En el exterior del hangar de la Alexea VI se encontraba el primero de los marchantes que habían mostrado interés por el cargamento a bordo de dicha nave. Acudía puntual a la cita.
En el interior lo aguardaba el dueño del carguero, Ruther, que lo observaba con nerviosismo a través de una pequeña pantalla en escala de grises situada junto al flanco derecho de la entrada. Ruther no tenía miedo de que la negociación fracasase. La mercancía que había transportado era de suma calidad y sabía que existía una abundante demanda de los objetos que la componían. Así que no veía motivos por los que no pudiera hacer un buen negocio con ella. Sin embargo, en estas situaciones siempre le preocupaba que sus dotes de vendedor no estuvieran a la altura de la tradición familiar de los Alexoi y que no lograra obtener todo el beneficio que se les podría sacar a sus artículos. Además, aún no se había recuperado por completo de los fatigantes efectos secundarios del trayecto de casi un siglo de duración y una ligera sensación de cansancio y mareo lo acompañaba. No obstante, prefería realizar la venta cuanto antes y había decidido no aplazar su encuentro con el comerciante.
Echó una ojeada a la pantalla de su agenda electrónica para repasar una vez más sus notas y luego dio la orden de que se abriera la compuerta. Se movió hacia el punto medio del umbral para recibir a su invitado.
—¡Bienvenido a bordo, señor Neuwirth! Es un placer tratar con usted en persona —afirmó mientras le tendía la mano.
—El placer es mío, capitán —respondió el otro hombre a la vez que aceptaba la mano tendida por Ruther—. Gracias por pensar en mí para la venta de sus productos. He repasado el manifiesto que usted me envió y creo que podremos llegar a un acuerdo provechoso para ambos. Transporta usted una colección que parece coincidir de maravilla con los intereses de mis clientes usuales.
—Me alegro de oír eso. Sin duda tiene clientes con un gusto excelente —comentó Ruther tratando de acompañar su indisimulado halago con una sonrisa de complicidad.
—Y por suerte, muy fieles —reconoció el marchante—. Saben que pueden confiar en que les proporcione siempre artículos exquisitos en perfectas condiciones.
—Pues espero que encuentre mi mercancía a la altura de sus exigencias —contestó el capitán ante una declaración que él interpretó como un aviso de que el posible comprador iba a realizar una revisión muy escrupulosa en busca de alguna tara con la que justificar una rebaja en el precio que estaba dispuesto a pagar—. Si es tan amable de seguirme, nos dirigiremos hacia la sala de exposición, donde podrá comprobar por sí mismo el buen estado de los artículos que le ofrezco.
El señor Neuwirth efectuó un gesto aprobatorio con su testa y los dos hombres avanzaron por el pasillo central de la bodega, a cuyos márgenes reposaban sendas hileras de contenedores herméticos apilados unos encima de otros. Cruzaron una esclusa acristalada y accedieron a un elevador que los llevó hasta el piso superior del transporte. Allí caminaron por corredores con decoraciones menos austeras que la del hangar: según se acercaban al pequeño museo las paredes metálicas se iban llenando de más color, de cuadros y de esculturas diminutas que reposaban en unos estantes de madera negra veteada.
Una fina moqueta granate cubría todo el suelo de la galería de arte, salvo en las zonas donde se habían instalado unas plataformas cobrizas sobre las que reposaban varios de los productos que Ruther aspiraba a vender: conjuntos de vasijas de cerámica multicolor que superaban el metro de altura, figuras esculpidas en la exclusiva madera azabache de Talhanahn y muebles barnizados con la resina que sólo se podía extraer del mismo tipo de árbol que se había empleado para las esculturas, además de lienzos de estilo costumbrista en los que se reflejaban diversas festividades del mundo originario de la Alexea VI.
El foco de atención del marchante se situó en primer lugar sobre una talla de una pareja de seres bifrontes unidos mediante cadenas en pies y manos. De rostros alargados, con prominentes colmillos en la más delgada de sus facetas y una barba poblada en la otra, representaban a unas entidades menores dentro de la vasta mitología de Talhanahn. Con permiso del vendedor, el señor Neuwirth rozó con las yemas de sus dedos varias zonas de la obra y constató así su tersura. El comerciante no era muy dado a exteriorizar sus impresiones, pero a Ruther le pareció atisbar que por un instante se le escapaba una expresión de complacencia. Luego, el hombre se apartó de la imagen y procedió con la minuciosa inspección de otra veintena de artículos. También formuló diversas preguntas sobre el origen de los materiales y los métodos empleados en la fabricación y la conservación de varias piezas. Ruther no dejó ninguna cuestión sin una respuesta apropiada. Se había preparado a conciencia para realizar la venta y conocía todos los detalles relevantes sobre el contenido de su inventario.
Cuando al fin el comerciante se dio por satisfecho y consideró que no tenía que examinar nada más, empezó a teclear sobre su asistente digital.
—He de felicitarle por el excelente cuidado con el que ha transportado el cargamento —dijo unos segundos más tarde—. Si no supiera su procedencia, costaría adivinar que viene desde tan lejos. La colección se halla en un estado de conservación encomiable y estoy interesado en adquirirla. Ésta es mi oferta, que me imagino hallará razonable —dijo mientras le tendía el dispositivo al capitán.
Ruther contaba con encontrarse una cifra mucho mayor en la pantalla, así que su sorpresa resultó mayúscula cuando descubrió la, en su opinión, decepcionante y casi insultante oferta del comprador. Pensó que debía de tratarse de un fallo, que quizás Neuwirth se había olvidado de pulsar algún dígito. Con un pago tan escaso el viaje no le salía rentable. El problema no era que el margen de beneficios que fuera a obtener resultaría mucho menor de lo que esperaba, sino que esa suma no le bastaría para poder hacer frente a las deudas que había adquirido para financiarse el viaje ni al abono del total de los salarios de sus trabajadores, entre otros gastos; se iría a la ruina, con toda la vergüenza que eso supondría para su familia; sus estrictos parientes jamás le perdonarían tal afrenta.
—¿No le agrada mi propuesta? —inquirió el marchante ante la evidente expresión de contrariedad que se había apoderado del rostro de Ruther.
—Siendo sincero, esta cantidad se queda muy por debajo de lo que yo había previsto. No pretendo sonar grosero, pero ¿seguro que se está mostrando el número correcto en la pantalla?
—Déjeme revisarlo por si acaso. —El señor Neuwirth recuperó el dispositivo y vio que no había ninguna equivocación—. Sí, es correcto. ¿Por qué le sorprende tanto? Es una cifra que está acorde con la situación del mercado. No creo que encuentre a nadie que le dé mucho más —recalcó.
—No… no entiendo por qué. Se ha necesitado un viaje de casi cien años para traer esta mercancía hasta aquí. Todos los productos que la componen son tremendamente exclusivos…
—Ah, quizás ahí resida el malentendido —lo interrumpió su interlocutor—. Por lo que acaba de mencionar, resulta que usted inició su trayecto en una era comercial muy diferente a la actual. Gracias a la invención de los portales se ha dado un salto gigantesco en el campo de la compraventa interplanetaria y ahora es mucho más fácil para nosotros adquirir los reputados productos de su mundo. Ya no son tan exclusivos como cuando usted emprendió el viaje y, por lo tanto, su valor es mucho menor. Lamento darle estas malas noticias y que mi oferta no cumpla con sus expectativas.
Abrumado por la información que acababa de recibir, el dueño de la Alexea VI no acertó a formular una respuesta coherente.
—Me da la impresión de que necesita que le deje a solas para asimilar esta situación. Así que me despido ya de usted —dijo el marchante—. Es una pena que nuestro encuentro haya terminado de este modo. —Comenzó a dirigirse hacia la salida, pero unos instantes después se detuvo y se volvió hacia Ruther—. Quizá ahora no le sirva de mucho, pero si más adelante en algún momento necesita un poco de ayuda, ya tiene mi información de contacto.
Sin ser demasiado consciente de lo que hacía, pues su mente estaba más pendiente de valorar las consecuencias del negocio frustrado, Ruther le dio las gracias al marchante y lo acompañó hasta el exterior de la nave.
Una vez que se quedó a solas, pudo analizar con más calma sus nuevas circunstancias. Trató de vislumbrar una escapatoria frente a su futuro inmediato.
Sin éxito.
Resignado, Ruther comprendió que la ruina era inevitable. El avance de la tecnología y las reglas del mercado habían jugado esta vez en su contra.

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