Diluc se encontraba en el despacho de su padre. Desde su muerte, había buscado motivos por los que Ursa, el dragón que había estado tantos años sin dar señales de vida, había atacado Mondstadt. Por otro lado, intentaba averiguar qué tipo de poder tenía la gema que su padre usó para vencer a la bestia.
Recordó aquella noche. Sostenía a su padre en brazos mientras este luchaba por decirle sus últimas palabras: «La vida de un hombre puede cambiar en cuestión de segundos —sonrió, y luego tosió sangre—. Diluc… no culpes a Kaeya de nada. Os necesitáis. Debéis protegeros el uno al otro». Tras enfrentarse al dragón, su pelo rojo, como el de Diluc, se había vuelto blanco, y las arrugas se habían multiplicado en su rostro. Parecía como si hubieran viajado al futuro, solo que Diluc estaba igual.
Por más que investigó los poderes de Ursa, entre ellos no estaba el de lanzar maldiciones. Observó la gema cosida en el guante. Se preguntó desde cuándo su padre poseía un artefacto con un poder de tal magnitud y si realmente fue el dragón quien acabó con su vida.
Un movimiento afuera lo sacó de sus pensamientos. Fijó la vista en la ventana y vio a Kaeya acercándose a la casa. Dejó el guante dentro del cajón y corrió a recibirlo. Necesitaba abrazarlo y contarle tanto. Sabía que con él a su lado, descubriría cualquier cosa que buscara.
—Ya abro yo, Adelinde —le dijo cuando la criada estaba a dos pasos de la puerta—. Es Kaeya.
Adelinde asintió y se retiró, sabiendo que Diluc había esperado mucho por aquel momento.
—Kae, por fin has vuelto —dijo en cuanto abrió la puerta. Esperaba recibir una de las sonrisas de Kaeya, pero este solo lo miró un segundo antes de apartar la vista. Pocas veces se había mostrado cabizbajo delante de nadie, ni siquiera de él. Incluso cuando Diluc lo encontraba sumido en sus pensamientos, con el rostro sombrío o apenado, Kaeya enseguida cambiaba la expresión para mostrarle su sonrisa más encantadora—. ¿Va todo bien? Has estado mucho tiempo fuera. Hasta diría que… me evitabas —carcajeó nervioso. Sabía bien que eso era lo que había estado haciendo, aunque no sabía muy bien el motivo. Imaginaba que la muerte de su padre fue la causa, suponía que se estuvo escondiendo de él para no tener que ocultar su tristeza.
Kaeya seguía sin decir palabra. Diluc lo vio fruncir el ceño y morderse el labio. Alargó el brazo para tocar su hombro, necesitado de su contacto, pero Kaeya retrocedió un paso y volvió a mirarlo. Diluc no sabía descifrar esa mirada. Sus ojos de hielo ya no mostraban aquella calma tan característica que a veces sacaba de quicio a Diluc.
—Kae, por favor, dime qué ocurre —rogó Diluc—. No he sabido de ti desde que mi padre… —calló y apretó la mandíbula—. Me habría gustado tenerte a mi lado en su funeral, pero comprendí que, tal vez, era demasiado para ti… Aunque fuera tu padre…
—Crepus no era mi padre.
A Diluc se le heló la sangre al escuchar sus palabras. No era desprecio lo que había en ellas; más bien, le pareció que estaba cansado de escuchar aquello. Era cierto que Kaeya nunca había aceptado llevar el apellido Ragvindr, por más que Crepus se lo había ofrecido, pero jamás le había molestado que lo llamaran su hijo.
—Aunque no fueras su hijo de sangre, él siempre te trató como un Ragnvindr.
—Pero no soy un Ragnvindr. Soy un Alberich.
Diluc lo miró perplejo. Kaeya nunca dio a conocer su apellido. Cuando le preguntaban cambiaba de tema. Al final, se dio por supuesto que no quería hablar de ello o bien no lo recordaba.
—Alberich… ¿dónde lo he escuchado antes? —murmuró Diluc al reparar en que le sonaba de algo.
—Kaenri'ah.
Diluc abrió mucho los ojos, recordando de repente dónde había visto ese apellido. Aparecía en algunas historias sobre Kaenri'ah, aunque muy por encima. Pertenecía al clan que empezó a regentar aquellas tierras cuando su rey, Irmin, se debilitó. Poco o nada se sabía de ellos, y por eso apenas se mencionaba en los libros de historia.
—No sé qué intenciones tienes, pero es una broma de mal gusto que no pienso tolerar —dijo Diluc, molesto.
Kaeya rio. Fue una risa triste, como otras tantas que Diluc había escuchado antes.
—Siempre fuiste demasiado inocente, pero también listo. Ragnvindr es el clan más importante de Mondstadt. ¿De verdad crees que fuera solo una coincidencia el que un niño de tierras lejanas apareciera en vuestro viñedo? Ni siquiera tu padre terminó de creerse esa historia, mucho menos Varka.
—¿Y por qué te habría aceptado en la Orden?
Kaeya se encogió de hombros.
—Tal vez para tenerme vigilado.
—No me lo creo. Tú… ¡tú eres un Ragnvindr!
—Nunca acepté ese apellido. Ahora ya sabes por qué no podía hacerlo. Soy un Alberich, el clan regente de Kaenri'ah, un agente enviado para vigilar a la familia más importante de Mondstadt. No puedo huir de eso, ni siquiera por ti.
Kaeya vio una mezcla de rabia y de impotencia en los ojos de Diluc. Sabía que estaba a punto de rebasar la linea roja. Aun así, no se detuvo. Tal vez porque creía merecerse esa ira.
—Crepus me acogió, me dio un hogar, una familia. Le debía la verdad, pero es demasiado tarde, así que serás tú quien deba juzgarme en su nombre… y en el tuyo.
—¡Kaeya! —gruñó, y Lápida del Lobo apareció en su mano, cubierta en llamas—. Dime que no es cierto. Dime que no has estado engañándonos todo este tiempo. ¡Acepta que eres un Ragnvindr!
Kaeya suspiró. Había llegado la hora.
—Lo siento —dijo con la cabeza gacha, y desenvainó su espada. Levantó la vista para encontrarse con los ojos de Diluc—. No voy a volver a mentirte. Soy y siempre seré un Alberich.
Diluc no pudo contener más su ira. Fue incapaz de mantener la cabeza fría. Primero, la muerte de su padre; después, esto: Kaeya, en quien más confiaba, resultaba ser un espía. Saltó sobre él y Lápida del Lobo describió un arco en el aire antes de chocar contra la espada de Kaeya, que a duras penas fue capaz de frenarla. Sentía el calor de las llamas cerca de su rostro en los segundos que intentó apartar el mandoble. Justo cuando una llama alcanzó su ojo derecho, quemando su parche, consiguió apartarse con un movimiento ligero y rodó por el suelo. Si algo mermaba a Diluc era su arma, que le restaba rapidez. Kaeya se levantó y volvió a alzar su espada, esperando un nuevo ataque que no tardaría en llegar.
Era mejor espadachín que Diluc, siempre y cuando este no usara su visión. Podía vencerlo en igualdad de condiciones, pero era incapaz de apagar aquellas llamas. Su derrota estaba decidida desde antes de empezar la pelea.
Diluc miró al suelo y vio el parche calcinado antes de volver la vista hacia Kaeya. Este permanecía frente a él, con una rodilla clavada en el suelo y cubriéndose el ojo con la mano. Aun cuando la apartó, Diluc fue incapaz de distinguir su ojo, pues la sangre lo cubría por completo.
El cielo rugió y un rayo cruzó la oscuridad de la noche. Kaeya miró arriba, las gotas le empaparon la cara, aliviando un poco el dolor de su ojo. Sintió llorar a Crepus. Estaba seguro de que odiaba ver enfrentarse a sus dos hijos, porque, aunque él no pudiera aceptar su apellido, Crepus siempre fue un padre para él.
—Lo siento… —murmuró al cielo mientras Diluc volvía a levantar su espada contra él.
Kaeya sabía que no podría detener ese golpe, pero aun así lo intentó. Si debía morir por sus pecados, prefería hacerlo a manos de Diluc, pero no sin pelear. El destino decidiría por él.
Las espadas chocaron y fue entonces cuando una luz cegadora los obligó a cerrar los ojos. Las llamas desaparecieron bajo una capa de hielo que enseguida se convirtió en vapor. Cuando consiguieron abrir los ojos de nuevo, Kaeya vio una visión frente a él. Esta emitía un brillo azulado y parecía estar invitándolo a cogerla, así que alargó la mano y la visión se posó sobre ella.
Diluc no daba crédito. Siempre había pensado que los dioses también escogerían a Kaeya tarde o temprano, pero, tras conocer la verdad, no sabía cómo podían confiar en él. Sin embargo, Diluc había crecido respetándolos, confiando en su criterio. Si estos habían escogido a Kaeya, tendrían una buena razón. Podía oponerse al mundo entero, pero no a los dioses. Así que bajó su espada y miró a su adversario mientras la lluvia seguía cayendo torrencialmente.
—Cryo, ¿eh? Te va como anillo al dedo —dijo solamente antes de volver a casa.
Kaeya lo vio alejarse y desaparecer tras la puerta del que había sido su hogar todos aquellos años. Luego, miró la visión nuevamente. Una sonrisa torció su rostro. Se rio de los caprichos de los dioses. Había deseado tanto una visión para proteger a su familia y, ahora que se la habían concedido, no le quedaba familia que proteger.
Se tapó el ojo herido con la mano, empezaba a arderle, y una gota de lluvia, o tal vez una lágrima, resbaló por su mejilla.
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