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Haku Chi [MUESTRA - ESPAÑOL]

Los visitantes

Los visitantes

Jul 14, 2023

      El bosque había quedado totalmente en silencio, como si hubiera sido ahogado por la oscuridad de la noche. Pese a la gran batalla que se libraba a su alrededor Tsurugi no oía nada. Quería levantarse, pero sus piernas fallaban al encontrar las fuerzas para hacerlo. Sentía temblar sus extremidades como nunca antes. Ni siquiera notaba su brazo izquierdo. ¿Quizá era su voluntad la que fallaba? Fijada su mirada en la hierba, vio gotas de sangre, oscurecidas por la noche. «Maldita sea...», pensó, aterrado, al llevarse un dedo al abdomen. De repente, unos pasos a su espalda hicieron crujir la hojarasca.

      Tsurugi giró, vacilante, la cabeza en dirección al sonido. La luz de la luna dotaba a su espada de un fulgor fantasmal. Podía apreciar las salpicaduras de sangre que humedecían el arma. Poco podía distinguir de su atacante, más allá de la silueta de su armadura, la voluminosa cola de cabello carmesí que sobresalía de su casco y una máscara en forma de cigarra, a través de la que se adivinaba la mirada que le dedicaba. Eran los ojos de un monstruo, de un depredador insaciable que no estaba dispuesto a descansar hasta terminar con su vida. Tsurugi quiso echar mano de su espada kodachi, pero estaba incrustada en su brazo izquierdo. Tal era la impresión que le generaba su presencia que tardó en reparar en el bulto que se retorcía en el suelo, a los pies del guerrero, extendiendo su brazo hacia Tsurugi, tratando de alcanzarle.

– Tsu... – trató de articular, agonizante, la persona que yacía en el suelo – rugi...

– H-hiroshi – tartamudeó Tsurugi, horrorizado ante la macabra escena. A su alrededor no parecía haber sonido alguno, pero sus sentidos estaban embotados. No sabía qué hacer. Tenía que levantarse, sabía que debía hacerlo. No sólo por él, sino por su mejor amigo. Debía hacer algo, debía usar todas sus fuerzas. Pero sabía que no tenía sentido. Su destino estaba sellado: iban a morir aquella noche. El guerrero con máscara de cigarra se encargaría de ello. Estaban frente a la misma muerte.

      Tsurugi sintió como si hubiera perdido el control sobre sus propias acciones. Apoyó uno de sus pies en el suelo y agarró su katana, tendida en la ensangrentada hierba. No fue capaz de volver a posar la mirada sobre Hiroshi antes de girarse y correr en dirección opuesta, jadeando por el dolor. Corrió como pudo, sin detenerse, hasta caer desfallecido. La voz de Hiroshi aún retumbaba en su cabeza.




      Suspiró al despertarse. Al frotarse los ojos descubrió que estaba bañado en sudor frío. Habían pasado años desde aquel combate y, sin embargo, recordaba su traición como si hubiera pasado aquella misma noche. Se incorporó con desgana y se dispuso a vestirse, dejando al descubierto su brazo izquierdo, que colgaba atrofiado. Le era totalmente imposible realizar la más mínima tarea con ese brazo, así que tenía que servirse únicamente del derecho para ponerse la ropa. Por comodidad había decidido coser la manga izquierda de todos sus kimonos, haciendo con ellas una suerte de cabestrillo improvisado.

      Caña de pescar en mano, salió del hogar y se internó en la pequeña arboleda que rodeaba su propiedad. El sendero, ligeramente inclinado, que seguía el antiguo ronin le guiaba hasta un pequeño lago cercano donde pescaba su propia comida. Sujetando con firmeza el mango de bambú, lanzó el hilo de pescar a una buena distancia. Esperaba capturar al menos una carpa, pero no pensaba hacerle ascos a un amago o un yamame. Con tranquilidad se sentó a orillas del lago y esperó pacientemente a que algún pez incauto picara el cebo.

      «Parece mentira que el Periodo Sengoku haya tocado a su fin», meditó Tsurugi con un suspiro, observando cómo la brisa se deslizaba sobre las calmas aguas. Hacía poco menos de una década desde que la Batalla de Sekigahara puso punto y final a aquella era llena de violencia, que Tsurugi vivió de primera mano en el frente. «Esto es la paz, ¿eh? Aún habiendo pasado tanto tiempo me cuesta hacerme a la idea». Los ecos de su juventud afloraban en su memoria. Había nacido y crecido inmerso en el Periodo Sengoku, donde la guerra era el pan de cada día. Desde que aprendió el camino de la espada se internó en las batallas sin siquiera tener un señor al que servir. No tardaría en conocer a otro ronin como él, y poco tardaron en desarrollar una gran amistad. «Ojalá pudieras ver esto, Hiroshi...». El recuerdo de aquella noche le atrapó en cuanto pensó su nombre, humedeciéndole la mirada.


      No muy lejos de allí, un monje caminaba bajo el sol. Un niño lo acompañaba sujeto a su mano, maravillado por todo lo que veía a su alrededor.

– ¡Mira, ahí hay ranas! – Exclamó el pequeño, extendiendo su mano hacia una pequeña charca.

– Las veo – respondió el monje, con tono amable –. ¿Sabías que son buen augurio?

– ¡Sí! – respondió con alegría el niño. Era la primera vez que veía ranas – Me lo has dicho mil veces – se burló, juguetón. Sus ojos refulgieron como rubíes por la alegría.

      «Espero que la fortuna esté de nuestro lado...», meditó el monje, tratando de no enturbiar el gesto para no preocupar a su pequeño compañero de viaje. Faltaba poco para llegar, ya podía ver la montaña a la que se dirigían. «No te preocupes tanto, Hideki», se dijo, «una vez nos hallemos frente al Lobo, sé que todo saldrá bien. Tiene que hacerlo».

      Tsurugi recogió su caña de pescar. Había capturado una carpa pequeña, de apenas veinte centímetros, y un par de yamame. «Supongo que está bien», se consoló Tsurugi. Pretendía pescar algo un poco más grande y ahumarlo para el almuerzo y quizá la cena, pero tenía que apañárselas con lo que tenía. ¿Qué se le podía hacer? No era mucho, pero al menos era algo. Unas pisadas en la hierba le sacaron de sus cavilaciones y le pusieron en alerta. Al voltearse, vio que se trataba de un gato salvaje que había intentado escabullirse para robarle la pesca. Sabiéndose descubierto, el felino se quedó inmóvil, en guardia, y siseó. Tsurugi levantó la mano para espantarlo, pero reparó en la delgadez del gato. Aquello le hizo cambiar de idea. Bajó el brazo, agarró la carpa y la tiró cerca del animal, que retrocedió asustado y, tras un par de segundos, agarró el pescado y abandonó el lugar con la velocidad de un rayo. Tras el anecdótico encuentro, el ronin retirado puso rumbo a su casa.

      No le dio tiempo a terminar el vaso de té que había preparado para acompañar los pescados cuando oyó golpecitos en la madera de la puerta. No esperaba visita. Se levantó y abrió la puerta corredera, vacilante. Plantado frente a él tenía un monje de baja estatura, sonriendo sin saber qué decir. 

– ¿En qué puedo ayudarle? – rompió el hielo el antiguo ronin.

– ¿Es usted Tsurugi Tsukigami? – quiso saber el recién llegado. Sonaba ligeramente agotado.

      No tardó en reparar en el pequeño bulto blanco que sobresalía por la espalda del monje. Tímidamente asomó una mano diminuta, y poco después la cabeza. Era un niño. A juzgar por su estatura, debía rondar los 10 años. Tsurugi les invitó a pasar con una exhalación. Una vez los visitantes entraron, Tsurugi se sentó de rodillas sobre el tatami y recogió su vaso de té. El monje dejó que el niño jugara en el jardín de su anfitrión, con la connivencia de éste, mientras el vigilaba desde el interior de la casa, resguardándose del sol tras las puertas traseras abiertas.

– Parece agotado – comentó Tsurugi al monje. No le había sido difícil advertir la respiración pesada del anciano –. ¿Por qué no se sienta?

– Sí, por supuesto – obedeció el monje con voz nerviosa –, se ve que ya no estoy para estos trotes – rió antes de volver a quedar en silencio. Así permaneció el anciano, sentado de rodillas frente a Tsurugi y dirigiendo miradas intermitentes hacia el niño, que correteaba en el jardín ajeno a todo.

– No es común ver viajeros como ustedes dos – resaltó Tsurugi para romper de nuevo el silencio. Se notaba a leguas que aquel monje necesitaba algo, pero no se atrevía a decirlo –, sobre todo en esta montaña. Un monje y un crío – apuntó, dejando escapar un tono sarcástico –. Voy a preguntarle abiertamente, ¿a qué viene esta visita?

      La mirada inquisitiva del anfitrión heló la sangre al ya agitado Hideki. Los ojos del monje se desviaron hacia el tatami durante un segundo. «Pese a lo tranquilo que parece, esa mirada... es como la de un lobo», fue el pensamiento que cruzó la mente del monje. Sin duda estaba frente a él. Tímidamente musitó unas palabras.

– Es por el chico.

      Tsurugi deslizó la vista hacia el pequeño. Su cuerpo y cabello blancos resaltaban en el paisaje como el hollín en la nieve. Jugaba a atrapar insectos, a los que soltaba sin demora. «Ese crío, ¿eh?», meditó. «Parece ajeno a todo». Casi al tiempo que formuló ese pensamiento, el chico le devolvió la mirada, sabiéndose observado. Un segundo después, una sonrisa ingenua se dibujó en su rostro. No se le había escapado al antiguo ronin el breve cambio del semblante de Hideki en el momento en que el niño le había mirado. «¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué está tan temeroso?».

– Ahora creo que me queda más claro – se burló Tsurugi con una carcajada, provocándolo para hacerle hablar –. No sabía que los monjes tuvieran permitido divertirse así. No esperarás que adopte a tu bolita de nieve.

– No es hijo mío – suspiró molesto el monje –. Yo sólo soy su guardián. Hemos recorrido una largo camino para pedir auxilio al Lobo. Es usted, si no me equivoco.

      Oír aquellas palabras ensombreció el semblante de Tsurugi. Aquel nombre le hacían reflotar numerosos recuerdos oscuros.

– El Lobo... – repitió Tsurugi – Hace años que nadie se dirige a mí por ese nombre.

      El semblante del otrora guerrero se había tornado en una faz apagada, en el rostro de un hombre muerto. Hideki sintió dolor por él, pues entendía cuánto pudo haberle arrebatado aquella vida de violencia constante. Se sintió mal por encomendarle a él aquella misión, pero no sabía de nadie más capaz de llevarla a cabo que el hombre frente al que se hallaba.

– Este niño está en grave peligro – le explicó Hideki con gravedad –. ¿Conoce a los Semi?

      Los ojos de Tsurugi se abrieron en un espasmo. «¿Los... Semi?». Buscó con la mirada un gesto de confirmación en las pupilas del monje. Un gesto que de veras deseaba no encontrar, pero que halló irremisiblemente.

– Se... Se supone que no existen – trató de calmarse Tsurugi bajo el amago de una sonrisa incómoda –. Cuentos de viejas, nada más – su existencia no podía ser real. Lo había descartado durante aquellos años. Aunque entre las tropas de Hideyoshi Toyotomi se extendiesen rumores de su presencia en los hombros de su señor, guiando el curso de sus decisiones tras bambalinas... Pese a que aquel monstruo se escondiese bajo la máscara de una cigarra. ¿Cómo podía la Secta de las Cigarras ser real?

– Su influencia se extiende por todo Japón, Lobo – continuó con amargura Hideki –. Son todo el mundo y nadie a la vez. Sus manos lo abarcan todo. Sus ojos lo ven todo. Y su mirada se ha posado sobre él.

      Tsurugi miró de nuevo al niño, esta vez con el rostro deformado en una mueca de terror. «¡¿En él?! ¿Qué puede tener ese niño que busquen tan desesperadamente?». El pequeño, aparentemente ignorante de la conversación, sonreía al ver que una cigarra se había posado en su dedo. El monje se dirigió a él de nuevo, con voz tensa pero con toda la firmeza de la que pudo hacer acopio en aquella situación:

– Tsurugi Tsukigami, Lobo. En sus hombros recae mi esperanza.

      El ambiente quedó sumido en un profundo y denso silencio. Tsurugi había quedado sin habla. ¿De veras era él el único capaz de afrontar aquello? El sino de aquel niño se tornaría en la más completa oscuridad de ser aquello cierto.

– La única solución posible es huir de Japón.

– Ya – la voz de Tsurugi sonó débil, como si se negara a abandonar su garganta –, huir de Japón. ¿No puede ocuparse usted de eso?

– No soy un luchador. Sólo soy un viejo monje. Él necesita una espada.

      ¿Qué debía hacer? Estaba claro que iba a ser un trayecto peligroso, aquel anciano tenía razón. Unas plegarias no iban a detener a aquellas personas. Sin embargo, podría ser diferente con un guerrero. Tomó aliento y, tras reflexionar su decisión, el Lobo respondió.

– No puedo.

      Hideki sentía hormiguear su estómago por la tensión. La resignación del Lobo le había derrumbado por dentro. Si alguien como él no estaba dispuesto... ¿Qué iba a ser de ellos?

– P-pero... ¿Por qué? Le necesitamos.

– No seré capaz de hacer esto. Lo siento mucho – Tsurugi se sentía decepcionado consigo mismo, pero no tenía sentido fingir lo que no podía ser. Si trataba de proteger a aquel niño, terminaría muriendo. Se sabía incapaz de proteger a nadie. Un cobarde como él no podía hacer más que esconderse en aquella montaña. Sin embargo, no podía dejar que aquellos visitantes se embarcaran en una empresa tan peligrosa solos –. Debe haber alguien dispuesto. El capitán Kenta Kawagiri era diestro en el arte de la espada. Él os podrá servir mejor que un perro moribundo.

      Hideki no sabía qué hacer. Conocía la reputación del Lobo. Había depositado en él toda su fe, y cuando al fin lo había encontrado, les negaba el auxilio. Entonces, una voz infantil le habló, a su lado.

– Piensa que no tiene honor porque dejó morir a su mejor amigo Hiroshi.

      El chico se había situado entre los dos adultos, mirándolos con ojos curiosos pero a la vez comprensivos. Hideki parecía haber comprendido lo ocurrido, pero Tsurugi no tenía esa suerte.

– Qu... – trató de articular Tsurugi, enmudecido – ¿Qué has...? ¿Quién es este niño? – su semblante había palidecido tanto que podía haber rivalizado con el del pequeño. Ver al ronin levantar la mano alertó al monje.

– ¡Espere! – saltó el monje para proteger al niño – Le juro que su intención no...

      Sin embargo, la mano del ronin no buscaba golpear al niño. Sólo buscaba su hombro. Hideki miró a aquel hombre roto con tristeza. ¿Acaso se había retirado a la montaña para morir solo?

– ¿Cómo sabes ese nombre? – quiso saber Tsurugi. Tras unos segundos en silencio, aquellas fueron las únicas palabras que supo pronunciar.

– Desde muy pequeño ha sido capaz de ver el alma de las personas – explicó Hideki –, de hablar con ellas incluso.

– Por eso sabía su nombre.

      Tsurugi lucía un ligero brillo maravillado en sus ojos apagados, aunque la melancolía del recuerdo le atenazaba cada vez con más fuerza. Admitir su culpa frente a aquellos extraños le ayudó a aliviarlo un poco, aunque no lo suficiente. Soltó el hombro del pequeño.

– Tienes razón, chico.

– ¿Qué ocurrió? – preguntó el monje.

nachoguillotowriter
Nacho Guilloto

Creator

El alma de Tsurugi se abre ante el extraño poder del pequeño. Los recuerdos que tan profundamente horadan el corazón del ronin quedan expuestos ante esos ojos rubí. ¿Quiénes son estos visitantes? ¿Qué ansían aquellos cuyos ojos se han posado en el chico?

Siguiente capítulo: Duda

#Haku_Chi #ronin #Tsurugi #tsushima #spanish #espanol #Accion #aventura #drama #adventure

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[Estos capítulos son una muestra gratuita de la historia completa]
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