Diez años antes…
Una tormenta atroz azotaba Mondstadt cuando Crepus regresaba a casa en mitad de la noche. De nuevo, había salido a hacer justicia por su cuenta, y la tormenta lo había sorprendido.
Poco antes de llegar al
viñedo, cerca del camino, notó un pequeño bulto cubierto de
nieve que jamás había visto allí. Parecía moverse o, más bien, temblar, así que
se acercó despacio, intentando que sus pisadas hicieran el menor ruido posible
sobre el hielo. Primero pensó que tal vez era una cría de jabalí que se había
alejado de su madre, pero conforme se acercaba, empezó a cambiar de opinión.
Alargó la mano y tocó el bulto, que enseguida se revolvió.
Un manto de nieve cayó dejando ver el rostro de un niño encapuchado. Su ojo derecho estaba cubierto por un parche, y el otro lo miró con temor. Los mocos helados tapaban el labio superior, y los dientes no dejaban de castañear. No sería mayor que su hijo Diluc, pero no lo había visto antes, de eso estaba seguro.
—¿Qué haces aquí, chico? ¿Dónde están tus padres? —preguntó mientras le sacudía la capa.
El niño guardó silencio. Estaba tan helado que el cuerpo no le respondía. Crepus se quitó su capa para envolverlo con ella. Luego lo tomó en brazos y continuó su camino lo más rápido que pudo.
Elzer abrió la puerta en cuanto vio llegar a Crepus. La jefa de criadas, a su lado, miró el bulto que traía en los brazos.
—¿Quién es?
—Prepara un baño —le ordenó Crepus sin responder a la pregunta—. Necesita entrar en calor.
Adelinde no perdió un segundo en obedecer y corrió escaleras arriba. Crepus dejó al niño frente a la chimenea y le quitó ambas capas y las botas. Enseguida, Elzer trajo una manta y lo cubrió con esta. El niño se había desmayado poco después de que lo rescataran, y Crepus no dejaba de frotar sus brazos y espalda intentando que despertara. No tardó en hacerlo, aliviando tanto a su salvador como a Elzer. Crepus volvió a preguntar por su identidad, pero el niño no soltó una palabra.
—¿Padre? —el pequeño Diluc los miraba desde las escaleras, extrañado. No tenía ni idea de que su padre había salido, ya que siempre lo hacía a escondidas, y solo Elzer y Adelinde lo sabían.
—¿Qué hace despierto, señorito? —lo regañó Elzer—. Vuelva ahora mismo a la…
—Déjalo. ¿Puedes acercarte, Diluc?
El niño obedeció a su padre y se aproximó a ellos mirando al otro niño con extrañeza.
—¿Quién es? —preguntó.
—Vi algo moverse cerca de la casa y salí a ver qué era —mintió—. ¿No lo has visto nunca?
Diluc negó con la cabeza.
—Míralo bien, ¿no te suena de nada? —volvió a preguntar su padre, pero Diluc no tenía ni idea de quién era.
—Lo siento, padre. No creo que sea de Mondstadt.
—Señor, el baño está listo —lo avisó una de las criadas, enviada por Adelinde. Se llevó una mano a la boca conmocionada por el aspecto del niño.
Crepus fue a tomarlo en brazos de nuevo, pero Elzer se adelantó.
—Yo lo llevaré, señor. Usted también necesita entrar en calor.
El temor del niño volvía a ser visible, y Crepus intentó calmarlo.
—En seguida me reuniré contigo —dijo con voz amable—. Disfruta del baño. Pronto te sentirás mejor.
Elzer lo tomó en brazos y se lo llevó.
—Hijo, vuelve a la cama, es tarde.
—Pero… —Los ojos de Diluc siguieron a Elzer.
—¿Prefieres hacer compañía a nuestro invitado?
—Parece asustado.
—Casi muere ahí fuera, y no debe saber el paradero de sus padres… —Crepus suspiró y apretó con suavidad el hombro de su hijo—. ¿Por qué no le prestas algo de ropa y le haces compañía? Se sentirá mejor con alguien de su edad.
—Sí, padre. —Diluc corrió hacia las escaleras y su padre sonrió.
Tras su baño, Crepus bajó al salón, suponiendo que su servicio habría preparado algo de comer para el niño. No se equivocó. Este devoraba un plato de asado a la miel mientras Diluc, a su lado, no dejaba de hablarle, aunque el niño no parecía escucharlo siquiera.
—Parece más animado —sonrió Crepus y se sentó encabezando la mesa. Adelinde se acercó y descubrió su plato: otro de asado a la miel—. ¿Ya sabemos su nombre?
—¿Y si no habla nuestro idioma? —respondió Diluc—. No ha dicho una palabra, y creo que no entiende nada de lo que le digo.
—Eso he pensado. —Crepus miró al niño fijamente—. Ahora que ha recuperado el color, sí que parece extranjero. Diría que del desierto. ¿Pero qué haría tan lejos de casa? ¿Y por qué no conocería la lengua común de Teyvat?
El niño seguía comiendo. Si entendía la conversación, no daba señales de ello.
—También es posible que sea sordo —dijo Adelinde.
El niño dejó la cuchara en el plato vacío y se limpió la boca con la servilleta, pero continuó callado.
—Es mejor que lo dejemos descansar —dictaminó Crepus—. Mañana intentaremos averiguar quién es y de dónde ha salido. ¿Habéis preparado una habitación para él?
—Sí, señor —respondió Adelinde—. Lo acompañaré.
Adelinde agarró la mano del niño y este se dejó guiar por ella.
—Diluc, tú también deberías irte a la cama.
—Sí, padre.
Cuando Crepus se quedó a solas con Elzer, ambos intercambiaron una mirada de preocupación.
—Parece que la tormenta está amainando —dijo Crepus tras mirar por la ventana—. Quiero que a primera hora te encargues personalmente de averiguar quién es ese niño. No menciones nada de él a menos que aparezca su familia. Y esta noche, mantenlo vigilado. Hemos de tratar este asunto con cuidado.
—¿Quién cree que puede ser?
—Está claro que no es de aquí, y es muy extraño que aparezca en el Viñedo en mitad de una tormenta, ¿no crees?
—Puede que su familia y él se dirigieran a Mondstadt y los sorprendiera la tormenta.
—¿Tan tarde? No sé… Espero que sea solo eso y que sus padres estén sanos y salvos, pero es mejor andarnos con ojo.
—¿De verdad cree que un niño tan pequeño pueda ser un peligro?
—Mondstadt tiene enemigos, Elzer. Enemigos que no dudarían en mandar a un niño inocente a cometer una atrocidad.
—¡Buenos días, capitán! —gritó Diluc cuando entró en la habitación de invitados a la mañana siguiente. El niño rescatado por Crepus se sobresaltó y lo miró extrañado—. Es por el parche, pareces un pirata —rio—. Por cierto, yo soy Diluc.
El niño hizo caso omiso y continuó atándose la camisa.
—Qué bien que tengamos la misma talla —volvió a hablar Diluc, luego notó un olor en el aire e inhaló—. Parece que han preparado tortitas de chocolate. ¿Te gustan?
El niño lo miró, pero seguía sin pronunciar palabra. Diluc frunció el ceño y se acercó a él.
—¿Sabes? Creo que sí me entiendes. Podrías asentir con la cabeza si es así.
Diluc esperó, pero el niño no hizo movimiento alguno.
—Vale… Supongo que no hablas mi idioma. En fin, ¡vamos a desayunar!
Lo agarró del brazo y lo arrastró con él.
Cuando llegaron abajo a la carrera, Adelinde los detuvo y regañó a Diluc, que seguía tomando de la mano al niño.
—Te he dicho mil veces que no corras por la casa. —Desvió la vista hacia el invitado y suspiró al ver su ropa. Diluc no le había dado tiempo a terminar de vestirse. Adelinde le planchó la camisa con las manos y se la metió en los pantalones—. Por todos los dioses, ¿dónde están tus zapatos? —dijo señalándole los pies para que el niño la entendiera. Este miró a Diluc, que se disculpó con una sonrisa—. Sentaos a la mesa, voy a buscarlos.
—Vamos, Capitán, vas a probar las mejores tortitas de Mondstadt —dijo Diluc en cuanto Adelinde se alejó escaleras arriba, y volvió a agarrarlo de la mano para llevarlo corriendo hacia la mesa.
El pequeño parecía haber perdido el apetito que mostró la noche anterior. Se llevó un trozo de tortita a la boca y lo masticó despacio, sin ganas.
—¿No te gusta? —preguntó Diluc, extrañado, pero no obtuvo respuesta. Entonces, entró su padre por la puerta y ambos niños miraron hacia allí.
—Buenos días —sonrió, y se acercó a la mesa.
—Buenos días, padre —respondió su hijo—. Has salido temprano esta mañana.
—Así es. He estado buscando a la familia de nuestro invitado.
Por primera vez, el niño respondió, aunque no con la boca. Dejó el cubierto en el plato y miró a Crepus mostrando interés en sus siguientes palabras.
—¿Has… encontrado algo? —preguntó Diluc desviando la vista del niño. Ya no le cabía duda de que sí entendía el idioma de Teyvat.
—Me topé con un extranjero. —Se detuvo unos segundos para observar la reacción del niño, que cambió la expresión a una de preocupación—. Lo están interrogando ahora mismo.
El niño se mordió el labio y agachó la cabeza.
—¿Por qué? ¿Es que es sospechoso de algo? ¿Acaso no son viajeros? —preguntó Diluc.
En ese momento, Elzer entró por la puerta y Crepus se dirigó hacia él.
—¿Alguna novedad sobre el extranjero? —preguntó lo suficientemente alto como para que el niño lo escuchara. Elzer lo miró extrañado, pero Crepus enseguida lo guio hacia su despacho.
—Oye… —Diluc colocó su mano sobre la del pequeño, captando su atención—. Seguro que solo es por seguridad. Si es tu padre, podrás verlo muy pronto.
El niño volvió a agachar la vista por toda respuesta.
—¿A qué extranjero se refiere, señor? —preguntó Elzer en cuanto Crepus cerró la puerta del despacho.
—A ninguno. Se me ocurrió hablar de alguien que pudiera estar relacionado con nuestro invitado para ver si reaccionaba. Y adivina.
—¿Ha dicho algo?
—No, pero parece bastante preocupado por ese extranjero. Esto me da mala espina.
—Bueno… Si cree que sus padres están vivos, es normal que muestre alguna reacción.
—¿Me has escuchado, Elzer? Preocupado. No feliz ni aliviado por saber que su familia pueda estar con vida.
—Entiendo…
—¿No has escuchado nada raro en la ciudad?
—Nada, señor. No han visto a ningún extranjero, ni siquiera por los alrededores. Está todo tranquilo.
—Ya veo. —Se acercó a la ventana y se quedó pensativo.
—¿No debería hablarle del chico al Gran Maestro?
—Eso me temo. —Continuó mirando al horizonte.
—No lo veo muy convencido.
—¿Cuál crees que será su destino si deciden que es un enviado del enemigo?
Crepus lo miró, pero Elzer permaneció en silencio.
—Ese niño podría ser mi hijo. Ni siquiera tiene edad para decidir por sí mismo. Ya sea un enviado de nuestro enemigo o un simple chico extraviado, no voy a dejarlo en manos de unos soldados.
—¿Qué quiere decir con eso?
Crepus lo miró a los ojos.
—Que, a menos que aparezca su familia, el niño se criará en esta casa, como un Ragnvindir.
—Pero, señor, no puede ocultárselo al Gran Maestro. Tarde o temprano se enterará de su existencia.
—No pienso hacer eso. —Se acercó a su escritorio y se sentó a escribir una nota. Luego la dobló con cuidado, la metió en un sobre y estampó el sello distintivo de la familia Ragnvindr—. Envía un mensajero para que entregue esto al Gran Maestre.
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