Mientras tanto, a 40 km de distancia, John y Cleir estaban completamente ajenos al peligro que se avecinaba. John, al presenciar la horrible escena, quedó momentáneamente petrificado. El miedo se apoderó de él, congelando su sangre y atando sus pies al suelo. Podía sentir su corazón latiendo con fuerza en su pecho, como un tambor de guerra resonando en el silencio.
Cleir, viendo que su hermano aún no se había retirado, intentó pronunciar unas palabras de aliento cuando, de repente...
¡¡¡CLEEEEIR!!!
De repente, el aire se llenó de un silbido agudo. Una jabalina, lanzada desde la distancia, se aproximaba a una velocidad aterradora. Cleir, con su agudo sentido de la batalla, percibió el peligro inminente. Sus ojos se estrecharon, y su cuerpo se tensó.
Con un rugido desafiante, ella se lanzó hacia la jabalina. Su espada, una extensión de su voluntad, brillaba con una luz intensa mientras se preparaba para enfrentar el ataque. El tiempo parecía ralentizarse, y cada detalle se volvía más nítido en su mente.
La jabalina era una lanza de metal, con una punta afilada y un mango largo. Tenía un diseño simple pero elegante, y reflejaba el sol con un brillo cegador. Cleir podía sentir la fuerza y la intención asesina que la impulsaban, como si fuera una bestia sedienta de sangre. Cleir, con una determinación feroz en sus ojos, hizo un esfuerzo desesperado por detenerla. Su espada chocó contra la jabalina con una fuerza tremenda, creando una onda de choque que resonó en el campo de batalla.
Pero fue en vano. La espada, incapaz de resistir la fuerza del impacto, se quebró en el acto. La jabalina, imperturbable, continuó su trayectoria y se incrustó de manera cruel en su pecho.
En ese momento, un destello de luz brillante emanó del collar que llevaba Cleir. Era un colgante de plata, con una forma de media luna y una gema azul en el centro. La magia, que había estado latente dentro de ella, estalló en un torrente de energía. Un escudo de luz se formó alrededor de ella, intentando repeler la jabalina. Pero la jabalina, imbuida de una fuerza inhumana, perforó el escudo y se incrustó en su pecho.
Cleir cayó de rodillas, la jabalina aún clavada en su pecho. Con lágrimas mezcladas con sangre en los ojos, miró a John y con voz entrecortada le dijo:
“¡Huye…!”
Las lágrimas y la sangre se entremezclaron en su rostro, transmitiendo a John que debía escapar para sobrevivir al horror que se cernía sobre ellos.
John no dudó un instante en seguir las últimas palabras de su hermana. Sin embargo, un lúgubre escalofrío recorrió su espalda mientras corría, quebrantando su espíritu. Una tormenta de emociones se agitaba dentro de él: miedo por su propia vida, desesperación por la pérdida de su hermana, y una creciente ira hacia los caballeros del norte. A pesar de todo, sabía que tenía que seguir adelante, no solo para sobrevivir, sino también para honrar el último deseo de su hermana.
“Nononononono, ¡esto no puede estar pasando!”. —murmuró John, su mente luchando contra la realidad que se desplegaba ante él mientras avanzaba hacia la cabaña que compartía con su madre.
“Cleir no puede morir aquí, ella es fuerte, ¿verdad?”. John intentaba en vano convencerse de que lo que estaba presenciando era una pesadilla.
Al llegar a su casa, se topó con una escena espantosa. La sangre salpicaba las paredes, tiñendo la madera de un rojo oscuro. Las voces burlonas de hombres resonaban en el interior de la cabaña, llenando el aire con un sonido que le helaba la sangre. La puerta estaba destrozada, y al entrar, vio a su madre yaciendo herida y ensangrentada, rodeada por tres siniestros caballeros del norte, hombres de estatura imponente con armaduras oscuras y rostros marcados por cicatrices de batallas pasadas.
—¡Mira lo que tenemos aquí, muchachos! ¡Un ratoncito que vuelve a su agujero! —dijo uno de los caballeros, con una voz ronca y cruel.
—¡Qué lástima que llegue tarde para salvar a su madre! —dijo otro, con una risa maliciosa.
—¡Déjenlo en paz, monstruos! —gritó la madre de John, con una voz débil pero firme. —¡Él no tiene nada que ver con esto!
—¡Cállate, vieja bruja! —dijo el tercero, dándole una patada en el estómago. —¡Tú y tu hijo pagarán por haber nacido en este reino maldito!
Sin detenerse, John se lanzó hacia los tres soldados. Aunque solo portaba una daga y una espada de madera, esta última solía utilizarla en sus entrenamientos con su hermana. La espada de madera, una vez un simple instrumento de práctica, ahora simbolizaba su inocencia perdida y la cruel realidad a la que se enfrentaba.
Intentó asestar un golpe preciso con su daga al cuello de uno de los caballeros, pero su mano temblorosa falló. En su lugar, recibió una brutal patada que lo lanzó contra la pared con tanta fuerza que el aire se escapó de sus pulmones. No obstante, el dolor no quebró su determinación, y John se levantó con firmeza, decidido a rescatar a su madre.
Se lanzó nuevamente hacia los soldados, pero esta vez fue atrapado y amarrado a una silla en un abrir y cerrar de ojos, mientras los despiadados caballeros se burlaban de su impotencia.
—¿Es esta la mujer que te dio la vida, niño? —preguntó uno de los caballeros, su voz cargada de burla.
—Supongo que sí… —respondió otro de los soldados con desdén.
—Tendrás la desdicha de presenciar cómo corrompemos a tu moribunda madre hasta la muerte —dijo el tercer soldado desde su perspectiva, riendo de manera siniestra.
Las risas y los desgarradores sonidos que siguieron fueron casi insoportables. Cuando finalmente terminaron su depravada tarea, se prepararon para liberar a John y poner fin a su vida. Sin embargo, algo en la mirada de John los hizo detenerse.
—Conozco esos ojos —dijo uno de los soldados, su voz llena de malicia—. Son los ojos de alguien que ha perdido la voluntad de vivir. Pero no te dejaremos morir tan fácilmente.
Con crueldad palpable, comenzaron a retirarse lentamente. Pero justo cuando estaban a punto de desaparecer en la oscuridad, uno de los soldados cayó al suelo. El sonido de su cuerpo golpeando el suelo resonó en el silencio, marcando el final de la pesadilla.
El otro compañero lo miró, desconcertado. Por un momento, todo estuvo en silencio. Luego, vio una herida mortal en su garganta. Alarmado, intentó llamar al tercer compañero. Pero antes de que pudiera reaccionar, el tercer hombre también cayó. Su vida se desvaneció tan rápidamente como la luz de una vela que se apaga.
El último soldado, una imponente figura con una cicatriz que atravesaba su rostro, se volvió hacia John. La luz del atardecer alumbraba su rostro, revelando una expresión de sorpresa y miedo. John, con la daga de madera ensangrentada en la mano, se alzó ante él. Sus ojos destilaban determinación y desesperación, una mirada que solo podía surgir de quien había contemplado horrores.
En un parpadeo, algo cambió en John. La desesperación se transmutó en una furia ardiente. Un rugido salvaje brotó de sus labios mientras se lanzaba hacia el último caballero. Balanceó su espada de madera con ferocidad, apuntando directamente al cuello del soldado. Sin embargo, este no era un oponente común. Con una destreza asombrosa, el soldado bloqueó el ataque con su espada en un choque estruendoso que resonó entre los gritos lejanos del pueblo.
John no cejó en su empeño. Como una tormenta, rodeó la mano derecha del caballero y logró incrustar su daga en el cuello de su adversario. Un grito ahogado acompañó la caída del último soldado, marcando el abrupto final de su existencia.
La victoria, no obstante, resultó efímera. Antes de que pudiera saborear el triunfo, una lluvia de flechas descendió desde la oscuridad circundante. Tres de ellas encontraron su blanco en la espalda de John, perforando su cuerpo herido. Cayó de rodillas, el dolor desgarrador inundándolo. Pero más que el dolor físico, lo que le angustiaba era la sensación de fracaso al no haber protegido a su familia.
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