Mensaje n.
La universidad nos había separado desde hacía unos meses. Pero eso nos unió. Mientras más lejos estaba, más cerca te sentía, y más te necesitaba. Pero mi obsesión de hacer mil cosas a la vez me había metido en aprietos y esos días me era imposible viajar para verte.
Yo sabía que el trabajo, y los pendientes que tenías te impedían viajar para verme en ese día, en mi cumpleaños.
Mientras me dirigía a la reunión que organicé con mis amigos para distraernos del estrés universitario y citadino y celebrar una vuelta más al sol, recibí un mensaje de voz tuyo.
-Sabes que te adoro y que quisiera estar dándote un abrazo y estar viéndonos, siendo felices con la vida- comencé a escuchar mientras una enorme sonrisa se instalaba en mi rostro. Tu armoniosa y cantarina voz era lo más hermoso que podía oír en ese momento. -Espero pronto tu llegada,- añadías con el mismo anhelo que yo sentía ante ese momento: el reencuentro. -Sabes que siempre estás en mi mente y mi corazón.
.¿Qué pasa?- preguntó una amiga cuando llegué a nuestro punto de reunión, con unas lágrimas recorriendo mis mejillas y una sonrisa amplia y sincera que era imposible ocultar.
-Nada. Es mi cumpleaños.- respondí, como si eso tuviera sentido. Lo tenía: era mi cumpleaños, y me habías recordado que, a veces, las palabras y la compañía son el mejor regalo que podemos ofrecer. Te habías hecho presente, y me habías dado palabras hermosas por mi cumpleaños. No podía pedir más en ese momento.
Miedo n.
Una noche, antes de dormir, me revelaste que los sismos eran uno de tus miedos más grandes.
En un país como este, no tenerles miedo es irracional. Tanto como lo es temer a un fenómeno natural que no es predecible ni prevenible, totalmente fuera de nuestro control.
Por ello, en cuanto llegó el primer simulacro, me aseguré de saber que estabas bien. Oí como lideraste a todas las personas a tu alrededor y lograste que el simulacro fuera un evento exitoso. Y te conté las historias más ridículas de sismos que tenía, para tal vez ayudar un poco a disminuir tus miedos.
Misión n.
Te conocí una mañana de otoño, y me fijé en ti porque tenías un nombre poco habitual, pero que cuando salía de mis labios sonaba a poesía.
Comencé a saber más de ti a partir de un proyecto en el que requerías de mi ayuda… eso decías, aunque sé que puedes enfrentar cualquier reto que asumas.
Poco a poco, fui conociendo tus miedos, tus alegrías, ese entusiasmo tan característico de ti, que me convencía a cada oportunidad de que no había aventura más emocionante y bonita que vivir y ser feliz.
Hacías del día más ordinario el más especial, convertías lo cotidiano en extraordinario, y no hay nada que haya envidiado nunca tanto como tus ganas de compartir tu felicidad y optimismo con las personas que te rodeaban.
Sabía que no eras mío, ni para mí. Pero eso no me impidió disfrutar de la dicha de compartir una parte de mi existencia contigo, pues sabía que lograbas cambiar totalmente cualquier problema que me aquejara, que lo hacías insignificante y me recordabas que nada nunca sería tan grave como para no poder sobrellevarlo.
Llegaste como una luz en medio de la más absoluta oscuridad, y durante 18 meses fuiste lo más hermoso que acompaño mi existir, algo que lo que no fui consciente hasta que te fuiste.
-Tengo que ir a cumplir una misión,- me dijiste una tarde de invierno, como cualquier otra. Yo asentí, pues sabía que ese momento llegaría. Tú tenías sueños, expectativas, y tenías que seguir a tu moral y tu corazón, tenías que ser aún más feliz.
Así que sonreí, y te despedí. Te vi partir hacia aquella misión que estás cumpliendo, y que sé que te está fortaleciendo, y convirtiendo en la persona que siempre quisiste ser. Que te ha llenado de paz, de sabiduría y de amor por la vida.
Te extraño cada día. Espero algún día verte otra vez, con aquella sonrisa tan efusiva, para decirte que te extraño, que te admiro, y que estoy orgullosa de ti y de todo lo que has hecho y harás.
A pesar de cuánto te extraño, sé que no podría ser de ninguna otra manera.
Nombrar v.
Mi madre fue la primera que supo de tu existencia. La primera que me escuchó decir tu nombre, entre susurros y mejillas sonrojadas, como si tuviera 13 años otra vez y no quisiera que nadie se enterara.
Como si nombrarte haría que desaparecieras.
Pasaron unos meses antes de que, en medio de una cena, mi madre dijera tu nombre, casi por equivocación. Mi padre frunció el ceño.
-¿Quién es?,- preguntó demandante, sin entender la totalidad del contexto.
Mi madre se encargó de explicar lo que yo no sabía transformar en palabras concretas y sencillas.
Un silencio se mantuvo en la mesa, mientras el ocasional choque de los cubiertos con los platos era lo único que se escuchaba. Repentinamente, mi padre se giró hacia mí, con la sonrisa más genuina que nunca le había visto.
-¿Y cuándo vamos a conocerlo?
Mis mejillas volvieron a encenderse. Como la primera vez. Como cada vez que debo nombrarte.
Obvio adj.
Nunca he intentado ocultar lo que siento por ti. A nadie.
No podría hacerlo; mis ojos siempre dicen lo que mi corazón a veces se niega a aceptar. Son totalmente transparentes y honestos cuando se trata de demostrarles mi cariño a las personas.
Y cuando mis ojos se posan sobre ti, brillan de una manera singular, que hacen que sea obvio cuán importante eres para mí.
Oponente n.
Carl Schmitt decía que, en la política, el enemigo absoluto es el que debe destruirse, puesto que es el único que genera la encrucijada “ellos o nosotros”. El oponente no es sino un esbozo de lo que no se es, pero que no es necesario prescindir totalmente de él puesto que no representa una amenaza de destrucción verdadera.
Después de todo lo que hemos compartido, de que vivíamos el uno por el otro, de que hicimos cenizas todo aquello que compartimos, de que pasamos infinitas noches compartiendo el mismo lecho y de que dijimos en menos de 30 minutos lo que guardamos por casi cuatro años, estoy segura de tener todas las herramientas que se necesitan para limpiar el desastre que creamos o para destruir los remanentes de esta historia.
Así que dime, ¿Aún puedo llamarte mi amigo, o te has vuelto mi enemigo absoluto?
Orbitar n.
Después de la tarde en que compartimos un helado y abrimos la caja de Pandora del pasado, comencé a creer en tus palabras. La confianza que me inspirabas y la cadencia de tu voz me hizo aferrarme a la idea de que, sin importar a donde nos llevara la vida, estaríamos siempre orbitando alrededor del otro.
Paz n.
Ella y yo siempre habíamos tenido nuestras diferencias: yo creía en ella, y esperaba que estuviera eternamente en mi vida, pero ella se negaba a quedarse. Era como si, por cada paso que diera para acercarme, ella se alejara un kilómetro.
El punto de inflexión fue después de la última batalla: mis fuerzas eran nulas, y mi corazón sabía que no soportaría una batalla más. Si esa paz no prosperaba, terminaría sucumbiendo ante el dolor, y terminaría como un cúmulo de estrés, desesperación, tristeza y melancolía, desesperanza y desinterés.
Las cosas no podían salir mal.
Por eso dije todo
Por una vez había dicho todo. Saber que nunca más te vería y que tras seis meses tendría que dejarte ir, que no tendría la dicha de ver tu sonrisa, que las cosas nunca saldrían como quería porque mis fantasías y anhelos no podían transformarse en realidad, que mi corazón terminaría de destrozarse si tenía que hacer algo así una vez más.
A pesar de eso, estaba girando en mi cama, sin posibilidad alguna de conciliar el sueño.
¿Pero por qué? ¿Acaso la firma de paz no era suficiente? ¿No se suponía que eso debía de desaparecer el peso que mi corazón cargaba desde hacía unos días?
Parecía que no. Que la firma de paz no se transformó en paz para mí, porque el dolor que sentía era peor. Ese tipo que te hace huir antes de que tengas que ver a los demás irse, solo para enfrentar a la soledad con la certeza de que nada podría ser peor en ese momento.
Y supe qué era. Supe que había una cosa que me había guardado.
¿Por qué lo habría dicho?
Si hubiese vislumbrado un atisbo de tu parte de que las cosas terminaran diferentes, tal vez me habría obligado a decirlo en voz alta. Incluso por escrito.
Pero no. No lo dije porque me negaba a aceptarlo. Porque sabía qué si lo hacía, tendría enfrentar muchas otras verdades de las que no sería capaz de escapar.
No. No lo aceptaría. Nunca lo haría. Porque prefería no tener paz -y negarte el único secreto que debías saber- a sabotearme y destrozar lo que me quedaba.
Así que, con una sonrisa, tengo que pretender que el armisticio me da más paz de lo que en realidad hace.
Perfecto adj.
Desde que tengo memoria, he identificado palabras que no me gustan: por su armonía, por su tónica, por su significado…
“Perfecto” está entre las primeras diez palabras que más desprecio.
Y es que, ¿qué es ser perfecto? ¿Significa una suma de cualidades físicas, intelectuales y de personalidad? ¿Cumplir estándares impuestos por la sociedad? ¿Responder a una descripción, con patrones, con un enlistado de cualidades que poseíamos?
Jamás lo he entendido. Lo peor es que, cuando te conocí, esa fue la primera palabra que saltó en mi mente. “Perfecto”. Como si hubieses nacido para cumplir cada uno de mis requisitos, de mis necesidades, de mis anhelos, de mis caprichos…
Me sentí terrible: decir que eras perfecto era ponerte en un pedestal y obligarte a no poder tener “imperfecciones”, a no tener defectos… Y ese no eres tú. Tu sonrisa imperfecta, tu efusivo entusiasmo, tus reacciones ante ciertos fenómenos, tu nombre… nada en ti es perfecto. E, irónicamente, es eso lo que te hace perfecto: la rebeldía de tu espíritu, el coraje de tu corazón, la alegría de tu reír, el amor a tus pasiones…
¿En realidad eres consciente de que, mientras más imperfecto eres, más perfecto te vuelves ante mis ojos?
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