Karma n.
La vida me ha enseñado, a la buena y a la mala, que todo te cobra. Lo que más caro te cobra es cómo quieres a las personas, y lo que haces con su cariño.
Cuando yo trataba mal a los que me rodeaban, a los que me querían y quería, les hacía berrinches y me quejaba de que no me querían lo suficiente o que no me dedicaban el tiempo que yo quería, la vida me mandaba a alguien nuevo o incluso alguien del pasado, de esos que nunca sabrían cómo quererme y esperaban de mi aquello que no estaba dispuesta a darles.
Entonces, sólo entonces, mis berrinches y mis enojos disminuían. Volvía a tratar con cariño y amor a los que quería, y a los que me querían. Tal vez no me querían como yo quería, pero me querían a su manera, y me querían bien, bonita, y feliz.
Pero, la vida también les cobraba a los que yo quería y no sabían quererme.
Que yo quisiera a alguien era un peligro… Para ellos. La vida me demostró que me quería feliz. Se encargaba de que aquellos que no supieron apreciar mi cariño, ese que yo regalo incondicionalmente, cayeran en desgracia…
La vida me quería mucho, de eso no me queda duda. La vida me quiere en paz, porque se encarga de cobrar a todos los que no han sabido quererme.
Llorar v.
En un día de otoño, como cualquier otro, tu nombre fue pronunciado por una canción que había desaparecido de mi radar desde hacía casi una década.
Como muchas otras, contaba la historia de dos personas que habían sido separadas por el mar, que en un arranque de furia y celos decidió que los amantes no debían estar juntos.
Pero me pregunté en aquel momento, ¿Y si estamos a un mar de distancia, pero nos separamos porque tú así quisiste? El mar parece susurrar la respuesta que no quiero oír.
Sólo me queda llorar, y esperar en la orilla que vuelvas.
Paradójico adj.
Todos se preguntaban por qué te ignoraba. Algunos, incluso, habían tenido la osadía de confrontarme y recriminarme que te ignorara.
Callaba. No valía la pena.
Todos veían que te ignoraba. Nadie preguntó por qué tú me ignorabas.
Pelear v.
Dicen que hay cosas por las que vale la pena luchar. Que hay personas por las que vale la pena pelear.
Que, debajo de todo lo malo que aparentan, sus corazones sólo han sido lastimados y merecen una oportunidad. Dos oportunidades.
Pero no más. Yo no doy más de dos oportunidades.
Tú tuviste tus dos oportunidades. Peleé por ti, a capa y espada. Peleé porque te quería, porque te quiero. Porque creía que tu alma era mejor que el frío exterior bajo el que te ocultas.
Pero me equivoqué. Me equivoqué la primera vez contigo. Me equivoqué al darte una segunda oportunidad, sólo para descubrir que eras aún peor de lo que siquiera llegué a imaginar.
Y entonces dejé de pelear por ti…
Secreto n.
A lo largo de aquel año, muchos hicieron una pregunta. La más difícil de las que podían hacer cuando sentía que todo estaba a punto de terminar, de colapsar.
-¿Por qué dejaron de ser amigos?
No puedo responderla. Nunca podré. No puedo explicar de manera sencilla lo que pasó, porque esa historia está íntimamente entrelazada con otra historia que guarda un secreto tuyo... Y a su vez, esa historia está unida a otra que protege el más valioso de los secretos que resguardé durante cuatro años. Y esa historia también protege dos secretos que nunca han sido míos, y esa con otra... Y así, sucesivamente.
Yo digo que quebraste mi confianza de la peor manera. Porque es la verdad. Porque difícilmente podría volver a confiar en ti. Porque me hiciste cuestionar lo único en lo que nunca había dejado de creer: mi buen juicio sobre las personas.
Pero es una respuesta vaga. Y quienes la han escuchado saben que es mi manera de darles largas. Que sientan que di una respuesta, cuando la realidad es que sólo protejo sus secretos.
No son míos para contar. Nunca lo han sido. Nunca lo serán.
Valentía n.
-¿Por qué estás en esta ciudad?- Me preguntaste de repente. Mis barreras se cayeron por completo.
Sabía que eventualmente llegarían esa clase de preguntas. Pero fue tan casual, que me tomo desprevenida. Yo te miré: tus ojos llenos de preguntas y curiosidad me abrumaron.
-Discúlpame- susurré antes de salir disparada al primer tocador que encontré.
Al llegar ahí, deje que mis barreras terminaran de caerse y me permití llorar por unos segundos, cosa que dije que nunca haría frente a ti. Me sostuve del tocador y levanté la mirada para enfrentarme con el espejo.
Mi reflejo tenía exactamente lo que esperaba ver: ojos rojos y un cabello ligeramente despeinado, consecuencia del aire de finales de otoño.
Pero había algo más en esa imagen que me desconcertó. Algo que motivo mi siguiente movimiento.
Confianza.
Me sostuve a mí misma la mirada, sonreí. Dejé ahí todos mis pensamientos y regresé a dónde me esperabas. Tú volteaste al oír mis pasos y sonreíste con una de tus típicas sonrisas, que explicaron lo que vi en el espejo.
Sí, moría de miedo. No quería abrirme: no quería que nadie atravesara las barreras que tanto trabajo me había costado construir.
Pero sabía que era lo correcto. Mientras te veía a los ojos y decía en voz alta lo que más atesoraba, supe que podía hacerlo.
Así que lo hice. Te dije de mis sueños, ambiciones y miedos: te conté de lo que abandoné y extrañaba, de lo que gané y apreciaba.
Asentiste y sonreíste. Me diste un abrazo y me dijiste que todo estaría bien. Y sentía que tenías razón. Por una vez en mi vida, mis miedos no eran parte de mí.
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