Querido Harry,
Espero que para cuando termine de escribir esta carta (no pienso admitir jamás cuanto me va a costar redactarla en su totalidad), siga quedando un mundo en el que podamos vivir (o algo que se le asemeje, incluso si es como esqueletos de nuestros antiguos yos, atemorizados en una esquina por monstruos que escapan a nuestra comprensión, en el sentido más literal de la expresión).
Podría andarme por las ramas, encontrar el tipo de discurso exacto que haga que no quieras fingir que no has recibido esta nota, que agradezcas que te la haya escrito. Sin embargo, mereces algo más; ya te hice daño una vez, no se va a volver a repetir.
Hasta hace unos meses, hacía años que nos veíamos.
En aquel entonces, cuando cortamos…cuando corté
contigo, dejándote abandonado después de que gritaras que ni siquiera sabías si
seguías siendo deadnamehere,
si acaso lo habías sido alguna vez… Cuando me marché, yo tenía tanto miedo como
tú y era mucho, mucho más cobarde porque, en el fondo, una parte de mí siempre
había sabido que eras Harry. Por eso me gustabas «de verdad», incluso si
todavía no estaba dispuesto a admitírmelo de verdad.
También podría poner ahora de excusa a mi familia, pero soy lo bastante maduro como para saber que eso no justifica que fuera cruel y egoísta. Tanto como no justifica la suerte que ha sido tenerte de vuelta en mi vida, de poder, tentativamente, empezar a llamarte «amigo». Igual eso es lo que nos falló la última vez: en ningún momento nos sentimos cómodos en meros términos de amistad, pasamos de conocidos a lo más parecido a «amantes» a lo que pueden aspirar dos personas de diecisiete años sin educación sexual alguna.
La última vez que nos vimos, hasta estos gloriosos meses (hablar de «gloriosos» en mitad del fin del mundo igual no es más que reafirmar que soy un ser deplorablemente egoísta y, hasta cierto punto, despreciable, pero al menos voy mejorando con respecto a lo que una vez fui), a mí «no me gustaban los chicos» y tú «no te llamabas Harold». El mundo era distinto; incluso si seguíamos estancados en una moda y estilos previos a la Tercera Guerra Mundial, exactamente como ahora mismo, creando armaduras aún más artificiales sobre los disfraces que ya tapaban quién en verdad somos.
Sin embargo, me gusta creer que en mitad de toda aquella falsedad, en mitad del auto-engaño, del daño que pudimos llegar a afligirnos mutuamente (sobre todo de mí a ti), hayamos un tipo muy particular de paz que ayudó a que a día de hoy nos hayamos podido reencontrar.
Quiero creer que aquellos milkshakes compartidos sirvieron para algo más que lograr que me mantuviera despierto hasta las dos de la mañana por culpa del subidón de azúcar. ¡Qué demonios! Quiero creer que el estar despierto hasta las dos de la mañana no era culpa exclusivamente del exceso de azúcar en sangre.
Con todo esto, lo que quiero decir, es que…me encanta el nombre de Harold, incluso si sé que prefieres que te llame «Harry», que es menos formal y más «creativo» (menudos sois, todos los artistas y vuestras manías…), que me encantaría saber cómo lo elegiste…pero no creo que ahora estemos en un momento de nuestra relación en el que tenga derecho alguno para preguntarte exactamente el porqué de ese nombre.
Me gustaría que dicha cuestión entrara dentro de la «normalidad» entre tú y yo.
Sé que, seguramente, me he ido demasiado por las ramas para acabar llegando a tan simple y abrupta conclusión y, de nuevo, sé que te he hecho más daño del que mucha gente está dispuesta a perdonar, pero, Harry, yo te quería y, creo que, ahora, te amo.
¿Es esto algo anticlimático? ¿Impulsivo? Sí, pero también lo es que un monstruo absorba todo el color del parque al que sales a correr por las tardes y ambos hemos vivido esa circunstancia o incluso peores y hemos sabido enfrentarnos a ella.
Incluso estaría dispuesto a dejar que me cortaras la cabeza si vuelvo a traicionarte, pero al menos así antes podríamos haber tenido una cita paseando por las ruinas medio enterradas de ese edificio hecho de mármoles irregulares con formas casi naturales, que recuerdan a formas marinas, cogiéndonos las manos mientras nos divertimos pensando en qué rocambolescas razones pudo tener su arquitecto para no construir una mera mansión de paredes rectas y sobrias como casi todo el mundo haría.
Quiero llorar contigo y reírme contigo. Quiero que tus confesiones llenen mis silencios y acabar entendiendo que las mías no malgastan los tuyos (no prometo nada, al menos al principio).
Pero, por encima de todo, quiero evitar que creas que te estoy tomando el pelo, que esto es solo un capricho temporal o que se trata de un «podemos morir cualquier mañana, mejor aprovechar el momento». No quiero poner la mano en el fuego, porque no llegamos ni a la mitad de la treintena pero, ahora mismo, lo que yo me imagino haciendo, por encima de todo, es envejecer contigo.
Es gracioso, porque he empezado la carta básicamente prometiendo «cero chantaje emocional» y ahora estoy tirando de lo que bien se podrían entender como «clichés manidos».
Por cierto, siento la mancha. Algo que creo todavía estaba en proceso de dejar de ser una persona se ha colado por la ventana mientras iba al baño y he tenido que, bueno, ya sabes, mis músculos hace mucho que son de algo más que ir al gimnasio.
Ja, lo que me faltaba: presumir de físico.
Estoy divagando demasiado, lo siento, y puede que, para cuando leas esto, o yo haya muerto, o haya hecho algo imperdonable o, si el karma decide hacer la vista gorda conmigo, lo estés leyendo mientras yo ronco suavemente a tu lado, en ese cuarto tan recargado de todo tipo de instrumentos musicales con intento de cocina-baño adjunto a lo que llamas «piso».
Dejaré clara mi tesis: nos conocimos en un momento de nuestras vidas en las que ninguno era exactamente él mismo en su totalidad, viviendo una mentira que acabó en dolor y heridas de esas que, incluso cerradas, dejan un dolor crónico imposible de curar del todo. Sin embargo, me gusta creer que por aquel entonces, en mitad de la deshonestidad, aquello era lo más parecido a un refugio de sinceridad a lo que podíamos aspirar.
Y cada segundo que he pasado contigo en los últimos meses no hace sino que lo crea más y más. Cada instante en el que te hago reír, en el que te exaspero, en el que consigues que me acuerde de que se puede sonreír sin que haya una «Gran Razón» para ello, en que haces que esté a punto de morir porque logras que todo salvo tú desaparezca de este plano…no hace sino probarme que, igual, tengo razón.
Además, estamos en un mundo donde los monstruos han resultado ser reales. Si las criaturas de nuestras pesadillas pueden existir, ¿por qué nuestra relación?
Pase lo que pase,
Siempre tu amigo,
Edward.
Comments (0)
See all