“Es por eso que me voy.
Voy a ser feliz,
mientras tú te quedas sufriendo
en este cruel mundo.”
Elicia Delune era su nombre, hija única de uno de los duques más importantes de la provincia, a quién no le faltaba nada. A pesar de semejante título, en el fondo no era más que una joven perfectamente normal y saludable. Para bien o para mal, terminó siendo la exacta imagen de su encantadora madre. Elicia creció en un hogar tranquilo, con padres que la amaban, no tenía que preocuparse por crecer muy rápido para sobrevivir, tenía grandes esperanzas y un deseo por explorar su pequeño mundo propio. Tenía mucha suerte, sin duda alguna. Tras notar la casi infinita imaginación de la niña, su madre hizo ella misma una pequeña libreta azul para que contara sus aventuras y las compartiera a todo mundo (siempre tuvo un talento especial por las artes). Incluso le agregó un precioso bordado floral, debido al apodo que le dio a su hija: Florecita de Luna. El regalo fue tan precioso que nunca fue utilizado. En su lugar, prefirió tomar notas dentro de libros o dibujar sobre meras hojas de pergamino que podían ser manchadas sin ningún tipo de pena. Hubiera sido terrible que su tesoro fue dañado, destruido o peor aún: que ya no tuviera espacio para seguir usándolo.
Sin embargo, pocos años de alegría persistieron. La duquesa empezó a presentar signos de enfermedad. Por alguna razón empezó a sentir un montón de fatiga después de caminar por un par de horas, seguido por fiebres altas y pérdida de apetito. Poco a poco su vida fue desapareciendo bajo intenso dolor que la terminaba dejando en lágrimas. Dormía muy poco a pesar de lo agotada que estaba y su cuerpo rechazaba la comida, incluso un simple pan. Los médicos más especializados buscaron una cura, pero nada les servía, lo único que podían hacer era darle una acídica medicina que en teoría la mantendría con vida de momento. Lastimosamente, esta medicina no podía evitar el dolor. Elicia tenía apenas cinco años cuando ocurrió la tragedia. Aunque trataron de impedirle que presenciara el tortuoso estado de su madre, no podían evitar que escuchara cómo le suplicaba a los doctores que dejarán de administrarle la droga que mantenía su corazón palpitando. En otoño de ese año, poco antes del cumpleaños de la niña, la madre falleció.
Toda la mansión quedó en pena. En especial el padre de Elicia, quien estuvo con su esposa hasta el último minuto, sin poder hacer más que sostener su mano. Elicia por su parte, se sentía adolorida pero no entendía muy bien qué iba a pasar ahora. Sabía que su madre se había ido, pero no sabía a dónde. Para colmo, el día del funeral le preguntó inocentemente a su padre: “¿por qué estás tan triste? ¿Que no mamá quería morir?”. En rabia, el padre le ordenó a su hija que se apartara de su vista, asustándola en el proceso. Ella asumió que no quería que volviese a hablar de su madre, por lo que se llevó el recuerdo de su madre hasta la tumba.
Los siguientes años no fueron más sencillos para ella. Rumores sobre la trágica muerte de su madre despertaron compasión y burla por igual. Algunos lamentaban que una persona tan bella, amable y cariñosa haya muerto de forma tan dolorosa, mientras que otras personas se deleitaban por saber que el duque ya no tenía esposa. Incluso había gente que compartía el chisme de que se había suicidado, y lo peor de todo es que no se sabía si era falso. En medio de todo esto, estaba Elicia, hija única de los actores del drama, víctima de la soledad. No tenía nadie confiable con quien hablar. Quedó sola en medio de un campo de batalla, y no hubo nadie quien la guiará por sociedad. Su madre sabía cómo hacer amigos, cómo era mejor arreglarse, cómo lidiar con gente molesta, dónde pasar el tiempo… Ahora no había nadie. A pesar de esto, trató de hacer su mayor esfuerzo y aventurarse por el mundo para así seguir adelante.
No obtuvo el resultado esperado. Salvo para humillarla por su introvertida personalidad, nadie quería estar a su lado. La acosaban con comentarios horribles como que su madre estaba en el infierno porque se había suicidado y que nunca iba a ser feliz. Entre más tiempo pasaba, más le costaba negar esos comentarios, sólo podía quedarse en silencio y bajar la cabeza. En varias ocasiones le jugaron bromas pesadas como regarle té o comida encima para forzarla a irse de las fiestas, o enviándole invitaciones falsas para quedar en ridículo. Aquellos crueles niños amaban poder ver a alguien supuestamente digno y noble en tan mala situación, y para su deleite Elicia no podía evitar llorar y sentirse odiada por el mundo… Tal vez era cierto… Tal vez nadie la quería… Ni siquiera su padre, quién prefería trabajar a verla porque no podía tolerar ver al fantasma vivo de su fallecida esposa. Incluso si en su hogar había gente que sentía pena por ella, no tenían el tiempo de detenerse y hacerla sentirse mejor. El trabajo iba primero, las emociones después.
Cuando diez años pasaron desde la muerte de su madre, por fin Elicia tomó una decisión: ya no iba a salir de su hogar. Era demasiado agotador salir, vivir bajo miedo, sin saber quién era confiable. Por mucho que añoraba explorar todas las posibilidades que el exterior ofrecía, ya no había mejor lugar en el mundo que la comodidad de su hogar. Era solitario y frío, pero era seguro. Todas sus cosas favoritas estaban ahí… no necesitaba nada más. De seguro su vida iba a tener que ser mejor. No había nada malo en su casa. No había nada que temer. No necesitaba amigos, podía sólo imaginar los personajes de sus historias cobrando vida y teniendo aventuras fantásticas. Podía incluso imaginar que todo era normal, que sus padres seguían con ella y que todo estaba bien. No quería nada más. Todo estaba bien… ¿No es así?...
No. Todo estaba mal. Justo como su madre, empezó a estar cada vez más cansada, pero nadie le prestó atención porque se notaba que su cuerpo no se había contagiado de la enfermedad. Su apetito también empezó a variar, a declinar. Sentía que iba a vomitar si seguía consumiendo grandes cantidades de comida, por lo que prefería tomar una sopa simple cada día y un poco de pan. Cada mañana se empezó a levantar un poco más tarde, hasta que un día estaba tan cansada que no pudo ni siquiera hacerlo. No quería abandonar el único lugar que todavía conservaba calor, la agradable burbuja de comodidad que creó en su cama. No tener que pensar en nada más que su interior era perfecto. Deseaba poder seguir ahí hasta el fin de los tiempos.
Fue entonces que descubrió algo increíble: su padre la visitó por fin, cuando los doctores llegaron para asegurarse de que estuviera saludable. No se quedó por mucho tiempo, pero por una vez se sintió amada de nuevo. Decidió experimentar un poco. Un día trató de levantarse y caminar, sólo para caerse por las escaleras, pretendiendo que fue un accidente. Elicia esperaba que su padre apareciera de nuevo, pero no fue el caso esa vez. Otro día rompió un jarrón sólo para obtener un trozo y fingir otro accidente. Ella pretendiendo que olvidaron limpiar bien el cuarto y que por eso terminó cortando su pie. Nada. No parecía importar cuánto se lastimara, su padre ya no podía verla… O más bien, ya no quería verla.
Un hermoso día el sol empezó a brillar después de una pesada lluvia de varias horas. El jardín estaba más verde que nunca, las flores estaban preciosas y las aves cantaban mientras el viento soplaba suavemente. Elicia se levantó temprano, decidió caminar por el jardín esa mañana. Recordaba pasear por ahí de vez en cuando junto a su madre, y pasaban tanto tiempo que se le quemaba en varias ocasiones la piel (por obstinadamente no usar un sombrero). Una vez más estaba sola, pero estaba feliz. No quedaba mucho más que hacer. Elicia regresó adentro, escribió una nota rápida, la dejó sobre la mesa de su escritorio y subió las escaleras hasta llegar al polvoroso ático. Guardó su preciado libro azul en una caja, oculta de ojos curiosos y perversos, diciendo: “nos veremos pronto, mamá”. Con lágrimas en sus ojos, abrió la ventana fuertemente, rompiéndola en el proceso, y saltó.
Su cuello se rompió por el impacto, muriendo casi instantáneamente.
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