–Navalheim… la verdad no lo conozco… –Ah, bueno, tal vez no era tan conocido.
Videojuegos no debe nunca ser el principal tema de conversación en una reunión de trabajo. Recordaré eso.
Soy Eduardo Silva, abogado, me especializo en legislación contractual y tengo veintiocho años. Estoy en medio de un viaje de trabajo, en la cafetería del segundo piso del edificio donde se encuentran las oficinas de una compañía con la que debemos firmar un contrato de servicios. Jugué “El Destino de Navalheim” por ocho años desde su lanzamiento.
Cuando salió a la venta, un amigo de otra facultad me contó del juego. Había estado buscando algo nuevo que probar por buen tiempo y me vino como anillo al dedo. El Destino de Navalheim era un “MMORPG”, o juego de rol multijugador masivo en línea. Desde el inicio me gustó por sus mecánicas de combate ágiles, pero que al mismo tiempo exigían pensamiento táctico. Uno no podía lanzarse al combate a intentar ganar solo por medio de la rapidez con los botones, era necesario pensar qué hacer y en qué orden. Los golpes debían ser precisos, no rápidos. Para alguien con una debilidad en los juegos de velocidad como los de peleas o carreras, como yo, Navalheim era una muy buena alternativa. Tomás Manrique, que se encontraba frente a mí y era el representante de la empresa donde me encontraba, no parecía conocer nada de eso.
–Lo voy a apuntar y averiguar, mi hermana juega, tal vez le guste… –Ah, no, no. Eh, ayer cerraron los servidores. –¿Quebró?
Es la respuesta de quien trabaja en el departamento legal.
–No, nada de eso, llegó a su fin –intento explicar–. Terminó. La compañía cerró los servidores por decisión propia. –Ah, ya veo. No hay nada eterno ni en los juegos, ¿no? –Parece que no.
Cojo el sándwich que tengo en la mesa frente a mí. Al instante me detengo y lo vuelvo a poner en el plato. Estoy en una reunión de trabajo, así que no puedo comer con las manos. Cojo los cubiertos y corto un pedazo del sándwich lentamente.
–A mí me gustaban los juegos de disparos, los “FPS”, cuando era niño –habla Tomás. Debe tener mi edad o algunos años más. –¿A sí? –Sí. Era bueno hasta los quince años. Lo dejé un tiempo y cuando intenté regresar al online… ya sabes seguro lo que pasa en las partidas. –Sí… la gente no es muy amable. –¡Exacto! Jaja –Tomás hace una pausa, se recuesta en la silla mirando al lado, en dirección a una gran ventana por la que se ve la calle y una zona con árboles entre dos pistas anchas. Pocos autos pasan. Son las tres y veinte de la tarde. Los alumnos de colegio deben estar regresando a sus casas.
El teléfono de Tomás suena, él contesta.
–Ah sí… Silva está aquí. ¿Subimos con los documentos? –me hace una seña y tomo mi maletín. Él coge el suyo–. La copia de los archivos está aquí… –Sí, doble copia del contrato y los anexos. –Doble copia del contrato y los anexos dice el doctor Silva… ya, perfecto… okey, estamos en camino –cuelga, me mira–. Vamos.
Él camina hacia el ascensor y yo lo sigo, pero se detiene.
–Una pregunta, ¿no venía contigo un tal Álvarez? Guillermo Álvarez.
En ese momento lo recuerdo. La reunión no es solo para mí. Yo soy el asistente de alguien más. Ese alguien aún no ha llegado.
La puerta del ascensor se abre. Guillermo Álvarez, mi jefe, está dentro recostado sobre una baranda con los brazos cruzados. Como es usual en él, su terno se ve un poco arrugado y su corbata está fuera de lugar. Esta vez hay un detalle más. Un cigarro apagado a medio terminar cuelga de su boca.
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