Lo descubrí una tarde de julio, corría calle abajo con el chapoteo de los charcos bajo mis botas, la ropa se me pegaba al cuerpo y el poco viento se había vuelto casi doloroso para mis huesos fríos.
El cielo gris no dejaba bien iluminada la calle de adoquines que hacía un camino como tetris, encajando cada parte donde debería estar. Cuando nada sobra, cuando nada falta, estar en el medio de un todo parece adecuado. Te hace sentir integrado, en el lugar correcto.
No tan a la deriva como venía siendo mi vida.
Cada que pensaba encontrar ese lugar para mí, este se me escapaba de las manos, como una ilusión que terminaba a la media noche. Sin zapatilla y sin príncipe buscando a su cenicienta.
Solo yo con la sensación de estar permanentemente perdido.
Patiné por la calle cuando doblé en el callejón donde estaba el bar de los despechos. El lugar tenía un nombre extravagante “Las caricias de Astarot” pero era el lugar donde mis amigos y yo habíamos ido cuando uno de nosotros era botado, cual cartón vacío a la papelera.
En el sentido estricto de la palabra no me habían “botado” simplemente no me escogieron como primera opción y venía a enterarme un poco tarde cuando el prometido de mi novio se paró en la puerta de mi librería para contarme de la boda.
Llamé a mis amigos, pero ninguno contestó, era un maldito viernes a media tarde. Planes tendrían, no me lo pensé y salí de casa a pocos minutos de que el prometido oficial se marchara con la cara de triunfo.
No anticipé la lluvia ni evalué mi estado de humor. Mi cuerpo decidió antes por mí. Ahora pasaba la pequeña puerta del antro. Las luces de neón destellaron en la punta de mi nariz, el humo dejó una estela incómoda en mi garganta.
Las caricias de Astarot tenía una de las mejores combinaciones de luces de la zona y, sin temor a equivocarme, era el antro con el catálogo de carne de mejor calidad en toda la ciudad. Como si el pecado hubiera montado base en ese cuarto oscuro donde los rostros solo eran capaces de verse por la mitad. Medio rostro iluminado de rosa, rojo, verde o azul, la otra velada por la oscuridad.
Me senté frente a la barra, esperaba que no me echaran por el estado de mis ropas, pero el barman me atendió como si viniera en traje y corbata. Que sí, venía exactamente así incluso con abrigo, pero escurría como un trapeador.
—¿Un preparado? —preguntó.
—Solo una cerveza negra, como mis penas.
El hombre alzó una ceja e imaginé que se estaría preguntando por qué decidí emborrachar mis penas en un bar tan lleno de placer, por qué no me hundí en una cantina lúgubre.
—¿Bailasss?
Una voz rasposa siseó por mi cuello, me destensé para alejar el escalofrío dulce que erizó mi piel y moví la mano para espantarlo, no tenía intención de enredarme con nadie en ese punto de la noche, quería beber y olvidar.
Además, me pareció de pésimo gusto intentar bailar con alguien que estaba hecho una sopa de miseria y lluvia.
—Deberíasss.
La presencia se alejó, no fue hasta ese momento que sentí el peso de su cercanía. Había retenido el aire con la esencia de un leño puesto al fuego y mis dedos estaban sosteniendo la cerveza como si fuera el cuello de un enemigo.
Tenía el impulso de girarme y detener a la anónima pero intensa presencia, pero me negué.
Así era mi cuerpo, reaccionaba y respondía antes de que yo mismo procesara la información. Mi piel solía saber lo que mi cabeza no. Me avisó de que algo estaba mal desde el inicio con mi ex, pero cuando es tu cuerpo el que te envía mensajes, no siempre tu lado racional se convence.
El lado racional me decía que eran paranoias, mis inseguridades acabaron por ser suficiente justificante para no ver lo obvio.
Pedí la cuarta cerveza, me faltaba el doble para embriagarme y estaba más que dispuesto a llegar a ese punto de la noche. Solo y ahogado en autodesprecio.
Fue ahí cuando escuché los gritos desde la pista de baile, aplausos y un cambio radical en las luces del suelo y las paredes. Con el rabillo del ojo noté que la gente se replegaba a las esquinas.
La curiosidad siempre ha sido uno de mis dones que vienen con su cuota de problemas. Esa noche en particular fueron el gatillo que me hizo caer en tinieblas profundas.
En el medio de aquél circulo había un hombre que bailaba con una gracia tan abrumadora que quitaba el aliento. Su figura se alternaba con solo el contorno de su silueta en el cambio de luces.
Con cada parpadeo iba descubriendo al bailarín, delineando sus rasgos, piernas largas y delgadas enfundadas en un pantalón de cuero negro que hacía de segunda piel, sus líneas eran esquinas suaves que se curvaban con los movimientos del baile.
Nunca vi nada igual, las luces se alternaban entre el verde como un bosque encantado y un púrpura sobrenatural. La música era una mezcla electrónica, extrasensorial. Las líneas del hombre eran orgásmicas, la flexión de su espalda era una curva de pecado y todos en ese antro lo sabíamos.
Hipnotizados no conseguíamos apartar la vista.
Cabello lacio del color del atardecer, corto pero radiante, la música subió en intensidad, como el loco latir de la sangre por mis venas, las luces se fueron a negro junto a la pausa brusca y sensual de la música, ese bajo que te prepara para un nuevo sacudón.
Como el mar que se retira porque va a golpearte con una ola.
Este tsunami llegó con el coro de la canción, la luz morada destelló, cuando volvió, sus labios cantaron el estribillo “Beautiful Liar” y entonces me clavó la mirada y el mundo cambió su centro.
Ojos negros, ligeramente rasgados con purpurina en el párpado.
No sé cómo, no estaba en mis mejores sentidos y mi autoestima había sido barrida un par de horas atrás, pero en cuanto el extraño bailarín posó sus ojos en mí sin sonreír, lo supe: Me estaba seduciendo.
Usaría la palabra “tratando de seducirme” sino fuera porque ya había caído en la trampa.
Cuando la música terminó fue reemplazada por los aplausos eufóricos. Me retiré de vuelta a la barra, entonces una mano rodeo mi cadera.
—Vas a resfriarte si no te cambias —siseó de nuevo.
—Nunca me he resfriado —contesté mientras me giraba a verlo.
Sonrió, tenía una dentadura blanca con unos colmillos más largos que el promedio. La esquina de su labio tiraba con cierta prepotencia que no me molestó.
—¿No prefieres prevenir? —Susurró a mi oído.
Tenía un aliento frío, casi helado que recorrió mi columna con contradictorio fuego. No me desaparté, un movimiento de cejas me señaló la escalera al fondo.
—¿Qué propones? —dije con la voz en un hilo.
—Sígueme, te cambiaré de ropas.
Mi cuerpo decidió otra vez, el hombre me tomó del brazo y el contacto hizo temblar mis caderas, me dejé hacer. Subiendo las estrechas escaleras estaba una habitación amplia, con cama, ropero y una serie de espejos en la pared posterior. Era un estudio de baile convertido en cuarto personal.
—El antro es mío —acotó ante mi mirada curiosa—. Deja tu ropa en la cama o mojará la duela.
—Ah —solté sin saber qué estábamos haciendo.
Más bien qué estaba haciendo yo dejándome seducir por un extraño cuando acababan de romperme el corazón. Me quedé de pie junto a la cama, apenas unos pasos más desde la puerta, él me miró de soslayo con algo de picardía.
Metió las manos en el cajón y sacó una toalla. Yo dejé mi abrigo en la cama, pensando que mojaría el colchón, pero él tendría sus razones. Cuando empecé a desanudar la corbata lo sentí a mi lado, me giré y él acercó su rostro hasta que nuestros alientos se mezclaron.
Aunque tenía frío, mi aliento era un vaho caliente en comparación con el suyo, tan anormalmente helado.
—Levanta los brazos —me dijo tironeando de mi camisa.
Obedecí, no podría decir que no. El contacto empezó por encima de la ropa, sus movimientos precisos y firmes no solo eran para el baile sino también para desatar la corbata. La simple acción de ser jalado de esa manera, de que me controlaran con la forma tan natural en que este extraño lo hacía y el sonido de la corbata friccionar con el cuello de la camisa estaba encendiendo un ansia sexual que no sabía si debía controlar.
Sexo de una noche, de despecho, de encuentro efímero e intrascendental, era solo eso. Debía serlo para que yo me dejara arrastrar a más.
Cogió mi camisa por la orilla y la sacó del pantalón, su dedo índice delineó el camino de seis botones, desde el superior en mi cuello hasta el inferior. Comenzó a desabotonar, me sujetó por la cintura como si temiera que diese media vuelta y me fuera.
En el silencio pernicioso de la habitación, con el eco de la música retumbando en las paredes y en los espejos, mi corazón era lo que más se escuchaba. Fuerte y claro, no ansioso o sin ritmo, al contrario, tan preciso y tajante en cada palpitación que sería un despropósito negar que quería ser consumido por ese bailarín de líneas perfectas.
Cuando la camisa se abrió por completo, sus nudillos frotaron suavemente mi vientre expuesto, hicieron un camino por los vellos de la línea de mi obligo, tomó la orilla de la hebilla de mi pantalón. Surrealista como sentía todo escuché el cinturón ser retirado, el cuero chasqueando como un látigo en su mano. Mi miembro palpitó.
—Quítate los pantalones —ordenó.
—Aún no me has dicho tu nombre —solté sin saber si era relevante o si necesitaba saberlo para tener sexo de una noche, pero lo hecho, hecho estaba.
Él volvió su vista vidriosa hacia mí, preciosa y sensual. Me arrojó la toalla y rebuscó en el cajón de su cómoda por una camiseta y un pantalón.
—Astarot —dijo con una voz grave que no me dejó reírme ¿Ese era su nombre real o solo lo decía por el nombre del antro? ¿No era ese uno de los duques del infierno? —. Sigues con frío —indicó señalando mis pezones erectos.
—¿Qué recomiendas para entrar en calor? —pregunté con más valentía de la que sentía.
Él me había seducido, sí. Era un bailarín que solo podía llevara la perdición, pero en toda esa multitud de personas, por lo menos esta vez, me había elegido a mí. Eso debía significar algo.
—Quítate los pantalones —repitió con un tono más tajante que se vio interrumpido por su seseo, mientras se desabrochaba los suyos.
Me senté a la orilla de la cama, estiré la pierna mirando la tela aún pegada por la humedad.
—¿Me ayudarías? —pregunté con fingida inocencia.
Astarot soltó una carcajada, se deshizo de la ropa inferior de su cuerpo, quedando en un bóxer tan pegado de licra semitransparente que me dejó ver la silueta de su miembro ya erecto. Mi boca se hizo agua por puro y visceral instinto.
Se acercó con largas zancadas, sus piernas tan delgadas me estaban volviendo loco, entre las luces del antro el color lechoso de su piel era casi transparente pero su presencia abrumadora me excitaba como nunca había experimentado en mis treinta y cuatro años de vida. Nunca fui el tipo de hombre caliente y promiscuo, el sexo ni siquiera era algo que me emocionara demasiado como veía que hacía con mis amigos o mis anteriores parejas.
Frígido me habían llamado.
Lo creí verdad, creí que tal vez solo era un hombre con poca libido, pero en ese preciso instante el calor y deseo que tenía hacia ese desconocido era desproporcionado, enfermizo y asfixiante. No podía ser falta de deseo sexual.
Lo deseaba, tan intensamente que sentía que no iba a soportarlo. Mi verga goteaba contra la tela de mi ropa interior, podía sentir la mancha húmeda y grande de mi presemen. Casi al punto de rogar por algo que de todas formas iba a ocurrir.
Él se arrodilló, tomó la orilla del goteante pantalón y tiró de la primera pierna, dejó un beso en mi rodilla que se sintió como un zumbido eléctrico hasta mi cadera. Tomó el extremo de la otra pierna y por fin me sacó el pantalón, sonrió al ver mi evidente erección, mi bóxer blanco resaltaba la humedad de mi excitación.
—Solo tú podrías hacerme arrodillar, cabrón —dijo con una ternura que no me resultó extraña sino más bien familiar.
Besó el interior de mi muslo, tan frío y caliente a la vez. Lamió subiendo hacia mi pelvis, mi pene punzaba pidiendo atención, pero el contacto de sus finos labios, delgados y húmedos en otra parte de mi cuerpo me hacía sentir que íbamos por el camino incorrecto.
Y por lo menos en esta ocasión, quería apagar mi cabeza y dejar que mi cuerpo cogiera las riendas, estiré mis manos y lo tomé por el cuello de tortuga de ese suéter negro que parecía haber hecho específicamente para su delgado y fibroso cuerpo. Lo atraje y lo besé con hambre, con un intento de dominio.
Estábamos en su territorio, yo a su merced, pero no era divertido solo demostrarlo.
Mis labios eran más carnosos, fue fácil que el dominio del beso fuera y viniera entre nuestras bocas, él mordía y chupaba mi boca tal como se haría con una paleta, succionaba y sus colmillos dejaban un dolor agudo pero seductor.
Lamí esos dientes inusualmente largos, la punta pinchó mi lengua, yo necesitaba más, quería que me mordiera, que me hiciera sentir más dolor y placer. Mi parte racional podría estar gritando que aquél hombre no era normal, que estaba ante algo fuera de este mundo, pero mi cuerpo se sentía irremediablemente atraído.
Su mano me sostuvo de la nuca, me empujó sobre la cama, se fue echando encima hasta que mi espalda estuvo contra el colchón y mis piernas colgaban del borde. Mis manos se deshicieron del suéter y se aferraron a su espalda, acaricié la base de sus omóplatos sin saber por qué, presioné más y él soltó un gemido de satisfacción.
—Por Satán, deja de pedirme que te marque —dijo entre mi boca, jadeando—. O lo haré.
—No te lo pedí —juré.
—No tienes que decirlo, te sssiento.
Una locura que no lo era, no tanto. Yo percibía cosas de él que, en teoría, no debería hacer. Podía notarlo tan excitado como yo, emocionado, pero también, la parte preocupante es que sabía con una claridad antinatural que estaba ansioso y había un rasgo de temor en su cuerpo. No sabría especificarlo, estaba en mi pecho y se retorcía haciendo inseparables mis emociones de las suyas.
Como un río que se desborda.
Terminé por asentir con un gemido, su mano bajó hasta mi ropa interior, jugó con el elástico antes de deslizarse dentro. Resbalaron por mi pubis, jamás los vellos de esa zona se habían erizado con un simple tacto.
Todo era nuevo, daba vértigo y un miedo que no acababa de convertirse en miedo sino en pasión. El demonio tenía dedos largos y fríos y sus besos sabían a menta con alcohol. Tomó mi verga y bombeó, él siseó, yo me ahogué en gemidos.
Su boca bajó por mi cuello, dejando pequeñas mordeduras, estuve por gritarle que clavara sus colmillos en mi hombro, no hacerlo fue muestra del resquicio de cordura que me quedaba.
Siguió bajando hacia el pecho, expuesto y frío por el tiempo con ropa mojada, sin dejar de masajear mi verga. Lamió mi pezón, grité bajito, frío. Jodidamente frío. Luego mordió y entonces todo fue dolor y calor.
—¿Haces esto con todos los perros mojados que encuentras en tu bar? —solté de forma entrecortada porque el placer y la sorpresa mantenían un nudo en mi garganta.
—Sssolo contigo.
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