John se encontraba en un estado de desconcierto, su corazón palpitaba con la incertidumbre de la desaparición de su hermana y la presencia misteriosa de una lanza sin rastro de ella. La confusión se entrelazaba con la desesperación, y una sombra de duda se posaba sobre sus pensamientos. ¿Había Cleir logrado escapar de alguna manera, o acaso se tejía una trama más oscura a su alrededor?
Decidido a desentrañar el enigma, John se sumergió en una búsqueda frenética por todo el pueblo, buscando pistas que lo condujeran hasta su hermana. Cada callejón oscuro y cada rincón desolado eran testigos de la devastación que los invasores habían dejado a su paso. Los cuerpos yacían esparcidos como mudos testigos de la brutalidad, y las llamas devoraban las casas, dejando tras de sí un paisaje desolador.
Para John, estas escenas de horror no resultaban completamente ajenas. Aunque su cuerpo físico solo tenía 15 años, su alma había experimentado 30 años en un lugar desconocido durante el episodio que había vivido anteriormente. Este conocimiento previo amortiguaba el impacto de la visión desgarradora frente a él. Su rostro, aunque mostraba determinación, no reflejaba la sorpresa exagerada que cabría esperar de alguien de su edad.
El punto culminante de su búsqueda fue la plaza central, donde un sombrío espectáculo aguardaba. Una pila de cadáveres ardía en llamas, erigiéndose como un monumento a la brutalidad del ejército del norte. No habían mostrado piedad, y la mezcla abrumadora de tristeza y rabia se apoderaba de John. Sin embargo, en medio de la tragedia, nacía una determinación férrea. Si Cleir aún conservaba la llama de la vida, haría lo imposible por encontrarla y protegerla. Y si, desafortunadamente, hubiera perdido la vida, juró venganza en su nombre.
Pero la desaparición de Cleir continuaba siendo un enigma sin resolver. Las imágenes de ella siendo atravesada por la lanza seguían grabadas en su memoria, y la esperanza titilaba débilmente en su interior. Miró al cielo, como si buscara respuestas divinas, y pronunció en voz alta:
—Si aún sigues con vida…, ¡te encontraré!
En medio de la incertidumbre, una reflexión emergió en su mente:
—Entonces, supongo que mi próximo paso es dirigirme a la oficina de los caballeros en la capital.
El pueblo ya no ofrecía respuestas, y John se preparó meticulosamente para el viaje. Empacó sus pertenencias, incluyendo un arma, comida y agua suficiente para semanas. Aunque el viaje se perfilaba como un desafío formidable, especialmente para alguien sin habilidades de combate, John se armó de valor. Su hogar se encontraba en las tierras del reino de Kateran, rodeado por los reinos de Cantre’r Gwaelod al norte, Bledford al este, Ked al oeste y Avalon al sur.
La incertidumbre y la determinación se entrelazaban en el corazón de John mientras se aventuraba hacia lo desconocido, decidido a desentrañar el misterio que envolvía a su hermana y a enfrentar cualquier desafío que el destino le deparara.
Dos días de caminata sumieron a John en un sendero serpenteante que se adentraba en un espeso bosque. Cada paso entre los árboles ancianos resonaba con el eco de la incertidumbre. La penumbra de la arboleda tejía sombras inquietantes, y el susurro del viento entre las hojas transmitía una melodía de misterio.
Fue en medio de este escenario sombrío que John vislumbró una figura en la distancia. No era una simple presencia; era un joven de cabellos dorados, apenas un reflejo de su propia juventud, pero su apariencia estaba teñida de carmesí. Las ropas desgarradas y manchadas de sangre revelaban un relato de enfrentamientos y batallas. A su lado, una espada desgastada, testigo silencioso de conflictos pasados, portaba una insignia que anunciaba un origen distante y desconocido.
(La insignia)
—¡¡¡Corre!!! ¡¡¡Lárgate si quieres sobrevivir!!! —clamó el joven, su voz perforando el silencio del bosque y resonando como un lamento.
La advertencia quedó suspendida en el aire, dejando a John atrapado en la tela de la confusión.
—¿Por qué debería huir? ¡No lo entiendo! —inquirió John, sus palabras flotando entre las hojas caídas y las sombras danzantes.
—Ellos… Ellos se acercan… —murmuró el joven, su expresión desdibujándose en el umbral de la inconsciencia.
El bosque se llenó con la tensión del momento, y el joven colapsó, dejando un eco de urgencia en la quietud del entorno.
Sin orientación, John tomó la decisión de arrastrar al joven hacia la seguridad relativa de la espesura arbórea circundante.
—¿Dónde…? ¿Estoy? —el joven recobró la conciencia, sus ojos escudriñando el verde que lo envolvía.
La mirada del joven se encontró con una silueta oscura, apenas discernible bajo la luz solar, filtrándose entre las ramas.
—Por fin despiertas; pensaba que ya habías muerto. —articuló John, su voz resonando como un eco de esperanza en medio de la naturaleza expectante.
—¿Eres uno de ellos, no? Lograron atraparme. —El joven cerró los ojos, y en el silencio de su mente, murmuró: —Madre, padre, lo siento mucho, no podré cumplir mi promesa.
—¿A qué te refieres con que te atrapé? Tú te caíste delante de mí y yo no sabía qué hacer. —dijo John, sus palabras fluyendo entre el follaje y desvaneciéndose en el bosque.
Con gestos meticulosos, John se preparó para continuar su camino, recogiendo sus pertenencias y cargando consigo la carga del desconocido.
—¿Ya te has recuperado? Entonces me voy.
—¡Espera! Ahora que lo recuerdo, tú eras la persona que iba camino a Kateran, ¿cierto?
—Sí, ¿por qué lo dices?
Las palabras del joven pintaron un paisaje sombrío del reino al que se dirigía John. Una historia de caos y violencia que se desplegó como una tormenta en el relato del recién llegado.
—Ese lugar es un infierno ahora mismo. Solo si buscas la muerte irías allí.
Un escalofrío serpenteó por la columna vertebral de John al escuchar estas palabras. La imagen de su hermana resonó en su mente, y su voz se elevó en un grito ansioso:
—¿¡¿QUÉ?!? ¿Me estás mintiendo, verdad?
—Ja, ja. ¿Por qué te mentiría? Yo era un invitado del rey, había ido a negociar algunos trámites de mercado, pero cuando todo iba bien… Esos hombres comenzaron a atacar sin piedad a todos en el reino, sin importar su clase social. Su lema era “El Norte Conquista”. Apenas logré escapar de ese lugar. Cabezas, brazos y sangre volaban por todo el castillo; era un completo infierno… —mientras relataba esta historia, el joven se aferraba a su propia cabeza, su mirada perdida en el suelo, llena de miedo y enojo, mientras lágrimas caían…
John, con un escalofrío recorriéndole la espina dorsal, asimiló la gravedad de la situación. La desolación de Kateran, el caos desatado por la conquista del Norte, todo resonaba en sus oídos como un lamento. Recordó a su hermana, a su pueblo, y sintió que su destino se entrelazaba con aquel hombre herido.
La narración angustiante de Ked golpeó a John con la fuerza de un torbellino, dejándolo arrodillado en el suelo. Sus lágrimas, como torrentes incontenibles, reflejaban el naufragio de todas sus esperanzas. Cada palabra de Ked resonaba en su alma, creando un eco de desolación que se mezclaba con los susurros del bosque circundante.
Cerró los ojos con fuerza, como si al hacerlo pudiera escapar de la cruda realidad que se cernía sobre él. El suelo boscoso recibió sus golpes desesperados, como si la tierra misma pudiera sentir su dolor. En la quietud rota solo por sollozos, se formuló una pregunta que flotaba en el aire, como un susurro compartido con la naturaleza que lo rodeaba.
“¿Y ahora, ¿qué puedo hacer?”, murmuró en un susurro apenas audible. La respuesta parecía disolverse en el viento, llevándose consigo las palabras no dichas y las posibilidades perdidas. El bosque guardó un silencio comprensivo, como si sus árboles ancianos fueran testigos de las tragedias humanas que se desplegaban bajo sus hojas.
Las lágrimas de John se entremezclaron con la tierra, como si quisieran nutrirla con la crudeza de sus emociones. Cada sollozo era un eco de un dolor que trascendía las palabras, resonando en la conexión inexplicable entre el ser humano y la naturaleza.
En ese momento de desesperación, John no solo lloraba por lo que había perdido, sino también por la incertidumbre que se cernía sobre su futuro. El lamento desgarrador era un eco de su alma fracturada, buscando respuestas en un universo que parecía indiferente a su sufrimiento.
El bosque, testigo mudo de la tragedia, respondió con susurros de hojas y el suave crujir de ramas. No ofreció consuelo, pero tampoco juzgó. Era un espectador en la tragedia humana, un testigo silente de los momentos que marcaban el destino de los individuos perdidos en su vastedad.
En ese instante, John se sintió como parte de un ciclo eterno, donde la desesperación y la esperanza se entrelazaban en una danza perpetua. El bosque, con su serenidad milenaria, ofrecía un refugio momentáneo para un corazón roto, permitiéndole liberar sus emociones en la penumbra de sus árboles antiguos.
La desolación de John resonaba en el aire, como un lamento perdido en la vastedad del bosque. Sus lágrimas, testigos mudos de una tragedia insondable, impregnaban la tierra boscosa mientras Ked, conmovido por la escena, se esforzaba por mantener la compostura. Al notar la devastación en los ojos de John, Ked se tomó un momento para limpiar sus propias lágrimas, un gesto de empatía en medio de la desesperación.
Con un suspiro compasivo, Ked se levantó y se acercó a John, cuya figura se erguía como un mástil roto en medio de la tormenta. La luz del sol, filtrándose entre las hojas, iluminaba la escena, destacando la intensidad de las emociones que se entretejían en ese encuentro fortuito.
—Veo que lo has perdido todo, ¿verdad? —dijo Ked con simpatía, sus palabras resonando como un eco de compasión en el bosque silente. Luego, en un giro inesperado, ofreció una propuesta que flotaba en el aire como una promesa de redención.
—Ven conmigo. Nos volveremos fuertes y derrotaremos a esos desgraciados, lo juro por mi apellido, no, por todo el reino de Avalon.
Los ojos de John, reflejando la devastación y la determinación entrelazadas, se encontraron con los de Ked. La mano extendida de Ked, un puente hacia un futuro incierto, fue apretada con firmeza por John, como un pacto silencioso para enfrentar juntos la tormenta que se avecinaba.
—¿Por qué esta propuesta tan repentina? —preguntó John, sus palabras cautelosas resonando en el bosque, como un eco de la desconfianza que se aferraba a su corazón herido.
—Tú me ayudaste, ¿no es así? —respondió Ked, su sonrisa de confianza iluminando la oscuridad que envolvía sus circunstancias.
El renacer de John se manifestó al ponerse de pie, como si ya no tuviera nada que perder en ese mundo desgarrado por la tragedia. La cautela persistía en sus ojos mientras cuestionaba la prematura generosidad de Ked.
—Ni siquiera conozco tu nombre y ya estás haciendo promesas —observó John, un recordatorio de que la confianza debía ser ganada incluso en los momentos más oscuros.
—Oh, disculpa la omisión. Me llamo Ezequiel, pero la mayoría de las personas me conocen como «Ked» —reveló Ked, su sonrisa cálida buscando disolver las sombras de la incertidumbre.
—¿Ked? —inquirió John, intrigado por la singularidad del nombre.
—Exacto. Hay una historia larga detrás de ese apodo, pero para ti, Ked es suficiente. Ahora, ¿cuál es tu nombre? —preguntó Ked, extendiendo un puente de comprensión entre sus mundos.
—Me llamo John, y las personas que conocía simplemente me llamaban John —respondió John, su cautela persistente ante la desconocida esperanza que se materializaba en Ked.
—Entiendo. No todos tienen un apellido noble, eso no debería definirte —aseveró Ked, tratando de disipar las preocupaciones que acechaban en la mente de John, como un haz de luz que intenta dispersar las sombras en un bosque sombrío.
Sin embargo, la charla se vio interrumpida cuando Ked notó algo preocupante. Su aguda percepción captó un cambio en la atmósfera del bosque, y al alzar la mirada, descubrió una serie de arcos apuntando hacia ellos desde las altas copas de los árboles.
—¡Oye! ¿Acaso nos has llevado de forma intencionada al territorio de los elfos? —inquirió Ked, levantando una ceja con escepticismo mientras su instinto de supervivencia se agudizaba ante la amenaza inminente.
—¿Elfos? ¿Qué son esos? —preguntó John, confundido por el nuevo término que resonaba en su mente como una melodía misteriosa.
Ked suspiró, percibiendo la necesidad de iluminar a John en medio de la oscuridad de la ignorancia.
—Los elfos son seres de otra raza que habitan los bosques y los protegen de los humanos, no hay nada malo con ello, excepto que somos eso, “humanos” —explicó Ked, sus palabras cargadas de la solemnidad y miedo que acompañaba a las criaturas místicas que custodiaban los secretos de la naturaleza.
A medida que la conversación avanzaba, Ked se dio cuenta de que estaban rodeados por un grupo de elfos, cuyos rostros enmascarados por la penumbra del bosque dejaban entrever una mezcla de determinación y desconfianza. Cada elfo portaba arcos y espadas, emblemas de su dedicación a la salvaguardia de los dominios naturales.
—¿Razas? —preguntó John, su desconcierto, acentuándose como un interrogante en medio de la complejidad del mundo que se revelaba ante él.
Ked suspiró nuevamente, consciente de la vastedad del conocimiento que debía compartir. Mientras los elfos descendían de los árboles con una destreza que desafiaba la gravedad, una voz aguda y femenina resonó en el aire, una sinfonía que anunciaba la llegada de la autoridad.
La tensión en el aire se intensificó cuando uno de los elfos, una mujer con una elegancia etérea, intervino con un comando que resonó en el corazón del bosque.
—¡Alto! —gritó la voz, y una figura elfa saltó grácilmente de un árbol, aterrizando con la ligereza de una hoja danzante con cabellos dorados que parecían las de un ángel.
—¿No podías encontrar un lugar más seguro, John? —añadió Ked.
—¡Arréstenlos y colóquenlos entre los sospechosos! —ordenó la mujer elfo, desatando una coreografía silenciosa entre los elfos que emergían de entre las sombras del bosque, listos para ejecutar las medidas necesarias. Docenas de ellos se materializaron como sombras danzantes, sus siluetas enmascaradas por la penumbra del entorno, creando un cuadro místico de confrontación entre dos mundos divergentes.
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