Por segunda vez en un mismo día, tres pictogramas negros brillando en una pantalla habían alterado la habitual monotonía del trabajo de Xälzym. No obstante, no iba a ser él quien sufriese las peores consecuencias de tal suceso.
Como superintendente de una de las instalaciones Tersesga, a las que él y sus compañeros de profesión llamaban de manera informal máquinas del principio del mundo, Xälzym tenía muy pocas tareas que desempeñar en su día a día. Su principal función consistía en estar siempre atento a los numerosos monitores repartidos por la sala de control y listo para actuar de inmediato en aquellas ocasiones que lo requirieran.
La mayor parte del tiempo no había nada que exigiese ningún tipo de acción por su parte y Xälzym completaba su jornada laboral con suma tranquilidad. Pero cuando saltaban las alarmas en cualquiera de los monitores, todo se tornaba de repente mucho más estresante y él tenía que ejercer una gran responsabilidad: debía tomar la decisión adecuada para resolver el incidente que hubiera provocado dichas alarmas. De ello dependía el futuro de incontables seres vivos.
En aquellos momentos había veinte estaciones Tersesga operativas. Cada una de ellas se encargaba de recopilar y analizar la información de millares de sondas repartidas por todos los rincones habitados de la galaxia. El objetivo de esta red de exploración era valorar la viabilidad de las civilizaciones que habían surgido en esas zonas y detectar indicios de posibles desastres que llegaran a amenazar su supervivencia. La red se interesaba tanto por catástrofes que pudieran estar causadas por los propios actos de aquellas sociedades como las que resultaran de fenómenos naturales. Y para desconcierto de los superintendentes, en los últimos siglos se habían ido acumulando a un ritmo creciente las alertas relacionadas con fenómenos anómalos a los que todavía nadie les había encontrado explicación.
Casi todo el procedimiento de evaluación estaba automatizado. Sin embargo, los cerebros electrónicos de cada instalación no tenían la autoridad para completar el último paso del proceso: diseñar la respuesta idónea ante una situación de peligro. Esa responsabilidad recaía sobre el superintendente. Ayudado por su consejo de técnicos y asesores debía revisar el análisis de la amenaza y cerciorarse de que los resultados eran fiables y correctos, descartando que se tratara de un falso positivo.
La aparición de un elaborado símbolo rojo en el panel principal de cualquier monitor indicaba una ligera desviación respecto a las condiciones ideales previstas para el sistema planetario de interés. Buena parte de las regiones bajo vigilancia caían en esta categoría. Sin embargo, esto no era motivo para preocuparse. Era un desajuste que se podía solucionar con facilidad, realizando intervenciones mínimas. Incluso en muchos casos la desviación acababa disipándose por su cuenta, sin ninguna interferencia externa.
La presencia de un segundo símbolo rojo revestía mayor importancia y ya exigía una reacción. La amenaza se consideraba relevante a medio o largo plazo, no se iba a resolver por sí sola, y había que empezar a tomar medidas directas. En estas circunstancias, el superintendente encomendaría a varios operarios de menor rango la misión de acudir al sistema planetario afectado y reconducir la situación sin llamar demasiado la atención de los habitantes de esos mundos.
En el siguiente nivel de alerta, señalado por tres iconos rojos, el desastre iba a ocurrir en un corto plazo. No se podía malgastar apenas tiempo antes de que un contingente de agentes de mayor categoría se pusiera manos a la obra si se pretendía evitar la catástrofe. La discreción de los agentes pasaba a considerarse un aspecto secundario de la misión: lo fundamental era neutralizar el peligro cuanto antes. Esto exigiría un formidable esfuerzo y habría que seguir una hoja de ruta muy bien planeada, pero la civilización afectada todavía tenía posibilidades de salvación.
En cambio, si los tres símbolos emitían una luz negra, la hecatombe era inminente. El mundo que había hecho saltar la alarma estaba condenado casi con toda seguridad. Aún quedaba un resquicio de esperanza, pero estaba basado sobre todo en que el sistema de evaluación hubiera cometido un error. Y no solía cometerlos. Llegados a este punto, lo mejor que se podía hacer era recurrir a la función por la cual las estaciones Tersesga se habían ganado su apodo.
Aunando la ciencia y la tecnología más punteras de la sociedad que las había erigido, las Tersesga poseían la extraordinaria capacidad de devolver una región acotada de la galaxia a un estado anterior de su existencia. Podía corresponder a un instante situado desde unos pocos segundos atrás en el tiempo hasta millones de años antes. Todo dependía de los requisitos del plan de emergencia que el superintendente hubiera trazado.
A veces bastaba con devolver un sólo mundo a su estado original, con la esperanza de que una nueva civilización prosperara y sobreviviera a la tragedia que había condenado a la anterior. En otras ocasiones, la catástrofe se extendía más allá de un planeta y el reinicio debía abarcar a todo un sistema estelar o incluso varios. En fechas recientes esta última modalidad se había convertido en la más frecuente.
Por segunda vez en un mismo día, Xälzym tenía el destino de una estrella y de todos los cuerpos que la orbitaban en sus manos. La señal de desastre inminente era clara y no le sobraba el tiempo para tomar una decisión. Pero no lo podía hacer a la ligera, tenía que estar seguro por completo de que era la opción correcta. Era su responsabilidad, y para momentos como éste se había preparado e instruido durante la mayor parte de su dilatada vida. Sabía que nadie más en la instalación estaba capacitado para ello. Pero también sabía que la sanción por reiniciar una zona cuando aún había soluciones alternativas era peor que la muerte: la represalia consistía en experimentar una simulación de los fallecimientos de todos y cada uno de los habitantes de los mundos reiniciados sin justificación apropiada; y después, morir.
Ya había activado su máquina del principio del mundo unas pocas horas antes y todo apuntaba a que se vería obligado a hacerlo de nuevo muy pronto. Según repasaba los informes junto a su equipo de su asesores, las dudas se fueron despejando. Los datos eran incontestables: las sondas de exploración habían detectado la fase inicial de una de esas misteriosas anomalías que tantos quebraderos de cabeza les estaban dando a él y a sus compañeros. No le quedaba más remedio: para cumplir con su deber tendría que activar otra vez la máquina.
Entonces una cascada de energía se propagaría desde la instalación Tersesga hasta la zona señalada de la galaxia. Todo lo que existiese en ese sector retrocedería en el tiempo unos cientos de millones de años. Y Xälzym volvería a sentir que ésta no podía ser la manera adecuada de preservar la estabilidad del universo. Pero nadie disponía de un método mejor.
Un rato después de haber dado las órdenes pertinentes y de que la instalación hubiera desatado una vez más su poderío tecnológico, Xälzym se fijó en una pantalla diferente de la sala de control. En ella no se mostraban los datos recabados por ninguna de las sondas, sino que ofrecía información sobre la actividad reciente de todas las estaciones. En particular, presentaba una lista ordenada en función del total de veces que habían tenido que lidiar con emergencias de la categoría más extrema.
Hasta la semana anterior, Xälzym había encabezado dicho registro. No era algo que le hiciera sentir demasiado orgulloso y por eso no lo consultaba a menudo. Sin embargo, ahora mismo la lista estaba liderada por otro nombre: Lîndãhn. Eso quería decir que aquel administrador había estado mucho más atareado que Xälzym en las últimas jornadas. Demasiadas anomalías habían tenido lugar en tan breve lapso. Y las perspectivas para el futuro cercano no eran nada halagüeñas.
Después de consultar otros registros históricos, Xälzym decidió que era el momento perfecto para contactar con su homólogo y discutir acerca de los acontecimientos recientes.
—Hoy he reiniciado dos sistemas estelares… —empezó a decir Xälzym tras el intercambio de saludos, pero su interlocutor le interrumpió a mitad de la frase.
—¿Sólo dos? ¡Qué afortunado!
—¿Cómo que “sólo dos”? —A Xälzym le molestó el tono empleado por Lîndãhn, que parecía insinuar que la jornada vivida por el otro superintendente no tenía nada de reseñable.
—Sí, yo esta semana ya llevo más de veinte —comentó Lîndãhn—. En la estación no hemos tenido apenas un descanso.
—¡Increíble! Esto está fuera de control. No se me ocurre qué podríamos hacer para solucionarlo.
—Tal vez ya no haya nada que hacer —se lamentó Lîndãhn—. Eso sí, habría que darle un buen rapapolvo a quien se encargó de la creación de este universo. Su experimento ha sido un fracaso descomunal. Por muchos parches que le pongamos, ya está condenado a la desaparición.
—Tienes toda la razón —afirmó Xälzym—. Ya no nos basta con las Tersesga. Ahora mismo necesitaríamos algo mucho más potente: una máquina del principio del universo.

Comments (0)
See all