Luces de colores iluminaban la oscuridad del salón. Música resonaba en el vacío de los cuerpos. Personas se movían al ritmo del sonido, entre los espacios de las caderas. Bocas hablaban y se reían, cantaban y bebían. Manos agarraban la botana de las mesas, otras manos, otros cuerpos. Piernas iban a las esquinas, piernas iban a la piscina, piernas se agachaban, piernas se sentaban. Alumnos de derecho celebraban en un local rentado las cercanas vacaciones de Semana Santa.
Los días anteriores habían transcurrido entre folletos tirados y folletos leídos, entre palabras ignoradas y palabras escuchadas, entre miradas alejadas y miradas buscadas. Las semanas anteriores habían transcurrido con las donaciones del Consejo de Estudiantil de Derecho a nombre de Luisa Pereira y, ahora también, de Felipe Lozano, con condolencias hacia sus desapariciones, sus muertes. Las semanas anteriores habían transcurrido a través del ruido de Daniel Herrera y el silencio del Consejo Estudiantil. Las semanas anteriores habían transcurrido con ataques de un lado y escondidas de otro. Pero en aquel momento los protagonistas eran los alumnos que se divertían y bailaban, mientras que Daniel Herrera se refugiaba en una esquina con los miembros restantes del Partido Plateado, mientras que Adrián Hernández se ocultaba en la esquina opuesta con su equipo del Consejo Estudiantil.
Javier llegó en algún momento antes de la media noche. Cuando llegó, Helena, encorvada como muñeca de trapo, con sus cabellos enredados en las puntas y lacios en la raíz, con la mancha escarlata, estaba ya sentada al lado derecho de Adrián.
— ¿Podrías darle lugar a Javier? —Preguntó Adrián.
Helena asintió y se sentó en la siguiente silla, dejándole a Javier el lugar junto a Adrián. En vez de agradecerle a Helena su obediencia, Javier solo se cruzó de brazos y se giró ligeramente hacia su amigo para darle a ella la espalda. De tal modo, una barrera invisible se interpuso en Helena y el resto de la mesa.
— ¡Wey, se acuerdan de nuestra novatada! —Preguntó Adrián.
— ¡Cómo no, wey! Si estuvo bien chingona —respondió Julio.
Del fondo apareció una figura negra.
—Por cierto, ¿cómo va ese moretón, Guadalupe? —!uiso saber Carlos.
Guadalupe entrecerró los ojos.
— ¡Ya se me había olvidado el moretón! —Dijo Amparo.
Con pasos tambaleantes, en zigzag, la figura negra se acercó a la mesa.
— ¿Se acuerdan de Gael? —Preguntó Carlos.
—Sepa —dijo Julio.
La figura negra caminó y se estrelló contra algunos alumnos.
— ¿El bato ese que dejó derecho para ser científico? —Confirmó Adrián.
—Ese mero. Ya van dos años que presenta el examen y que no lo pasa.
Con manos y pies en el piso, la figura negra se levantó, yéndose hacia la derecha, yéndose a la izquierda, y casi yéndose nuevamente al suelo.
—Pero ¡qué estúpido! Me chocaba mucho —comentó Guadalupe.
—Ya fue el pendejo. Súper por dos —concordó Adrián.
La figura negra caminó como si el piso se moviera, deteniéndose cada tres pasos para intentar descansar en una pared inexistente.
—Era buena onda —defendió Amparo.
— ¿Qué, pues te gustaba? —Julio le guiñó el ojo.
Un fuerte olor a alcohol invadió la mesa.
— ¿Qué hiciste con ellos? —Preguntó alguien.
Las luces iluminaron la figura negra que se tambaleaba. Piel pálida y cara transparente emergieron de la oscuridad, unos párpados caídos se asomaron y ocultaron unos ojos rojos.
¡Pum!
Unas manos golpearon la mesa.
— ¿Qué hiciste con ellos? —Repitió Daniel, de pie entre Guadalupe y Amparo, mientras ladeaba la cabeza para ver a Adrián. Arrastraba las palabras al hablar.
Julio y Carlos se levantaron. Adrián hizo un movimiento de mano para tranquilizarlos.
— ¿En dónde están? —Sus codos flaquearon y se aporreó la cabeza en la mesa. —Estoy bien—dijo mientras se apoyaba en Guadalupe para levantarse. Luego, rodeó la mesa y caminó hacia Adrián. — ¡Levántate! —le ordenó.
Julio y Carlos se posicionaron detrás de Daniel, listos para detenerlo, pero Adrián solo repitió aquel movimiento de mano.
— ¡Pelea, pelea! —Gritaban algunos alumnos que se acercaron a ver la escena. Otros grababan con su celular lo que sucedía.
Daniel agarró a Adrián por el cuello de la camisa y lo sacudió unas tres veces hasta que perdió el equilibrio y se pegó nuevamente contra la mesa.
— ¡Responde! —Golpeó los puños, tiró las botellas, lanzó los platos. — ¡Responde! —lágrimas resbalaron por sus mejillas. —Todo esto es tu culpa. ¡Me las vas a pagar! ¡No mereces ser presidente!
Carlos y Julio agarraron a Daniel.
— ¡Déjenme en paz! ¿Qué sucede?
Arrastraron a Daniel hacia la puerta del local.
— ¡Ya les dije que estoy bien! ¡Llévense a él!
A mitad del camino, como dos guardias, aparecieron Antonio y Rosario, tan pálidos como Daniel. Sin decir nada, lo agarraron por los hombros y lo sacaron del local.
— ¡Soy inocente! —Fue lo último que dijo Daniel antes de irse aquella noche.
Las luces siguieron brillando y la música siguió sonando. Los espectadores regresaron a bailar y a cantar, a conversar y a nadar en la piscina.
Carlos y Julio se sentaron en la mesa.
— ¡Wey, qué pedo! —Preguntó Carlos.
—Qué horror, nunca lo había visto así —dijo Amparo.
—Ese pendejo se está haciendo a la vistima —comentó Julio y todos se rieron.
Javier se inclinó hacia Adrián para preguntarle algo, pero sintió que alguien le tomaba del brazo, que unos cabellos erizados le acariciaban la piel.
— ¿Podemos hablar? —preguntó Helena, en un tono bajo de voz.
Adrián y Julio se levantaron con cigarros en mano y salieron del local.
Javier suspiró.
—Ya qué.
Se puso de pie y se dirigió con Helena a la entrada del local, donde había menos gente. Una vez ahí, Javier se cruzó de brazos y se balanceó sobre sus pies, adelante y atrás.
—Te advierto que si vienes con tus locuras...
—No, no —se apresuró a decir Helena—. Es solo que... Estuve pensando en lo que pasó el otro día.
Javier guardó silencio.
—Quisiera decir que lo siento, pero realmente estaría mintiendo —siguió Helena.
Javier se apoyó en la pared y entrecerró los ojos.
—Y no solamente te estaría mintiendo a ti, sino que también me estaría mintiendo a mí —continuó Helena—. Comprendo cómo te debes sentir. Que alguien tan cercano y querido a ti sea culpado de algo tan horrendo es horrible. Por supuesto que no lo crees ni lo quieres creer, pero considero que es importante que abramos los ojos. A las buenas o a las malas. Yo, por ejemplo, aprendí a las malas. Y no me gustaría que eso también te sucediera. Aunque no hablemos mucho, realmente me caes bien. Y no solo porque seas el amigo de Adrián, sino porque eres una buena persona.
— ¿Es todo? —preguntó Javier.
Helena negó.
—Quizás te parezca tonto lo que te estoy diciendo. Quizás tampoco me creas y solo me estés escuchando para que te deje en paz. Quizás solo necesites una prueba para creerme. Después de todo, te gusta comprobar los hechos, ¿no? Aunque no sé si esto se pueda considerar como una prueba, pero...
— ¿De qué hablas?
Helena entrelazó las manos.
— ¿Te acuerdas cuando te acercaste a mí aquel día, cuando estaba sentada sola en la banca? ¿Y me preguntaste que cómo estaba? Y yo te dije que bien, que nada me había pasado. Y que por más que me preguntabas yo solo decía que sí y que sí. Me preguntaste que qué tenía en el rostro, ¿no es así? Y yo no te respondí. Por vergüenza. Bueno, no, no por vergüenza. Por amor me mantuve en silencio. No quería que pensaras mal de él. Supongo que lo estaba protegiendo. Raro, ¿verdad? Lo estaba protegiendo, pero aun así te llevé con Daniel para que escucharas su parte de la historia.
— ¿A dónde quieres llegar?
—Yo... —Helena suspiró. —Lo que tenía en la cara era un moretón.
—Te habrás caído.
—No, no me caí. Era una marca de golpe.
Javier despegó la espalda de la pared.
—Tuvimos una discusión —explicó Helena.
— ¿De qué hablas? —Preguntó Javier.
—Hablo de Adrián, de él y de mí. Tuvimos una discusión. Le dije que no me gustaba cómo estaba manejando el caso de Luisa y de Felipe, le dije que debía de hacer algo al respecto, le dije que debía tomar en cuenta a los estudiantes, le dije que debía ser valiente, le dije que si no hacía nada al respecto no merecía ser presidente estudiantil. —Helena, con sus hombros de trapo, se hizo pequeña. —Lo hice enojar y me dijo que no me metiera en sus asuntos. Entonces él... él... —Se cubrió el rostro con las manos.
Javier miró hacia los lados para asegurarse de que nadie los estuviera viendo. Se balanceó nuevamente sobre sus pies sin decir nada. Dejó pasar unos minutos hasta que Helena tragó aire y continuó con su relato.
—Yo aprendí a las malas para darme cuenta de que Adrián no es quien parece. No quiero que lo mismo te suceda a ti. Por eso te cuento esto. En verdad estoy de tu lado, en verdad te quiero ayudar a descubrir el misterio de las desapariciones.
Javier apartó los ojos de Helena. Era tan pequeña que no valía la pena verla.
—Habrá sido un error —comentó—. El estrés te vuelve loco.
Helena negó, con las mejillas sonrojadas.
—Es tu culpa por provocarlo —añadió Javier.
El sonido de la música, el sonido de las pláticas, el sonido de las risas y el sonido de los murmullos los envolvió en una burbuja invisible en donde nada se escuchaba. En la burbuja los dos eran parte del vacío, eran parte de la nada, en la burbuja nadie los miraba, nadie los acompañaba. En la burbuja, quizás, podrían ser ellos mismos. Pero, de pronto, la burbuja estalló y se escucharon los coches que avanzaban a toda velocidad por la calle. Alguien habló del otro lado de la puerta.
— ¿No hay nadie?
—No, wey.
—Wey, tenemos que hacer algo rápido a la de ya.
—Clarines. ¿Lo mismo?
—Simón, wey. ¿Ya tienes la información?
—Por su pollo. ¿Mañana?
—Nel, es muy pronto. Yo te aviso.
—Pues va, wey, ya rifaste.
—Pero aguanta vara.
Javier y Helena se miraron. Ella abrió la boca para romper el silencio, pero Javier le colocó la mano encima de los labios y la apartó de ahí. La condujo hacia una columna cercana y se escondieron detrás. Esperaron unos segundos y después se asomaron. Por la puerta principal, Adrián y Julio entraron para luego sentarse nuevamente en la mesa y continuar la conversación con sus amigos, como si nada hubiera pasado.
Javier soltó a Helena y se recostó en la columna. Cerró los ojos y respiró lentamente. De pronto, sintió que unos brazos se enroscaron en su espalda y que un rostro con cabellos erizados se hundió en su pecho.
—Lo siento —susurró Helena.
Javier levantó las manos y las colocó a los costados de la espalda de Helena. Quiso estirar los brazos para apartarla, pero, en su lugar, terminó por rodearla y abrazarla, con las manos intentó alisar las puntas enredadas de su cabello. Javier, entonces, entendió. Solamente entendió. No como una cachetada, no como un bote de agua fría. Sencillamente entendió que su mundo se había desequilibrado. Entendió que Helena, aun con su cuerpo de muñeca de trapo y aquellos cabellos enmarañados, escogió la justicia antes que a Adrián. Javier entendió que quería ser igual de fuerte que Helena.
— ¿Qué hacemos? —Preguntó ella.
—Vámonos de aquí.
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