A finales de la semana, Javier se sentó en la cafetería de la Facultad de Derecho a esperar que Adrián terminara sus deberes en el Consejo Estudiantil; habían acordado regresar juntos. Mientras llegaba su amigo, Javier se dispuso a leer las noticias nacionales en su celular.
— ¿Qué crees que pasó? —Dijo alguien en la mesa de al lado.
—Pinche gallina, wey, obvio se escondió en su casa —respondió alguien.
—No mames, no aguanta nada.
Risas.
—Se lo tiene merecido por puto. De seguro desaparece también.
—No, wey, no digas eso qué está de la verga.
—Ay, súper equis. Esos del Partido Plateado son bien culeros. Me daban un no sé qué cada vez que los veía.
—No, pues la neta sí. Por dos.
Javier hundió el rostro rojizo en el celular. Gotas de sudor le corrieron desde la sien hasta la barbilla. Se ladeó ligeramente para darles la espalda a los estudiantes que hablaban y, con movimientos pequeños, buscó las noticias locales. Leyó los títulos de los sitios web, uno por uno, hasta llegar al último de la página. Entonces entró al link y se encontró con el siguiente artículo:
PADRES BUSCAN A HIJO DESAPARECIDO
El 17 de abril del presente año, un matrimonio local llamó a la policía para pedir que buscaran a su hijo, Daniel Herrera, estudiante universitario de la Facultad de Derecho. Según el matrimonio, su hijo salió el 16 de abril en la mañana para asistir a sus clases. Sin embargo, no volvieron a saber de él. La policía ha iniciado la búsqueda para averiguar el paradero del joven.
Javier levantó la vista. Se limpió el sudor con la mano. Tragó saliva.
Entró rápidamente a Facebook y a Twitter, para leer las publicaciones de los alumnos con relación a este nuevo evento, pero no encontró nada más que los típicos memes y videos de perros y gatos.
Daniel Herrera era una piedra en el zapato: pequeña, dura y molesta. Y, aunque insignificante, podía causar un gran dolor. Sin embargo, deshacerse de ella era fácil. Una vez que se le sacaba del zapato, la persona podía caminar como si nunca hubiera estado ahí. Daniel Herrera había desaparecido y a nadie le importaba.
Javier se recostó en la mesa. Quiso tirar su celular. Quiso patear las sillas. Quiso callar a los estudiantes de al lado. Quiso gritar y poner en la entrada de la facultad una foto de Daniel Herrera. Pero por más que quiso, se quedó recostado en la mesa, con las manos temblorosas.
— ¿Qué pedo, wey? ¿Nos vamos?
Javier se incorporó. La sonrisa de Adrián, tan brillante como un mar de soles, le dio la bienvenida. Las ojeras y la palidez habían desaparecido de su rostro nuevamente. Adrián jamás había imitado tanto al resplandor de las estrellas. Javier sintió que se quedaría ciego. Aquella luz lo estaba dañando.
— ¿Ya supiste qué pasó? —Preguntó Javier.
— ¿Qué, wey? —Respondió Adrián.
—Lo de Daniel.
— ¿Qué le pasó?
—Desapareció.
Adrián borró su sonrisa.
— ¿Neta?
—Sí.
—Ya con esta serían tres desapariciones. ¿Crees que estén relacionadas?
Javier bajó la mirada y deseó acostarse en la mesa otra vez.
—No sé.
—Qué se le va a hacer, wey. Creo que no tenemos autoridad en esto. Lo mejor será que sigamos con lo nuestro, ¿a poco no?
Javier asintió, aún con la vista baja.
— ¿Crees que las desapariciones continúen?
—Siempre vas un paso delante de mí, wey. —Recuperó su sonrisa. —Pues la neta, quién sabe. Pero algo me dice que ya será la última.
— ¿Tú crees?
—Simón. Es una corazonada. ¿Por qué? ¿Sabes algo?
—No, lo mismo que todos.
—Ni pedo. Esta situación está bien complicada, hasta para ti, wey. Hay que dejársela a los profesionales.
Javier asintió otra vez y se recostó en la mesa.
***
El lunes siguiente, los ejemplares del Periódico del Campus llegaron a las facultades de Ciencias Sociales, Psicología, Economía y Educación a manos de Javier y Miguel. La travesía estuvo envuelta en un silencio que dejaba entrever los sonidos del alrededor, ya sea del viento o de los pájaros, de los estudiantes o maestros que llegaban. Miguel, rascándose los brazos de tanto en tanto y viendo los alrededores con miradas furtivas, intentaba iniciar una conversación.
— ¿Cómo vas con los ensayos finales? —Preguntó primero—. ¿Cómo estuvo tu fin de semana? —preguntó después.
Javier respondió con monosílabos: “Bien”, “mal”, “sí”, “no”. Cuando se iban a dirigir a derecho, dijo:
—Continúa tú.
— ¿Adónde vas?
—Tengo que irme.
Sin más, se dio la vuelta y se encaminó a su facultad. Una vez ahí, buscó algún pasillo con poco movimiento de personas y se sentó en la banca más alejada.
Bibibi.
Agarró su celular. Adrián le llamaba.
Bibibi.
Mandó la llamada a buzón y guardó su celular.
Bibibi.
Su celular volvió a sonar.
Bibibi.
Era nuevamente Adrián.
Apagó su celular.
Hace días que no iba a ver a su amigo, ni siquiera le contestaba los mensajes ni las llamadas. En ocasiones le decía “lo siento, estoy ocupado con mis ensayos finales” o “mañana tengo que entregar un proyecto importante”. Y aunque era verdad que ya se encontraba a finales de abril y que el semestre estaba a punto de terminar y tenía varios pendientes de la escuela, también era verdad que podía haber hecho un espacio en su agenda para verlo o, al menos, para responderle los mensajes. Sin embargo, en lo único que podía pensar era en Daniel. Hasta la fecha, nada se sabía de él. Javier ya ni siquiera estaba seguro de si las autoridades continuaban con el caso de su desaparición o lo habían dejado inconcluso por falta de información.
Él había escrito aquel artículo sobre Daniel. Si tan solo hubiera seguido el consejo de Helena y hubiera abierto los ojos, quizás Daniel aún seguiría entre ellos. Por más que lo negara, él había ayudado a desaparecerlo, él había aceptado escribir ese artículo para Adrián, a pesar de haberlo escuchado hablar sobre las desapariciones. Y aun así, puso en primer lugar su amistad con Adrián antes que la seguridad de una persona.
¿En qué se había convertido? ¿En un cómplice? ¿Había dejado su perfil como periodista para convertirse en un criminal? ¿En alguien que acepta eliminar personas antes de ayudarlas? Si alguien se enterara que él estuvo a favor de su amigo, su prestigio y reconocimiento bajarían. Ya nadie creería en su palabra. Su futuro estaría destruido.
Pero, por el otro lado, denunciar a Adrián, arruinar su futuro, era imposible. ¿Cómo podría hacerlo? Después de todo el esfuerzo que Adrián había puesto en ser el Presidente del Consejo Estudiantil, Javier no podía ser capaz de destruir a su amigo. Preferiría mil veces perjudicarse a sí mismo antes que a él. Lo malo es que, con esa decisión, solo arrastraría estudiantes inocentes al conflicto.
Como Luisa.
Como Felipe.
Como Daniel.
¿Quién sería el siguiente?
—Hola —alguien saludó.
Javier levantó el rostro. Una muchacha con cabellos lacios y sedosos, de hombros firmes y rectos, con piel inmaculada, apareció frente de Javier.
— ¿Puedo sentarme aquí? —preguntó Helena.
Javier asintió.
Helena se sentó. Contempló a Javier por unos segundos.
— ¿Te puedo contar una historia?
Javier no respondió.
—Esta es la historia de dos amigos: Uno es el rey, el otro es el consejero. El rey quería conquistar otras tierras, así que un día le pidió ayuda al consejero. El consejero, pensando que el rey quería ayudar a los habitantes de esos lugares, aceptó. Un día, el consejero y la reina estaban juntos. Entonces los dos escucharon una conversación entre el rey y el general del ejército. En esta conversación, los dos hablaban sobre sus intentos de conquista. Sin embargo, en lugar de hablar de una conquista pacífica, en donde los habitantes disfrutaran de una mejor economía y seguridad, hablaban sobre una conquista violenta, sangrienta; hablaban de cómo convertir a los ciudadanos de aquellos pueblos en esclavos. En ese momento, el consejero y la reina se dieron cuenta de que el rey no era quien ellos creían que era. Entonces decidieron detenerlo. Por supuesto, el rey se percató de sus planes, así que encaró al consejero. El consejero, en lugar de pelear con su amigo, sencillamente le dijo que se separaría de él, que ya no trabajaría para su reino, pero que no intentaría perjudicarlo. Cuando se retiró, el rey se abalanzó sobre el consejero y lo mató.
Helena calló.
Javier permaneció en silencio.
—Sé que tú prefieres la vida real antes que la ficción —comentó Helena—, pero tienes que admitir que esta historia guarda muchos paralelismos con la nuestra. Te digo esto porque realmente no me gustaría que terminaras igual que el consejero. No me gustaría que quedaras mal con tal de ayudar a Adrián. Entiendo que sea difícil. Créeme, después de todo yo igual estoy en una situación similar a la tuya.
Javier bajó la mirada.
—Aquí entre nos, yo tengo la sospecha de que Adrián solo me quería para usarme —siguió Helena—. ¿Quién crees que le escribía los discursos? Era yo. Yo lo ayudé a ganar la presidencia estudiantil. Y seguí con él durante todo este tiempo. Pera ya lo dejé, corté con él. O, mejor dicho, él cortó conmigo. Ya sabes que él nunca pierde, que él siempre tiene la razón. Nunca permitiría que yo terminara la relación, así que terminó conmigo primero. No es fácil abrir los ojos. Se requiere coraje. Si necesitas ayuda, aquí estoy para ti. No tienes que pelear solo.
Javier guardó silencio un rato más y entonces preguntó:
— ¿Qué podemos hacer?
—No estoy segura. No tengo ni idea de cómo Adrián se encargó de desaparecer a Luisa, Felipe y Daniel. Sabemos que Julio está de su lado. A lo mejor tiene más contactos. Quizás todo el Partido Marrón está involucrado en las desapariciones. ¿Cómo saberlo? Como todo es tan incierto, creo que sería mejor atacar de lejos, no confrontarlo directamente. Estuve pensando qué le dolería más a Adrián perder y eso es su imagen, su prestigio. Él necesita que los demás le crean, le alaben, que estén de su lado para que pueda seguir llevando sus planes a cabo. Así que hay que romper su imagen.
—Eso lo destruiría.
—Y es lo que buscamos.
— ¿Lo harías?
— ¿Tú no?
—No lo sé.
—Es tu decisión. No te obligaré a hacer nada que no quieras. Pero me gustaría que lo pensaras un poco. Piensa en todos los periodistas. Piensa en Luisa, en Felipe, en Daniel. Piensa en quienes podrían desaparecer después. Piensa en ti mismo. Sobre todo, piensa en ti, no en Adrián. Piensa en todo lo que eres capaz de hacer. El artículo que escribiste sobre Daniel tuvo el efecto que Adrián esperaba. Tú eres capaz de influir en las personas. Eres capaz de escribir un artículo que revele que Adrián no es tan buena persona como todos pensamos que es. Tú puedes ponerlo como un sospechoso. Tú puedes buscar justicia.
Javier sentía que su sol era Adrián y que él giraba alrededor de su órbita. Todo lo que hacía era para Adrián, por Adrián. Incluso su decisión de estudiar periodismo había sido por él. Javier realmente nunca había pensado en sí mismo. Nunca se le había ocurrido que pudiera existir un mundo en donde él pudiera tomar sus decisiones para él, para ayudar a alguien que no fuera Adrián.
Pero Helena tenía razón: Debía ayudar a los desaparecidos, debía evitar que nuevas desapariciones ocurrieran.
Sí, era cierto.
Después de todo, no estaba solo.
Levantó la mirada y pensó que los cabellos lacios de Helena eran hermosos.
—Está bien —aceptó.
Comments (0)
See all