Tsurugi estaba concentrado en su oponente. Al igual que en su juventud, le bastó un solo vistazo para detectar los puntos débiles en la postura del samurái. «Tiene tantos huecos... Quién diría que ha recibido entrenamiento alguno».
El niño miraba con preocupación el duelo que estaba por comenzar. Temía que alguien saliera herido o, peor, hubiera algún muerto. Detestaba la violencia.
Había pasado medio minuto desde que el samurái empezara a estudiar la postura de su adversario. Hasta que, sin pensarlo más, con un grito se lanzó hacia el ronin katana en ristre. Su objetivo era el costado izquierdo. Tsurugi, veloz como el rayo, lanzó un tajo hacia el arma de su oponente.
El chico emitió un grito mudo. No quería mirar, mas no podía apartar la mirada. Las dos hojas estaban a punto de encontrarse. Sin embargo, aquel fue el instante en que Tsurugi aprovechó el mayor hueco en el ataque del samurái. Con un rápido y diestro movimiento de brazo, el ronin desvió la trayectoria de su propia arma, golpeando el dorso de la espada del arrogante samurái. Aquello empujó la hoja de la katana hacia el suelo, desequilibrando al guerrero mientras Tsurugi se situaba rápidamente tras él y, empleando la empuñadura de la kodachi, propinaba un duro golpe en la nuca del samurái.
El duelo terminó en ese mismo momento. El samurái cayó de bruces contra el suelo, semiinconsciente. Su espada rebotó contra el suelo con sonido metálico.
Pasaron unos segundos hasta que, aturdido, trató de volver a incorporarse. Mas, para ese momento, encontró la punta de una katana de doble filo a escasos dedos de distancia de su cara.
– ¿Quieres que use ésta en su lugar?
Tsurugi se alzaba frente a él, apuntándole con aquella arma. El sol brillaba a su espalda, confiriéndole cierto halo celestial. El samurái apretó los dientes. Apoyó la cabeza en el suelo en señal de derrota.
La escena llenó de felicidad a los lugareños. El tendero rió con alivio. «Sabía que lo haría», exclamó con una carcajada. El niño percibió ese mismo sentimiento en todos a su alrededor. «Es el Lobo de Tsushima, ¿verdad?», podía oír a las gentes. «Le está bien empleado». Sin embargo, fue una frase en concreto la que hizo sonreír de emoción al chico: «Sigue siendo un héroe».
Tsurugi, ignorando las miradas de admiración de quienes le rodeaban, volvió con el tendero y el chico. El tendero bajó de sus brazos al niño, que corrió alegre hacia el ronin y lo abrazó orgulloso. «No le has hecho daño... ¿por mí?», percibió el pequeño en el interior de Tsurugi. Él, ajeno a lo que el chico leyera en su alma, le puso la mano en la cabeza.
– Vamos – indicó el ronin. Debían proseguir su viaje.
– ¡Vale! – El niño asintió con emoción. Aquel viaje prometía ser memorable.
– ¡Espera, Lobo! – le llamó el tendero antes de que continuaran su camino – Toma.
– Es mi pago – reconoció Tsurugi. Hasta la última moneda de bronce.
– Una muestra de nuestro agradecimiento – sonrió el vendedor –. Por poner en su sitio a ese idiota.
Varias horas habían pasado desde que habían abandonado la aldea. El chico recordaba feliz cómo los lugareños les habían despedido con tanto entusiasmo, ondeando sus manos hasta que perdieron de vista a los dos viajeros. Tsurugi llevaba los víveres en una cesta amarrada en la espalda. Parecía estar pensando en sus cosas, ajeno al orgullo que el pequeño sentía hacia él.
– Tsurugi – rompió el silencio el chico –. Ese hombre, el samurái... ¿Estaba loco?
– ¿Loco...? Nah. No lo creo.
– Pero gritaba sin parar, y trataba mal a la gente.
– Por desgracia es algo bastante común – explicó Tsurugi –. Piensa que la reputación de su familia le hace honorable.
– ¿Y cómo se hace... honorable? – preguntó el chico con curiosidad.
Tsurugi se llevó la mano al pecho al sopesar aquella pregunta. «Honorable...», repitió en su mente. No era una pregunta sencilla.
– No es que se haga uno honorable o no. El honor no lo llevas en el nombre, no es tan simple. Es algo que se lleva dentro.
Kiyoshi se señaló el pecho con inocencia.
– ¿Aquí... dentro?
El gesto del chico hizo sonreír a Tsurugi. Era una media sonrisa, pero, por vez primera en tantos años, era genuina.
Estaba a punto de llegar el atardecer cuando en la aldea vieron llegar un nuevo visitante. Su llegada llamó instantáneamente la atención de todos. Su pesada armadura y su yelmo hacían ver que no era un viajero corriente. Tenía que ser un samurái. Tras hablar con varios lugareños, se acercó al samurái vencido. Sentado de mala gana en el suelo, a un lado del camino, se secaba la sangre de la nuca con un trozo de tela. Al posarse sobre él la sombra del extraño guerrero, levantó la cabeza. No se atrevió a hablar, sin embargo, pues le infundió terror su máscara en forma de cigarra.
– Busco a un niño de piel y cabello claros como la luna, de ojos rojos cual rubí – habló el recién llegado. Su voz retumbaba profunda, pero sus formas eran respetuosas –. ¿Ha pasado por aquí?
– ¿Piel y pelo blancos...? – repitió el samurái vencido, tratando de hacer memoria. De golpe, le vino la imagen mental de los anteriores viajeros. El niño era exactamente como lo describía el visitante.
Se puso en pie, dibujándose en su rostro una sonrisa macabra. Quizá aquel desconocido podría serle de utilidad.
– Tal vez los haya visto, sí – admitió –. Pero no lo vas a encontrar por aquí.
– ¿Dónde ha marchado? – quiso saber con seriedad – ¿Iba un monje con él?
– No era un monje, sino un espadachín... Allá hacia el suroeste.
El recién llegado agradeció educadamente con la cabeza, dispuesto a proseguir su camino. «¿Un espadachín? ¿Hideki no viaja con él?», se preguntaba. No obstante, su interlocutor tenía una petición para él.
– Si ves a ese harapiento... – dijo con rencor – Dile que la próxima vez que nos veamos le mataré.
Ante el silencio del misterioso samurái, insistió en su petición. «¿Lo harás?», preguntó con odio. El recién llegado se alejó de él caminando en la dirección indicada.
– Lo cazaré con mis propias manos si se interpone.
El samurái no esperaba una respuesta como esa. Apretó los dientes con frustración.
– Si te atreves a ponerle la mano encima antes que yo...
El viajero se detuvo, acercando su mano al cinto. A su espalda, el arrogante samurái desenvainó violentamente. Gritó enloquecido.
– … ¡Te mataré!
No hubo tiempo a reaccionar. El atacante había sellado su propio destino en aquel instante. Cuando su hoja se aproximó al yelmo del extraño samurái, él se giró con la velocidad del rayo y desenvainó, acertando un poderoso tajo en el torso del enloquecido guerrero.
Cayó al suelo con una lluvia de sangre, jadeando. No podía moverse. No podía respirar, pues le había abierto en dos el pecho. Sintió auténtico terror. «No...», lloró en silencio. «No... quiero morir...». El viajero le dedicó una mirada que no reflejaba nada. No significaba nada para él. «Eres... ¿un demonio?», fueron sus últimos pensamientos antes de cerrarse sus ojos.
Sabiendo la ubicación del niño, no le preocupaba nada más. Ignorando el cuerpo que dejaba tirado y a los aterrorizados lugareños, puso rumbo hacia el suroeste.
Las cigarras cantan en pleno verano. Nos encontramos en Japón, a finales del sangriento periodo Sengoku. Tsurugi, un malogrado ronin ermitaño, acepta la sorpresiva misión de proteger a Kiyoshi, un alegre e inocente chico albino de procedencia desconocida que se ve perseguido por un peligroso culto de la oscuridad. Las heridas de la guerra siguen abiertas en las tierras niponas. Los fantasmas del pasado y los enemigos del presente perseguirán a estos dos improbables compañeros hasta los confines del mismísimo infierno. ¿Podrá Tsurugi superar a sus propios demonios y proteger a Kiyoshi de los enemigos que lo persiguen?
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