Me sorprendiste en Lupercalia. Los años que he vivido aquí no han sido suficientes para desentrañar sus tradiciones. Creo que en Roma son extraños. Tú estabas más bello que cualquiera de ellos con su piel blanca. Incluso de haberse tratado de la mía. Brillabas como el Sol, como la arena ardiendo del desierto en que me hacías el amor. Como la superficie de cristal del agua en que caímos.
Te echo de menos, mi vida. Cada luna en que no puedo verte pesa en mis gastados hombros más que cualquier golpe. Habría deseado darte más que un par de flores, más que un par de besos. El sobresalto fue mío al verte aparecer tan desnudo, flagelando el aire arrullado por el espíritu de fiesta, mas grandioso y oportuno que me confundiesen con mujer. Que pudiésemos rodar juntos lejos de sus ojos tras ese juego en que tú volvías a ser un cazador. Nunca me consideré sin embargo tu presa.
Se hizo tarde y él no me quita los ojos desde entonces. Puede que me retrase otra vez. Puede que no llegue mañana, tampoco tras tu próximo combate. Me deshago en lamentos, mi corazón, por favor la vida sea tuya, por no poder consolarte ni lamer tus heridas. Mas al caer de la siguiente noche ruego se me alumbre el camino, su preocupación cese y descanse con los dos ojos cerrados y su brazo lejos de mí.
Espérame. Sueña con mis labios como hago yo con tus caricias. Abraza mi amor, grande como es largo el camino que nos mantuvo desconocidos.
Tuyo.
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