Javier pasó el resto del día en la explanada de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades. Le habían llegado tantas notificaciones al celular que tuvo que apagarlo.
No sabía qué hora era.
No sabía cuánto tiempo había pasado.
Ya no sabía nada.
Solo sabía que ya nadie le creería.
Que si publicaba el artículo, él quedaría mal.
Sintió que las palabras, como olas, llegaban a él y lo agarraban. Sintió que las palabras lo arrastraban por la arena. Sintió que las palabras lo envolvían en las aguas. Sintió que las palabras lo mecían. Sintió que las palabras se acostaban en él y lo hundían. Sintió que las palabras lo ahogaban y lo cegaban. En las profundidades del mar, escuchó un murmullo que iba y venía, un murmullo que se desplazaba como mantarraya y le susurraba que él había traicionado a Adrián, que le había sido infiel, que había decidido apartarse de él, que había cavado su propia tumba con aquel artículo, que ya no iba a emerger de las aguas, que ya no iba a respirar.
El tiempo pasó. El sol subió hasta el punto más alto y después comenzó a bajar, acentuando el olor del mar.
¿Por cuánto tiempo más estaría ahí?
¿A dónde se dirigiría?
¿A dónde iría?
¿Quién lo aceptaría?
Alguien se acercó y se sentó a su lado.
¿Sería Adrián?
¿Había venido a perdonarlo?
Los cabellos lacios y el porte firme delataron a Helena.
— ¿Cómo estás? —Preguntó ella.
Una fragancia de lavanda quiso acercarse al mar.
—Pensaremos en algo, ¿sí?
La lavanda revoloteó encima del mar.
—Yo me haré cargo. Diré que el artículo lo escribí yo.
La lavanda no traspasó las aguas del mar.
—Yo fui quien te metió en este asunto. Tú no sabías nada. Yo te alenté a aceptar este plan. Tomaré responsabilidad. Yo misma entregaré el artículo. Tú quédate tranquilo.
Javier balanceó la cabeza. La oscuridad osciló a su alrededor.
—Mejor no hagamos nada.
— ¿Qué?
Javier se levantó. Las aguas aún lo cubrían, aún lo aprisionaban.
—Es nuestro amigo, no deberíamos hacerlo.
—No te entiendo.
—No hay nada que entender. Somos unos traidores.
Avanzó por la explanada con dirección a las profundidades del mar. Caminó, se alejó de la fragancia de lavanda y se internó en la oscuridad. Con cada paso, el mar le tomaba de las manos y lo conducía entre pasillos y caminos de cemento. Llegó a la Facultad de Derecho y pasó entre las dos altas columnas, pasó al lado de la estatua del búho, pasó por las pancartas de Luisa Pereira y Felipe Lozano, pasó por la cafetería y llegó al cubículo del Consejo Estudiantil.
Abrió la puerta.
—Siempre estás un paso por delante de mí.
Era Adrián.
—Ya no más —dijo Javier.
Adrián sonrió ampliamente. Iluminó las profundidades del mar con el brillo de mil soles y de mil estrellas. Javier se llenó de calidez. Aunque le quemaba, había extrañado mucho aquella sonrisa.
***
Javier siente frío. El viento le golpea los cabellos, la arena le perfora las mejillas. Aunque todo esté oscuro, Javier intuye que se encuentra en el exterior, en alguna parte lejos de casa, lejos de su facultad, lejos de ser el brillante estudiante de periodismo que todos sus compañeros y maestros admiran (o solían admirar). Ahora nada de eso importa ya. Perdió su prestigio y reconocimiento, pero, en cambio, logró estar con Adrián, mantenerse a su lado, logró serle fiel. ¿Qué más necesita?
“Lo volvería a hacer”, piensa Javier.
Incluso ahora, con las manos atadas y magulladas, con la boca con sabor a sal, Javier nuevamente ayudaría a Adrián a ganar las elecciones para Presidente del Consejo Estudiantil de la Facultad de Derecho, nuevamente escribiría todos esos artículos a su favor, nuevamente investigaría sobre las desapariciones de los alumnos de derecho.
“Sí, lo volvería a hacer”, piensa por última vez Javier, cubierto por olas
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