Ourita, de la constelación de Draco, es un astro y satélite natural del planeta Kepler-10c o, como lo llaman sus habitantes, Hangares. Fue el primer planeta destinado a la construcción de aviación militar hasta que en el 131 de la décima dictadura Ivana, los ciudadanos se rebelaron e instauraron una república. La república de Hangares es conocida por su hospitalidad y su buen trato con los ciudadanos, hecho que le viene de perlas a un narcotraficante como Viktor Shelby.
En una de las tiendas de ultramarinos más ordinarias de este lado de la galaxia, se encuentra un almacén apolillado con olor a rancio con un matón todavía más apolillado y rancio. Viktor Shelby no se ha duchado en dos días, y su pelo al estilo huno (o, como lo llamarían los terrícolas de habla inglesa, mullet) le brilla de suciedad, arremolinado en su sudorosa nuca.
Viktor Shelby odia la idea de coger el comunicador y ponerse a hablar con los maleantes que frecuentan la calle de afuera, un callejón de negocios ilegales encubiertos donde se venden todo tipo de artilugios no homologados. Sobre todo, odiaría coger su comunicador y contactar con el maleante de Kafka, su jefe de dientes artificialmente blancos y con los puños de las camisas sucios por el spray corporal. Tremendamente grimoso. El resto de sus compañeros son más de lo mismo: fanfarrones y automatizados títeres. Sí, todos salvo esa tal Blodyn Blood, la camello de no-se-sabe-bien-dónde. Es una tía muy interesante, aunque algo extraña.
Esa tal Blodyn Blood debería haber llegado con el dinero hace tres horas. Debería haber vendido la pasta nuclear a los paramédicos del planeta Goblin y haber huído con la recompensa antes de que los de la gasolinera se dieran cuenta de que unos camellos habían aterrizado en Zeiwei. Es una buena cantidad de dinero, además, puesto que la pasta nuclear es increíblemente difícil de cortar. Y, aunque Kafka ha confiado en Blodyn Blood para los últimos tres pedidos, está comenzando a pensar que la contrabandista de nacionalidad y paradero desconocidos no es tan de fiar como pudiera uno creer. Últimamente es imposible encontrar un criminal con principios. ¿Es que el universo se ha vuelto loco?
El matón Viktor Shelby descuelga el teléfono fijo de la pared del almacén y teclea el número de Blodyn Blood. Es la catorceava vez que la llama en treinta minutos, y nada. Blodyn Blood ni siquiera tiene un mensaje de contestador. En parte, ha sido culpa suya por haber confiado en ella y no haberle puesto un rastreador en el zapato como a los anteriores trabajadores. Así que decide apechugar e ir a por la nave de la empresa, no sin antes avisar a Hadley de que va a estar fuera, puede que días, y que ha de cuidar de la tienda. Ya lo hago siempre, de todos modos, le responde ella rascándose la cabeza rapada, y uno de los criminales que ha venido a recoger su pedido semanal de combustible para pistolas de rayos se sorbe los mocos y lo mira con expresión cansada.
Después de un largo viaje de veinte minutos en el que Viktor Shelby se dedica a mirar una revista llamada Triángulo de las Bermudas (¡estos son los looks más favorables para pasar el verano en Hangares…!) que habrá dejado allí el último contrabandista que contrataron, aparca en la gasolinera y le pide al trabajador que le llene el tanque hasta la mitad con gasolina, nada de diesel. No quiere que le vuelvan a estropear otra nave. Y, de alguna manera, ha sido el amor por esta nave lo que les llevó a contratar a Blodyn Blood. Blood le había asegurado que tenía otras maneras de moverse por el espacio un poco más ilegales pero ciertamente más eficaces, y Viktor Shelby había apostado por ella nada más comprender que jamás tocaría la nave. Haberse fiado de alguien así no ha sido muy inteligente por su parte.
Dentro de la gasolinera de Zeiwei, recorre las estanterías y coge lo primero que le llama la atención: un paquete de regaliz rojo y una bebida energética con la mascota del club de balónrayo del planeta Cudustea. Mientras un trabajador de pelo morado y expresión hastiada pasa la compra por la caja, Shelby se observa a sí mismo en el espejo convexo de seguridad que está en la esquina derecha, doblado y desgastado. Tiene las mejillas hundidas, la piel grasienta y la gabardina negra arrugada.
—¿Qué ha pasado aquí? —pregunta Viktor Shelby mirando distraídamente a los policías que están hablando con los guardias de seguridad.
—¿Eh? Y yo qué sé. Una pirada ha aparecido con un arma de portales o algo así. ¿Bolsa?
—No —contesta Viktor Shelby, que está intentando reducir su consumo de plástico—. ¿La han pillado?
—Tío, no tengo ni idea. Acabo de llegar. Serán ciento cincuenta y siete zens.
Viktor Shelby pasa su tarjeta universal por el datáfono y mira de soslayo cómo un guardia conduce a los dos policías a la trastienda y después vuelve solo.
—Gracias por realizar su compra en Zeiwei, que pase un buen día.
—¿Los lavabos?
El cajero señala con pocas ganas al pasillo por el que han desaparecido los policías. Con paso subrepticio, Viktor Shelby se desvía de su camino hacia el baño y se detiene delante de una puerta entreabierta que ordena No pasar. A Viktor Shelby se le da muy bien olvidar cómo leer cuando le interesa. A través del resquicio, observa a una policía acercándose a una chica esposada que está sentada en el suelo. Lleva el uniforme de la gasolinera y un quemazón en la rodilla que le ha desintegrado parte del pantalón.
—¡...dicho que no he hecho nada! —le grita a la agente retorciéndose para aflojar las esposas imantadas—. Ya vale. Me habéis tenido aquí casi tres horas, y no estoy como para pagar otro uniforme.
—Señorita, será mejor que deje de utilizar ese tono con nosotros.
—Además —protesta el segundo agente de policía, de espaldas a la puerta—, aún no ha respondido a nuestra pregunta. ¿Sabe o no sabe dónde se encuentra Phil Newton? ¿No le suena de nada Astra Edris, 84390.9…?
—¡Que ya le he dicho a tu amiga que no, señor agente! Vuélveme a preguntar cuando os haya denunciado por pegarme un tiro en la pierna.
—¡Mire, señorita…!
En ese momento, e intrigado por su poco respeto a la autoridad, Viktor Shelby se apoya con demasiada confianza en la puerta con intención de discernir mejor la cara de la chica esposada, cosa que acaba abriendo la puerta y haciendo que las personas que hay dentro se giren para mirar al chico de pintas dudosas que ha irrumpido la escena.
—Perdone, pero usted no puede estar aquí —le advierte la agente con una coleta pulcramente realizada, salvo dos mechones castaños que le enmarcan la mandíbula firmemente apretada.
—¿Cómo no voy a poder estar en mi propia gasolinera? —Viktor Shelby se repantiga en la silla más cercana y abre con un tssss la bebida energética.
Los presentes se quedan en perfecto mutismo.
—Oh, perdone a mi compañera —empieza el hombre de uniforme, con la piel tan negra y sudorosa que brilla bajo los leds del cuartucho—, soy el agente Zapp, y esta es la agente…
—Gunn, Joelle Gunn. Le rogamos que disculpe este entuerto, señor…
—Zeiwei Jr., ese soy yo. Mi padre, el señor Zeiwei, tenía otros asuntos de los que ocuparse —contesta Shelby tratando de sonar muy convencido, aunque nunca se le ha dado del todo bien actuar.
—Señor Zeiwei Jr. —dice la agente de la coleta—, ¿es esta una de las trabajadoras de su padre?
—¡Dile a estos señores que me dejen de una vez!
La chica de las esposas se despega de la pared y se le queda mirando con los ojos totalmente ensuciados por el exceso de rímel. Está enfermizamente blanca, quizás a causa del tiro que le han pegado en la rodilla.
—Entonces —prosigue Viktor Shelby haciendo caso omiso de la chica esposada—, ¿habéis dejado escapar a la chica con el arma de portales y habéis detenido a una de nuestras trabajadoras, desarmada y herida?
Los agentes se miran entre sí.
—Verá, señor Zeiwei Jr., no teníamos muchas más pistas —aventura a decir el agente, que se recoloca la placa con nerviosismo—. Hemos supuesto que podía estar compinchada con la contrabandista.
Viktor Shelby traga saliva y reprime una mueca de asco al ver temblar la cicatriz del labio superior del agente. Le surca la piel hasta llegar a la base de la nariz. Odia a los pusilánimes.
—¿Han sido capaces de rastrear la dirección del portal?
De nuevo, los agentes comparten una mirada. Parece que están en un concurso de aguantar los ojos abiertos.
—Casi. El arma es irrastreable, pero hemos tenido suerte —responde la policía—. A la contrabandista se le cayó una nota en el suelo donde se había formado el portal. Mi compañero y yo iremos tras ella en cuanto terminemos el interrogatorio.
Con reticencia, la agente de pelo engominado deja una hoja manchada de polvo y café en la mesa del despacho. Con letra rápida y poco legible, se lee:
4 de Julio. Año 2021. 21:28:05.
1668032849
41.462453, 2.178200
Ya sabes lo que tienes que hacer.
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