotros ni a nadie!
—Así son los maestros —había respondido Javier.
— ¡Pues está mal! Si ellos no nos ayudan, nosotros nos ayudaremos, ayudaremos a todos los niños que lo necesiten.
Javier vio cómo aquella sed de justicia prevaleció en Adrián a lo largo de los años, razón por la cual su amigo decidió estudiar derecho. Él, en cambio, escogió el periodismo como profesión para ayudar a su amigo a pelear contra los abusos, para ayudarle a desenmascarar la verdad detrás del sufrimiento de las víctimas. Todos aquellos conocimientos, premios y gratificaciones los había obtenido, según su propio juicio, para Adrián, para ayudarlo a esculpir su camino en las leyes. Y así fue.
De hecho, desde que estaba en preparatoria, cuando Javier pertenecía al periódico de la escuela, él escribía artículos sobre su amigo Adrián, ya sea para enaltecer su labor como presidente de la clase, para enfatizar su postura firme frente a las injusticias de los profesores o para resaltar su actitud altruista. A través de los artículos de Javier, Adrián alcanzó popularidad y respeto, primero entre sus compañeros de salón, más adelante entre su generación y, finalmente, entre todos los alumnos de la preparatoria. Aquella fama, resaltada por Javier, lo había seguido hasta su etapa universitaria.
Javier estaba seguro de que alguien tan decidido a acabar con las injusticias hacia los alumnos no sería capaz de desaparecerlos ni de asesinarlos. Y aunque Daniel y Helena no pensaran igual, él se mantendría del lado de Adrián.
***
Al día siguiente, se dirigió a la Facultad de Derecho. En la entrada había una multitud de alumnos alrededor de las fotos de Luisa Pereira y Felipe Lozano. En el centro de la multitud se encontraba Daniel, quien repartía folletos entre los presentes. Algunos alumnos murmuraban entre sí, otros tiraban los folletos y se iban. Javier se acercó, tomó un folleto del piso y lo leyó.
LUISA Y FELIPE SIGUEN DESAPARECIDOS
EL CULPABLE SIGUE SUELTO
EL CULPABLE ESTÁ ENTRE NOSOTROS
EL PARTIDO MARRÓN ESCONDE A UN CRIMINAL
AYÚDAME A DENUNCIAR A ADRIÁN HERNÁNDEZ
Sintió un apretón en el corazón, un desgarre que bajaba hasta el estómago. Los alumnos iban y venían. Algunos hablaban con sus amigos, otros le daban la espalda a la multitud. No había ninguna prueba o dato contra Adrián, solo era la palabra de Daniel. ¿Alguien le creería?
Javier corrió hacia el cubículo del Consejo Estudiantil, pero cuando cruzaba por la cafetería alguien lo llamó y lo agarró del brazo. Era Amparo.
— ¿Buscas a Adrián? —Le preguntó.
Javier asintió.
—Está en la explanada.
Javier le agradeció y cambió de dirección. Corrió a la explanada y, ciertamente, encontró ahí a su amigo, acurrucado en una de las esquinas mientras que los rayos del sol le acariciaban los cabellos y la piel. Javier tomó aire y caminó con paso lento hacia él. Se sentó a su lado y guardó silencio. Se preguntó qué podría decir, pero por suerte, Adrián tomó la palabra.
—Ya te enteraste.
Era una afirmación.
—Sí —respondió Javier.
Adrián tocó el suelo con los dedos.
—Tienen derecho a expresarse. ¿Qué puedo hacer?
Javier lo contempló.
—Defenderte —dijo.
— ¿De quién? ¿De ellos o de mí?
Javier cerró los ojos. Quiso entender sus palabras.
—Así como ellos tienen derecho a expresarse, tú tienes derecho a defenderte. Tienes que decir la verdad, que tú no tienes nada que ver con las desapariciones.
Adrián asintió.
—Pero una acción dice más que mil palabras.
Adrián estaba más pálido y ojeroso que nunca; además, le faltaba su sonrisa brillante. Javier no soportaba ver a su amigo así, no soportaba quedarse de brazos cruzados. Javier supo que tenía que hacer algo al respecto. Se levantó y se encaminó hacia la entrada de la Facultad de Derecho. En el camino, pasando por la cafetería, alguien lo detuvo nuevamente. Reconoció esos cabellos encrespados, ese porte de trapo, esa mancha rojiza.
— ¿Tienes cara para ver a Adrián? —preguntó Javier.
Helena se sonrojó.
—No, quería hablar contigo. En la novela que te digo...
— ¿Quieres dejar tus estúpidas historias en paz? Esta es la vida real, ¿no lo entiendes?
Helena aflojó los brazos.
—Estoy contigo en esto. Ambos queremos lo mismo.
—No, no queremos lo mismo.
—Sí, sí queremos. Queremos resolver el misterio de Luisa y Felipe.
—No, yo quiero resolver el misterio. ¡Tú solo quieres hundir a Adrián! Mejor vete con Daniel, ya que los dos se entienden tan bien.
Javier hizo por irse, pero Helena le bloqueó el paso.
— ¿No te das cuenta? —Preguntó Helena—. Hay que escuchar todas las versiones. Todos tienen un lado distinto de la historia.
— ¿No te das cuenta tú de que la gente miente? No todos dicen la verdad.
Y sin más, Javier se alejó.
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