Las manos me temblaban, no podía colocar los números en la pantalla. Tuve que inhalar y retener el aire para conseguir estabilizar mi pulso.
Estaba por cometer una locura, una locura que me tenía extasiado con los pantalones a medio muslo y tendido sobre el solitario sillón de mi habitación.
A estas alturas si alguien me preguntara directamente qué estaba haciendo, podría mentir con que todo era una apuesta, un juego al que fui obligado o una broma de mal gusto.
Fue lo que le dije a mi amigo cuando le pedí el número de Victor, nuestro profesor. Yo no lo tenía porque nunca, en estos años de formación universitaria, necesité de asesorías extras o el contacto directo con ningún profesor.
No era un alumno excelente, ni tampoco el peor. Promedio sería la palabra que mejor me describiría: Demasiado promedio, demasiado invisible. Estaba en el medio de la nada, donde no dejas una impresión fuerte en las personas que te conocen.
Nunca me importó demasiado, el anonimato solía dejarme tranquilo, restarme problemas.
Pero maldita sea, la primera vez que me jugó en contra fue cuando ansié la atención del profesor Victor. Eso fue casi desde el momento en que lo conocí.
Marqué el número y esperé.
Esperé con una corriente fría envolviendo mi columna. Conseguí su número personal poniéndome en evidencia, una mentira, estaba desesperado porque el tiempo no estaba a mi favor. Ya había esperado 3 años.
Y ahora faltaban dos meses para la graduación, las horas de estudio y la preparación de la tesis me dejarían fuera de órbita, con la poca valentía acumulada desparramada en las escaleras. Sin saber si podría volver a ver a Victor Dahesa otra vez.
Si no lo intentaba, sino me llevaba por lo menos esto, no me perdonaría.
Contestaron, el suave sonido del viento se coló por el auricular de los audífonos, tragué espeso:
—Puedo hacer esta noche una experiencia interesante, profesor —dije cambiando mi voz a una versión gruesa de la misma, esa que tengo por las mañanas y que mi exnovio decía que lo ponía cachondo—. Solo tienes que dejarte llevar.
Un silencio respondió.
Oh Dios Mío.
Bien podía ser algún familiar, sabía que no era casado, pero bien podría tener una pareja que ahora escuchaba a uno de sus estudiantes desesperados llamar por sexo.
Mi corazón estaba atascado en mi garganta, el miedo combinado con la adrenalina enviaba señales confusas a mi miembro que estaba apenas erecto, casi como si tuviera miedo de desplomarse ante la negativa.
—Eres muy confiado —su voz me atravesó.
Fue ser cortado por la mitad y desplomarme de cara contra el suelo. Había preparado las palabras, las frases, todo escapó de mi conciencia con el tono oscuro y retador de su voz.
Como esa primera vez.
Recordaba nuestro primer encuentro en el inicio del semestre.
Todos viejos conocidos que entramos en el salón mientras un hombre con pantalón de vestir, camisa arremangada y espalda imponente escribía en la pizarra la materia y su nombre.
Escuché un bufido de despreció detrás mío, yo también lo hubiera hecho de no haber quedado idiotizado con el porte del profesor.
Era de esos que intentaban demostrar su dominio desde el minuto uno, me quedé como idiota en la puerta, mis compañeros me golpearon con sus hombros al pasar, sin embargo, no me moví.
El profesor miró su reloj de pulsera, se giró y el mundo me sacudió. Me sacaba una cabeza de altura, su cabello era de un negro oxidado, con brochazos grises prematuros para sus 40 años, pero realmente atractivos para un chico como yo de tan solo 19 años. Era como ver la experiencia de la vida, promesas de conocimientos que yo no tenía ni tendría sin su guía.
Caminó en mi dirección.
—Siete en punto —exclamó inclinándose hasta que nuestros pechos se rozaron, recuerdo cómo mi corazón se encogió, como su olor, una mezcla amaderada de colonia con la fresca hierba buena de una crema de afeitar invadió mis sentidos y me forzaron a solo apretar las correas de la mochila—. ¿Sales o entras?
Parpadee confuso, el profesor intentaba cerrar la puerta a mis espaldas, yo tenía la garganta seca. Nos miramos un momento, pareció algo eterno, asentí y corrí a mi asiento.
—No hago promesas vacías —dije volviendo al presente, intentando hacerlo jugar conmigo. Por lo menos una maldita vez.
—Un alumno indisciplinado que llama a media noche en viernes. Dudaré de esa capacidad para mantener tu palabra —pescó el anzuelo con ese toque de reto.
Victor Dehesa era más que un porte de infarto, de haberlo sido no estaría en esta situación: Hombres atractivos podían ser contados a montones en los fines de semana a los que mis amigos me arrastraban luego de mi última ruptura.
No era la falta de sexo lo que me tenía desesperado.
El hombre era un apasionado con su materia, estricto no por fanfarronería, sino por el respeto que debía a los conocimientos que impartía. Por lo que pedía el mismo compromiso de alumnos perdidos que a veces preferirían quedarse a dormir en mañanas frías.
Esa pasión con la que te absorbía en el aula, con la que acariciaba las palabras y te mostraba mundos nuevos. Mundos que parecía habitar solo él. Yo quería conocerlos, pero era cobarde.
—¿No prefiere lo datos duros, profesor? —pregunté ronroneando.
Escuché el chasquido de su lengua al otro lado, eso, solo eso, bastó para que mi cuerpo irrigara sangre a mi pene, fue tal golpe que mi verga se tensó en un espasmo de adrenalina pura.
Esa maña de su lengua estaba presente cuando algo en sus libros o en los trabajos de sus alumnos le interesaba de forma genuina. Muchas veces esperé que alguno de mis trabajos hubiera provocado un chasqueo de su lengua.
—Necesitaría evaluarte, alumno.
Un rostro desconocido para él, un alumno más en la larga lista de grupos a su cargo en una universidad pública.
Mi cara perdida entre miles de rostros que habían pasado por su salón de clases. ¿A cuántos recordaría? ¿Se habría follado a alguno de ellos?
—Podemos hacer un examen preliminar —indiqué con un jadeo, tomé mi pene, apenas enrosqué mis dedos en mi longitud y el gemido abandonó mi garganta.
—Aprobaré tu iniciativa.
—Deje a este alumno diligente tomar el liderazgo, profesor —él soltó un mhm corto, vibrante—. Estoy recostado en el sillón, sin pantalones, con la playera apenas un poco más arriba de mi ombligo. Lo quiero a usted igual, lo quiero concentrado en mí.
—Tienes mi atención.
Su mirada era otra de esas partes del hombre que me desarmaban, con ese porte cansado y taciturno, sus párpados parecían pesar cada mañana durante las clases, pero cuando se giraba a reprender o preguntar algo para retar a sus alumnos, podías sentirte atravesado por esos ojos.
Y en ese momento imaginaba que solo me miraba a mí, largo tendido en el sillón, esperando por él.
—¿En qué posición está, señor Dahesa? Dígame, quiero imaginarlo.
—Eres de esos chicos que no han podido superar mi primera indicación ¿No es así? —Sentí que la garganta se me cerró. Victor entró en su primer día y alentó a dejar atrás los formalismos: «Ya no están en prepa. Llámenme por mi nombre, claro, si es que pueden superar esas arcaicas estructuras que el sistema educativo les puso», había dicho.
—Oh no, profesor. Solo reservo su nombre cuando me masturbo.
Un jadeó ahogado hizo fuegos en mi oído, como el susurro de un amante. Tomé el bote de lubricante, el tubo hizo un sonido de vacío y luego se escurrió en mano hasta mi pene.
—Espero que eso sea seguido —comentó, escuché el cierre de su pantalón. Podía imaginarlo con esos pantalones de mezclilla que usaba exclusivamente los sábados en la mañana, lo imaginé dejándolos caer, reclinándose en algún lugar y sacando su erección. La sola visión me excitó de sobremanera—. ¿Qué sueles pensar cuando lo haces, querido alumno?
Algo se estremeció dentro mío con esa forma en que decía todo, ese tono irónico, ligero desprecio o paternalismo. No sabía identificar el origen, pero me encantaba.
Me encantaba como cuando mi nombre era el primero que salía de su boca al entrar a clases y pasar lista. Mi apellido «Arias» me ponía a la cabeza de esa hoja y por tanto en sus labios.
—Siempre lo imagino a usted, desde el maldito primer día, imagino que me arrincona detrás de la puerta y me come la boca. Imagino lo que es sentir su lengua chasquear dentro de mi boca.
» Salivo pensando en lo que se sentirán sus manos tocando mi espalda, bajando por mi abdomen, jugando con el vello que sobresale de la línea de mi pantalón, ese camino que solo conduce a la punta erecta de mi pene. Mi pene que solo se lubrica por usted.
La oscuridad de mi habitación me daba valor, la tenue luz morada de mi librero era apenas tan débil para iluminar mis manos que ahora jugueteaban con mis bolas en un delirio frío.
—¿Te imaginas que te la chupo?, ¿que me tienes de rodillas? ¿Es eso? Esa extraña relación maestro-estudiante.
—Es usted —digo casi demasiado rápido—. Siempre mmm, siempre es usted. Su lengua enroscada en mi verga, con ese molesto chasquido atascado con mi carne…
No sería cualquier profesor, es con él. Todo es con él.
La forma decidida en que abruma con su presencia y llena el aula, como su voz de tenor se adueña de cada recoveco, la forma en que nuestros ojos se encontraron en esas escasas ocasiones que me hacían fantasear con que él también me miraba.
—¿Yo qué puedo imaginar en esta situación? Un rostro oculto, una verga erecta entre tus manos… —dice él.
—Esta es una fantasía, Dahesa. Es la fantasía en la que tienes a ese alumno que se mete entre tus pantalones, que te mira con deseo desde su asiento y te come con los ojos. Ese alumno que sabes que se derrite por ti, que su cuerpo se enciende con los roces accidentales, con la imagen de tu espalda que se tensa al escribir.
»Soy ese alumno, el que tú quieras.
—El que yo quiera —susurró, escuché un suave jadeo, un mmmm prolongado y luego el auricular de su teléfono moviéndose y Dios me bendiga, escuché el chapoteo de su bombeo.
Era un ruido tan húmedo, tan pornográfico. Mi verga estaba erecta entre mis manos, sucia y pegajosa. Punzando porque no había nada que la saciara.
—Tengo un juguete —dijo con una oscuridad recorriendo su voz, como un hombre ante una confesión—. Un agujero que tiene el nombre de alguien.
La sola imagen de Victor, el correcto Victor, sosteniendo uno de esos juguetes envió mi mente al paraíso, a una posición tan incorrecta que ni siquiera la había dejado formarse en mis fantasías.
¿Sería una pequeña vulva de silicón? ¿Un tubo con la forma de unos labios carnosos y calientes? ¿O era acaso una simple y efectiva masa sin forma llena de texturas que abrazarían su pene como un hoyo solo para ser follado?
—Úselo, cierre los ojos, escuche mi voz y lo mucho que deseo que me penetre, profesor.
Contuve el aliento, los nervios eran reales por más que intentara maquillarlos en la llamada. El teléfono de él se movió, escuché el rechinido de una cama, los resortes sosteniendo el peso de ese cuerpo voluminoso, desnudo y excitado por mí.
El tironeo de un cajón y el splash de un lubricante, luego un jadeo ronco y ese sonido, ese maldito sonido de algo introduciéndose lentamente en una capa de silicón viscoso.
Un gemido ronco, casi un gruñido y yo no pude contenerme. Giré mi cuerpo sobre el descansabrazos, mi pene se apretó entre mi vientre y el sillón.
—Estoy abierto para usted —afirmé, echando mi peso sobre la tela, parando el culo y llevando mis dedos llenos de lubricante a mi entrada—. Mi ano se dilata por usted, profesor. Primero un dedo se abre paso, mmm, mierda, dios. Quisiera que lo viera, que me viera. Tan dilatado para usted, son dos dedos… son tres.
Me retiré uno de los auriculares y lo acerqué a mi culo, el sonido era francamente inconfundible, dedos entrando y saliendo de un agujero, mi agujero.
—Mierda, me estás matando —jadeó el hombre mientras estocaba contra su juguete, las patas de su cama rechinaron y yo jadee su nombre, mordí el reposabrazos esperando que mi verdadera voz no me delatara—. Dilo más fuerte, dilo.
Ordenó. Su respiración entrecortada, sus suaves jadeos…
—Profesor Victor, profesor… quiero que sienta mis pliegues, que sienta el hambre de mis entrañas, lo quiero dentro de mí. Ahí, que me empuje sobre el escritorio, que gima con el interior caliente de mi cuerpo. Que me tome enfrente de toda la clase, que todos lo vean profanarme hasta el fondo.
—¡Verga! Cierra la boca, vas a hacerme… —gruñó otra vez, contrario a sus palabras solo el silicón contra la piel llegaba a mis oídos, el ritmo de sus estocadas iba al ritmo de mis dedos que habían tocado mi próstata y me hacían aullar y ronronear envuelto en placer.
—Mi cara contra su escritorio, contra todos esos papeles llenos de marca rojas, mi culo siendo azotado por sus hábiles manos, su boca en mi cuello, lamiendo y mordiendo. Saciándose de ese alumno de sus fantasías, de ese chico prohibido al que muere por hacerlo jadear su nombre.
Me follé el sillón, mis caderas empujaban contra mi piel y aterciopelada tela, el glande se frotaba con un rojo vivo mientras dejaba una mancha de presemen que tal vez nunca se iría.
Como ese deseo reprimido que esta llamada solo alimentaba de necesidad.
El sillón se alzó más de una ocasión crujiendo al caer al suelo de nuevo, llevándome en una vorágine animal donde solo quería mover las caderas y mis dedos más rápido, más fuerte. Quería se destrozado y llevado al límite.
El rechinido de la cama ajena follaba mis oídos, tan visceral que Dahesa perdió el ritmo, el golpeteo de la cama era irregular, instintivo, gruñía dentro mío, como si su voz se hubiera apoderado de mi cabeza.
Gimió sin contemplaciones, con su respiración acelerada y desigual, el estrepitoso sacudón de la cama, de las patas deslizándose con fuerza fuera de su lugar, el juguete chapoteando como si fuera a romperse.
—Querido alumno —gimió más alto, incontrolable, imaginé a un Victor de ceño fruncido con sus ojos caídos llenos de rabia y deseo, con sus manos tocándome todo el cuerpo, arañando mi pecho, pellizcando mis pezones—. Estás aprobado— dijo y lo escuché, mierda, escuché su orgasmo.
Un golpe endiablado de sonidos guturales, rechinidos de resortes y viscosidad satisfecha. Tal acto aprobatorio me hizo venirme tan fuerte que no gemí, chillé con la intensidad en que mi semen salió disparado sobre el reposabrazos y el esfínter de mi ano palpitó comiéndose mis dedos.
Tan bueno e intenso.
Nuestras respiraciones alteradas pero sincronizadas, mezclándose por nuestros oídos, volviéndolas una sola, imposible distinguir a quien pertenecía la satisfacción.
Estuvimos minutos, las luces moradas destellaban como resaca del mejor sexo telefónico que hubiera alguna vez tenido. Luego escuché una risa serena, muy ligera como para considerarse una risa, más como una mueca dulce de alegría.
—Dulces sueños, querido profesor —dije temiendo la incomodidad que podría venir después.
Lo imaginé girando el rostro, mirándome como cuando me entregaba mis notas con esa pizca de orgullo que me decía que, de alguna manera, también me notaba.
—Nos vemos mañana, Arias.
Y colgó.
Comments (0)
See all