Este relato ha sido escrito a partir de escenas eliminadas de El miedo restante y contiene muchos spoilers, ¡cuidado! No recomiendo leerlo si no te has acabado la novela.
Me llamo Luc Álvarez. Hola. Tengo veintiún años y vivo con mi abuela en Chadwell Heath, en Barking y Dagenham, cerca de Londres. Trabajo en una cafetería llamada Los chicos; antes trabajaba en otra que se llamaba Café Actually, pero, por cosas que pasan (mayoritariamente, por cosas capitalistas), ese sitio ahora es una peluquería. Aunque tampoco importa. Lo importante es que me gusta mi trabajo, que me llevo bien con mis compañeros (a los que, no lo voy a negar, ya considero amigos) y que todos los días tengo ganas de ir, ganarme el pan y luego volver a casa para llamar a mi mejor amiga, que vive a unas horas. Me ha costado lo suyo, pero este es mi lugar. Aquí es donde encajo. No todo el mundo tiene que encontrar Su Lugar En El Mundo en sitios grandes o en cosas muy importantes y, aunque a mí me llevó lo suyo hacer las paces con esa idea, lo cierto es que desde que entendí eso estoy muchísimo más cómodo conmigo mismo.
Aquí es donde tengo que estar. No hay espacios grises intermedios ni lugares donde estancarse, sólo la vida, nada más. La vida que cambia. Para mí todo ha cambiado y se ha sacudido mucho en los últimos tiempos, pero he sobrevivido y, al final, lo que importa es que sigo aquí.
Todos seguimos aquí. Todos hemos sobrevivido, de hecho, y existimos unos junto a otros, madrugamos, nos damos los buenos días y somos las personas más coordinadas de todo el país.
Bueno.
O esa es la idea, claro.
Porque en eso no cuento con Nick, por supuesto, que desde que ha acabado de escribir su segunda peli está más disperso que nunca porque, atención, su siguiente proyecto es una webserie. Tampoco con Josh, que está tan ocupado haciendo matemáticas y tartas y cosas de comer todo el rato que no abandona su nueva y moderna cocina ni para barrer al cerrar, lo cual es claramente sólo una excusa para que lo hagamos el resto.
Así que, en realidad, supongo que cuando hablo de estar coordinados me refiero sólo a Oliver y a mí, los camareros de Los chicos, los únicos que limpiamos, ordenamos y nos partimos la espalda cada día para que los otros dos puedan, yo qué sé, pagar el alquiler de su nidito de amor y sacar adelante el negocio.
Intento no quejarme mucho, de todas formas. No porque no quiera o no me atreva a hacerlo, que conste, sino porque cuando lo hago Josh de repente se acuerda de que puede chincharme y no pierde la oportunidad de hacerlo.
Por ejemplo, le encanta insistir en «la forma que tengo de usar el plural últimamente».
—Sólo digo que es adorable —insiste, aunque al menos tiene la decencia de hacerlo cuando Oliver no puede oírle, lo cual agradezco.
—Pues yo sólo digo que te metas en tus cosas —le replico, y me da rabia que este local sea más pequeño que el anterior, porque la única forma que tengo de huir realmente es salirme de nuestro territorio y darme un paseo por el centro cultural donde está la cafetería a ver si alguien quiere algo.
Lo bueno que tiene volver de mis escapadas improvisadas es que el que siempre me espera no es él, sino Ollie.
Su sonrisa es cada día más grande, y a mí cada vez me avergüenza más quedarme allí, mirarlo y simplemente disfrutarla.
—Me ha dicho Josh que te has dado una vuelta, ¿todo bien?
—Sí, sólo me he ido porque estaba siendo un poco capullo, pero dentro de lo normal.
—Ah —responde él, y se le queda una cara un poco pillada porque no sabe reaccionar a que haya llamado capullo a Josh, supongo—. Bueno, espero que el resto del día te deje tranquilo.
—Y yo, o tendré que hacer uso de alguno de los cuchillos que hay por aquí.
Cuando le hago reír, aunque sea con una cosa tan ridícula y pequeña como esa, algo de lo que llevo medio-huyendo desde hace meses me revolotea en el estómago.
Hace bastante tiempo que sé cómo se llama. Lo que tengo dentro, quiero decir, esto que me pone tan nervioso. Durante un tiempo estuve intentando evitarlo, pero ni siquiera yo soy tan estúpido, ni tan cabezota, como para fingir que no sé perfectamente lo que es. Conozco su nombre porque me recorre el cuerpo cuando lo veo, y también sé que ha crecido en los últimos meses y que me hace feliz. Porque es algo que me alegra siempre el día. Porque, pase lo que pase, sin peros ni condiciones, cuando veo a Ollie y él sonríe, esto se activa, y siempre que ocurre me alegra, y eso es mucho decir para alguien que, como yo, tiene tanto lío con sus emociones.
Me gusta Oliver, ya está.
Eso es lo que me pasa, lo que tengo dentro.
Sin embargo, no quiero tocarlo. No quiero hacer nada con esta cosa, porque está bien como está y yo también lo estoy y prefiero que permanezca intacta antes de perderla.
Me basta con estar cerca de él, con este baile que nos traemos, con la satisfacción de coordinar sus movimientos y los míos. Me basta con acompañarle a la floristería donde trabaja su hermana y verle robar claveles para mi abuela que, cuando se piensa que no miro, siempre paga. Me basta con haber mejorado lo suficiente con el patinete como para ir a su lado mientras lo usa, y a veces, cuando quiero darme un capricho, con fingir que casi me caigo para que corra a ayudarme.
Y la vida no tiene por qué ser nada más, creo. Porque, cuando aquella vez le dije que quería estar con él, me refería justamente a esto: a existir juntos, a ser amigos y a poder verle cada día con la seguridad de que la semana siguiente va a seguir aquí.
Ángela siempre suelta un gruñido cuando llego a esa parte. Cuando hablo de mis sentimientos (porque sí, ahora estoy intentando expresarlos más en alto y más a menudo) y le explico esta parte, ella siempre protesta. Y vale, puede ser que a estas alturas hasta yo me haya aprendido mi propio discurso, pero eso no quita a que estos sentimientos sean genuinos, muchas gracias.
—No sé por qué no le dices que te gusta y punto —se queja, poniendo los ojos en blanco como si la situación fuera, a la vez, más y menos dramática.
—Pues porque...
Y ella lo odia y suspira cada vez que lo suelto todo de nuevo, tanto si estamos en persona como por videollamada, pero aun así espera a que acabe porque, en el fondo, creo que está orgullosa de mí.
Por la parte de la comunicación, digo, no por la parte que ella llama y siempre llamará «la cobardía».
—Buen análisis de tus propios sentimientos, pero pésima aplicación —concluye siempre, y luego cambiamos de tema, lo que normalmente significa que me lea en alto lo que lleva de su TFG.
Hay una parte de mí que no quiere pensar mucho en sus comentarios; Ángela me quiere y me aprecia y, por mucho que insista, nunca lo hace presionando realmente, sino intentando animar. Sin embargo, me da pena que no lo entienda. An y yo somos casi hermanos y sólo nos hemos separado dos veces, pero justo han sido dos veces que nos han marcado de forma inevitable: la uni a ella, el colegio de chicos a mí. Y ha habido cosas de ambas experiencias que tal vez no hemos sabido transmitir con claridad, porque no se pueden explicar si no las vives, supongo, como el discurso de la vida adulta (en su caso) y la percepción del romance (en el mío).
O, bueno, tal vez no del romance, sino del flirteo, que siempre me ha parecido un tema difícil de abordar en voz alta porque, siendo honestos, para mí supone reconocer juegos y tonterías de las que fui parte y de las que no me he enorgullecido nunca.
No por nada raro, sino por cómo pasé por la etapa donde se construyen esas cosas y por cómo lo hice (en mi opinión, pésimamente). Que a nadie le resultó fácil la adolescencia, lo sé, pero vaya.
Supongo que construir tus interacciones romántico-sexuales en un lugar donde todo el mundo hace esfuerzos sobrehumanos de disfrazar su homofobia interiorizada no es lo mejor. Algo se tuerce un poco por dentro cuando entras en esas dinámicas, algo que te vuelve torpe en la vida real porque te hace ver que, para ti, flirtear antes sólo era un juego, y uno algo cruel. Porque hacerlo en el colegio para chicos Warren era casi una competición, un juego jugado a escondidas en el que ni siquiera tu «pareja» podía saber cuáles eran tus sentimientos reales y tus verdaderas intenciones. ¿Decirle a alguien que te gustaba? ¡Por Dios, sí hombre! Las manos, por aquel entonces, se movían rápidas, fuertes y demasiado bruscas; los labios eran agresivos y dejaban ver los dientes. Los besos nunca deberían saber tan amargos, yo creo, ni ocurrir en los vestuarios ni en el fondo de armarios de la limpieza, pero sobre todo hay cosas que pasan y no se deberían poder hacer sin consecuencias, como si luego simplemente pudieras borrarlas sin más.
Sé que esto es demasiado intenso como para mencionarlo así de la nada. También sé que parece una explicación un poco dramática de por qué no me declaro al chico que me gusta, en especial teniendo en cuenta que han pasado años de eso, pero la verdad es que simplemente es que es la única forma que tengo de explicar por qué soy tan zopenco y, sinceramente, me parece una explicación válida.
—A ver, también podrías ser un zopenco de nacimiento, tronco —me dijo Ángela el día que se lo intenté explicar, quitándole hierro al asunto—. A veces la gente simplemente es negada, no hay que darle tantas vueltas.
Tiene huevos que me diga esto la tía que se pasó lloriqueando por la que ahora es su novia ni se sabe, pero bueno. Supongo que a veces agradezco la forma que tiene mi mejor amiga de sacudirme un poco «para quitarme el polvo», como dice ella, y que deje de rallarme por tonterías.
Una de aquellas veces en las que hablé con ella sin saber muy bien qué hacer (más suave que otros días, más flojito), mi amiga suspiró, dejó a un lado sus ganas de cambiar de tema y de llamarme puto dramas y, sentándose a mi lado, me cogió ambas manos con delicadeza.
—Mira, Luc —me dijo, moviendo un poco nuestros brazos para asegurarse de que llamaba mi atención, de que yo la escuchaba—. Yo sé que esto es muy complicado, pero también tengo clara una cosa: si no preguntas, la respuesta va a ser siempre «no», así que a veces vale la pena arriesgarse.
Me quedé mirándola fijamente. Después, asentí, entendiéndolo. No había mucho más que decir, aparte de eso. Tenía razón, como siempre.
Si no preguntas, si no preguntas, si no preguntas.
«Si no preguntas» es lo único en lo que pienso ahora mientras Ollie y yo volvemos a casa.
Es tarde. Hemos dejado a Josh y a Nick en la cafetería, recogiendo. El viento me enreda el pelo y él camina con las manos en los bolsillos, despacio. En nuestro silencio, me escondo y pienso que tengo que preguntarle aunque sea sólo por esa pequeña parte de mí que no soporta la idea de quedarse para siempre con la duda. En nuestro silencio, escondido, me repito mil veces que para qué voy a hacerlo, para qué voy a arriesgarme, si estamos bien como estamos y las cosas no tienen por qué cambiar más.
Pero ¿por qué iban a hacerlo? ¿Por qué decir algo así tendría que cambiarlo todo?
¿Estoy asustado?
No quiero. No quiero estar asustado por esto, no por algo que tiene que ver con él. Por una vez en mi vida no quiero acercarme con miedo a una cosa nueva, así que no lo hago. Decido no hacerlo. Llevo trabajando en mi miedo ya un tiempo y me parece que he aprendido a saber cuándo hacerle caso y cuando, simplemente, dejarlo ir sin más; aunque he tenido miedo toda mi vida, cuando decidí parar de darle el poder que le daba el miedo dejó de ser algo horrible, enorme y paralizante para ser sólo... un miedo restante. Miedo que quedaba. Que estaba aún ahí porque no podía no estar sin más, pero que ya no me restaba cosas. Que controla mi impulsividad y me alerta, claro, pero también algo que puedo dejar a un lado cuando veo que me quiero arriesgar.
Como esto. Como ahora.
Porque esto, ahora, me da un miedo terrible que me llena el esternón desde dentro y que no me deja respirar bien, pero entonces alzo la vista, veo el perfil de Oliver a mi lado y sé que, por mucho miedo que me dé, estaré bien.
A pesar de cómo se lo diga, y a pesar de qué me responda, yo sé que no pasará nada.
Porque Oliver es bueno, y es amable, y me quiere mucho aunque al final resulte que sólo me quiere como amigo.
Dejo de caminar. No quiero darle más vueltas, por eso me paro, alzo la vista y lo digo:
—Ollie, me gustas.
La calle se queda vacía para que quepan bien mis palabras.
Oliver vuelve la cabeza hacia mí. Cuando me mira, apenas un paso por delante, lo hace como si hubiera dicho cualquier otra cosa: «Ollie, espera», «Ollie, caminas muy rápido», «Ollie, tenemos que volvernos». Me mira así, como siempre, y no dice nada. Tampoco sonríe. Es raro que Oliver no esté sonriendo, pero entiendo que no se esperaba que yo soltara eso tan de repente y reconozco en su cara que, más que nada, está confundido.
Así que, como no dice nada, hablo yo:
—Quiero decir, claro que me gustas. Me caes bien. Somos amigos. Por supuesto que me gustas, cómo no... cómo no ibas a gustarme. O sea, eres literalmente la mejor persona que conozco y me lo paso genial contigo, pero me gustas... como... No sólo como amigo. Que me gustas-gustas. Eso quería decir. Por si no... por si no se había entendido.
Ahora sí. Ahora sí sonríe, así como de lado, y por la comisura se le escapa media risa.
—Luc, sí que lo había...
Ni siquiera me lo pienso cuando doy un paso y le tapo la boca para cortarle.
—No, espera. Espera un momento, porfa, quiero... Quiero que sepas que no quiero que cambie nada entre nosotros. A lo mejor te suena tonto, pero me gusta mucho cómo estamos y que nos veamos todos los días y nuestras coñas y... y eso. Y no querría perderlo, bueno, eh... perderte. Me gustaría no perderte, si pudiera ser. Me gustaría que siguiéramos siendo amigos aunque yo sienta...
Los dedos de Ollie rodean los míos y eso es lo que me calla: cuando me toca, por fin cierro la boca y, aunque me muero de vergüenza, clavo en él los ojos. Él baja mi mano con la máxima delicadeza. Me la baja, pero no la suelta.
Veo que su sonrisa ha crecido cuando se le descubre la boca. Es una sonrisa más suave, dulce y grande que antes.
—Piensas mucho las cosas, y te lo dice alguien que no deja de darle vueltas a todo —murmura—. Luc, gracias por decir todas esas cosas de m...
—Calla —le pido—. Por Dios, qué vergüenza, no me des las gracias si me vas a rechazar.
—No voy a rechazarte —responde, riendo—. Estaba intentando ser educado antes, ¿sabes?
—No tienes que s... ¿No vas a rechazarme? —repito, abriendo muchísimo los ojos—. ¿No vas a rechazarme? —repito.
Ollie niega con la cabeza y se encoge de hombros. La presión que me atenazaba el pecho se libera de golpe, haciéndome sentir tan ligero que casi podría ponerme a flotar. Me río. Me río feliz, aliviado, contento por haberme atrevido y dejando atrás muchas cosas que, ahora mismo, no me parecen más que tonterías.
Pues sí que bastaba con preguntar.
—No puede ser. Bueno, pues nada, si es así... con tu permiso…
Antes de que Ollie haya acabado de asentir, me pongo de puntillas, le agarro de la nuca y le beso.
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