Todavía quedaban invitados en la taberna cuando Crepus se acercó a su hijo para despedirse de todos y volver a casa. Kaeya dejó a medias la conversación que mantenía con una joven y fue tras Diluc y su padre, quienes ya salían por la puerta.
—No me había percatado de que fuera tan tarde —dijo llamando la atención de ambos.
Diluc no dijo nada. Antes de dirigirse a la salida, lo había buscado con la vista y se había molestado un poco al verlo con aquella joven. Ya estaba acostumbrado. En lugares públicos, Kaeya siempre estaba rodeado de gente, sobre todo, de chicas que buscaban su atención o de sus padres que pretendían casarlo con ellas. Aunque Diluc también se encontraba en esas situaciones a menudo, solía evadirlas con discreción, pero dejando claro que no estaba interesado; al contrario de Kaeya, que les prestaba toda su atención e incluso parecía disfrutar de ello. A Diluc le molestaba, pero no se creía con derecho de echárselo en cara, y tampoco quería parecer un niño celoso y egoísta a ojos de Kaeya.
—Ya casi es la hora de tu guardia, hijo —sonrió Crepus—. No bebas demasiado.
—No te preocupes —respondió Kaeya—, apenas he bebido esta noche. Una lástima, porque me hubiera encantado celebrar el cumpleaños de Luc a lo grande.
Kaeya buscó la mirada de Diluc, pero este solo le brindó una pequeña sonrisa.
—Iré a preparar el carruaje, padre. —Diluc dejó claro que no tenía nada más que hablar con él aquella noche y se alejó de ambos.
—Debe estar cansado —lo excusó Crepus—. Ya sabes que no le gustan las multitudes.
—Sí, seguro que es eso —sonrió Kaeya—. Buen viaje a casa. Nos vemos mañana, Crepus.
—Hasta mañana, hijo.
Kaeya no apartó la vista de Diluc hasta que este giró la esquina. Le divertía ver cómo intentaba disimular sus celos. No es que Kaeya se comportara así a propósito, simplemente era su manera de ser.
Las campanadas que marcaban la media noche y su comienzo de turno lo sacaron de su ensimismamiento y se dirigió hacia el cuartel.
—¿Por qué te has ido de esa forma? —preguntó Crepus a su hijo, que iba sentado fuera, conduciendo el carruaje—. No es manera de despedirse de tu hermano.
A Diluc le recorrió un escalofrío, como cada vez que escuchaba aquella palabra. «Hermano» no era lo que mejor los definía. Nunca se habían visto de aquella forma, aunque se hubieran criado juntos.
—Ya me había despedido de él antes —dijo, recordando su conversación en la bodega.
Su padre asintió y cambió de tema.
—Haaa, ya eres todo un hombre, hijo. No puedo estar más orgulloso de ti. —Diluc giró la cabeza y le mostró una sonrisa antes de volver a fijar la vista en el camino—. Siempre he soñado con pertenecer a los Caballeros de Favonius, ya lo sabes. Quería ayudar a proteger a nuestro pueblo. Desgraciadamente, nunca fui lo suficientemente bueno para ello. Y tú conseguiste ser Capitán tan joven... Has cumplido tu sueño, hijo, pero también el mío.
—Me alegra verte tan feliz, padre.
Crepus sonrió y dejó caer la cortina que lo separaba de su hijo. Se apoyó en el respaldo y sacó un guante del bolsillo de su chaqueta. Observó la gema cosida en él. Un artefacto al que llamaban Engaño que poseía desde hacía muchos años y con el que había estado haciendo justicia en las sombras. Lo acarició con un dedo y recordó las palabras que Varka le había dicho años atrás: «¿No crees que ya has hecho suficiente? Es hora de que otros se encarguen de proteger al pueblo».
Crepus confiaba en el trabajo de su hijo como Capitán y sabía lo peligroso que era usar el poder de la gema. Diluc ya era mayor de edad y había demostrado saber protegerse a sí mismo y a los demás, así que, en ese momento, Crepus decidió hacer lo que el Gran Maestro le había pedido tantas veces. Destruiría la gema en cuanto llegara a casa. Puede que, tras eso, Varka y él dejarían por fin de discutir y podrían disfrutar el uno del otro.
Sin embargo, el destino tenía otros planes para él.
De repente, el carruaje frenó de golpe y un gran rugido sonó en la noche. Uno de los dos caballeros que acompañaban el carruaje se acercó a la ventanilla y le ordenó quedarse allí. Crepus saltó hacia delante y apartó la cortina para ver lo que ocurría. Vio a su hijo saltar del carruaje y, en seguida, Lápida del Lobo se materializó en sus manos. Frente a él, un enorme dragón batía sus alas, amenazante. A Crepus se le heló la sangre. Sabía que ni su hijo podía hacer frente a una criatura como aquella.
Los tres caballeros atacaron al dragón, pero este se defendió con sus garras. Dos de los caballeros murieron tras el primer ataque, y Diluc, aunque seguía en pie, se agarraba el costado con una mano. La herida no era profunda, pero no le permitía desenvolverse con soltura.
Alzó su arma de nuevo. Debía proteger con su vida al pueblo, así como a su padre. Se lanzó contra él, su mandoble envuelto en llamas, y luchó lo mejor que pudo, pero el dragón era demasiado grande, demasiado fuerte. Diluc saltó y rodó por el suelo consiguiendo así esquivar un golpe, pero en cuanto se puso en pie, sintió las garras del dragón en su espalda. Desgarraron sus ropas nuevas y su piel, y lo lanzaron contra el carruaje. Se golpeó la cabeza y un reguero de sangre empezó a caer sobre uno de sus ojos.
Recuperó el sentido rápido y reunió todas sus fuerzas para ponerse en pie, pero antes de lograrlo, vio una figura frente a él. Enfocó la vista hasta reconocer a su padre. Se había desprendido de la chaqueta y se agarraba una mano enguantada con una gema que brillaba con un color rojo intenso.
—Padre… No… —logró murmurar. Se levantó a duras penas y, usando el mandoble como bastón, caminó hacia él. Pero antes de llegar, el brillo de la gema se intensificó hasta cubrir todo el lugar. Diluc se tapó los ojos con el brazo y escuchó un grito que enseguida se ahogó con el rugido del dragón. Cuando consiguió abrir los ojos de nuevo, el dragón se alejaba volando y su padre yacía en el suelo, cubierto de sangre e inmóvil.
Encabezados por el Intendente Kaeya, los caballeros que estaban de guardia aquella noche llegaron a tiempo para ver la luz que proyectó la gema de Crepus, aunque no supieron descifrar de dónde procedía. Kaeya, sin embargo, lo adivinó en seguida.
A unos metros de él, observó a Diluc sosteniendo a su padre en brazos. Aunque Diluc estuviera cubierto de sangre, le pareció que su vida no corría peligro. Sin embargo, Kaeya estaba convencido de que Crepus ya no respiraba. Se quedó petrificado mientras los caballeros tras él esperaban una orden.
Por su mente pasaron varios pensamientos al observar al que había sido un padre para él todos aquellos años. Se le dibujó una sonrisa amarga en el rostro. Ni siquiera Crepus, un hombre recto, amable, orgulloso… había podido resistir la tentación de poseer tal poder. Al mismo tiempo, sintió alivio por no tener que seguir ocultándole su secreto, y también sintió vergüenza por ello. Pero, sobre todo, sintió tristeza. La última vez que el corazón le había dolido así fue cuando su auténtico padre lo había dejado en aquellas tierras extrañas en medio de una tormenta de nieve.
—Intendente… —murmuró un caballero a su lado, y Kaeya se forzó a recobrar la compostura.
—Id a asistirlos.
Kaeya se acercó unos pasos, suficiente para ver a Diluc con la cara cubierta de sangre y lágrimas, negándose a soltar a su padre. Estaba muerto, y no había nada que el mejor de los médicos de Mondstadt pudiera hacer. Quiso acercarse más, abrazarlo, compartir su dolor, pero no se veía con derecho a hacerlo. Ni siquiera se creyó con derecho a llorar la muerte de su padre adoptivo. Y no lo hizo.
Los días fueron pasando, y Diluc estaba cada vez más preocupado. Kaeya no había vuelto a casa y, si se cruzaban, lo evadía. Ni siquiera había estado a su lado en el entierro de su padre. Sí había asistido, pero se mantuvo a una distancia prudente, donde nadie lo molestaría, y desapareció justo después del funeral. Por más que Diluc lo buscó, no consiguió encontrarlo.
—Señor, ¿qué quiere que haga con esto?
Diluc, que observaba por la ventana esperando la improbable llegada de Kaeya, se giró para encontrarse con su doncella. En sus brazos, sostenía bien doblado el atuendo que su padre le había regalado para la noche de su cumpleaños.
—Puedo mandar que lo arreglen si lo desea. Es un buen traje.
—Guárdalo así.
—¿Está seguro? No costaría…
—No volveré a usarlo —dijo convencido. En ese momento, lo único que deseaba era que aquella noche desapareciera de su mente.
La doncella obedeció y se alejó con el traje. Diluc echó una última mirada por la ventana y suspiró. Nunca había necesitado tanto a Kaeya, pero debía dejarlo estar. Cada uno pasaba el duelo a su manera, y estaba convencido de que Kaeya necesitaba pasarlo solo.
La gente seguía hablando del ataque del dragón. Según las investigaciones, había sido Ursa, el dragón que el Arconte Anemo y Venessa, heroína de Mondstadt, habían enfrentado hacía mil años y que no se había vuelto a ver hasta aquella noche.
Kaeya, al igual que el resto de Caballeros de Favonius, seguía intentando descifrar por qué Ursa había aparecido de nuevo después de tanto tiempo, y por qué había atacado justamente la caravana de Crepus. Estaba convencido de que no había sido por casualidad, pero no tenía manera de encontrar pruebas. No sabía ni por dónde empezar. Además, en los últimos días no dejaba de pensar en Diluc y en si debía contarle su secreto. Ya no podía seguir ocultándolo. Más bien, no quería hacerlo. No a él.
—¿No deberías hacer algo más en tu tiempo libre? —Jean lo sacó de sus pensamientos y se sentó a su lado. Kaeya sonrió y dio un trago a su copa de vino.
—Es un buen lugar para pensar. —Se refería a Cola de gato, una de las dos tabernas de Mondstadt.
Jean puso los ojos en blanco.
—¿Cuánto más vas a hacer esperar a Luc?
—¿Qué dirá el Gran Maestro Varka si se entera de que estás en una taberna en tu horario de servicio?
—¿Por qué estás haciendo esto? Luc lo está pasando mal. Te necesita —le reprendió—. Puede que tu forma de pasar el duelo sea estando solo, pero ya ha pasado casi una semana y sigues sin ir a verlo.
—Seguro que tu compañía sería más reconfortante.
—¡Kaeya! —Jean dio un golpe en la mesa con la palma de la mano y se puso en pie—. Deja de ser tan egoísta. Sabes que te está esperando. ¡Ve a verlo de inmediato! Es una orden.
—Lo siento, pero no estoy de servicio.
—No volveré a repetirlo —dijo más calmada, y se dirigió a la salida.
Kaeya suspiró y dio otro trago a su copa. No era necesaria ninguna orden. Ya había decidido ir a ver a Diluc aquella misma noche. Solo disfrutaba de la que, tal vez, sería su última bebida.
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