El sol se filtraba a través de los altos árboles del bosque, pintando de dorado el camino que llevaba al majestuoso castillo. John y Ked caminaban con paso firme, envueltos en las prendas que los sirvientes del anciano les habían proporcionado. Los jubones de ante largo y negro les conferían solemnidad, mientras que los pantalones bombachos y los zapatos silenciosos completaban su atuendo. Era como si estuvieran listos para adentrarse en un mundo desconocido, donde cada paso era un desafío y cada palabra, una revelación.
Al llegar al castillo, fueron recibidos por dos sirvientes de porte elegante, vestidos con ropajes típicos de los sirvientes elfos. Sus atuendos, aunque simples, emanaban una sensación de nobleza, con detalles finamente bordados y un collar en el cuello que simbolizaba su servidumbre en el castillo. Se movían con gracia y eficiencia, como sombras silenciosas que anticipaban los deseos de sus amos.
El anciano los esperaba frente a la imponente puerta del castillo, y sus palabras resonaron en el aire con un tono grave y penetrante: —¡Entren! Ahí los están esperando—.
Un escalofrío recorrió la espalda de John y Ked, mientras el anciano los conducía al interior del castillo, como si estuvieran siendo arrastrados por un destino inevitable. Una vez dentro, se encontraron en un pasillo iluminado por antorchas parpadeantes, cuyas sombras danzantes creaban una atmósfera de misterio y expectación. El suelo de mármol pulido reflejaba la luz con un brillo frío, mientras que al final del pasillo, el trono se alzaba imponente, tallado en un tronco antiguo, pero bien conservado. Una alfombra roja tejida con intrincados diseños florales en dorado conducía hasta el trono, donde el rey aguardaba con una mirada que parecía atravesar sus almas.
A medida que se acercaban al trono, John observó a los nobles elfos reunidos en una fila ordenada, cada uno vestido con trajes de colores distintos. El verde representaba las plantas, el azul el agua, el rojo el fuego, el marrón la tierra y el blanco el viento. Cada elfo irradiaba un aura de poder y dignidad, sus rostros enmascarados por una máscara de respeto hacia su rey.
El rey se puso de pie con una majestuosidad impresionante, y en ese instante, todos los elfos presentes se arrodillaron en señal de respeto, incluido Ked, quien instó a John a seguir su ejemplo torpemente, pues desconocía las sutilezas de la etiqueta noble. El ambiente se cargó con la solemnidad del momento, mientras el rey comenzaba a dirigirse a los recién llegados con palabras que resonaban con el peso de la autoridad y la historia antigua.
—¡Yo!, Kendriklaim, Rey de la ciudad guerrera de Elfheim, tercera ciudad de la tríada Élfica, ¡ofrezco mis más sinceras disculpas al joven príncipe Ezequiel y espero que este altercado sea una oportunidad para ser amigos! —declaró el rey con voz imperiosa, mientras su mirada escrutaba a los jóvenes con intensidad.
La declaración del rey resonó en la sala, cargada de un leve nerviosismo apenas perceptible. Ked, con desdén evidente, respondió con un movimiento desinteresado de la mano:
—Ya, ya, no me importa.
El rey, intentando mantener la compostura, prosiguió:
—Si el príncipe no tiene nada que decir, continuaremos.
Ked, impaciente por la situación, añadió:
—Está bien, pero que sea rápido, quiero ir a entrenar.
El monarca, consciente de la tensión en la sala, cambió el rumbo de la conversación:
—Antes de continuar, tanto yo como todos los presentes en esta sala, quisiéramos saber ¿cómo llegaron a parar en nuestra zona del bosque Cuantioso?
Ante la pregunta del rey, Ked suspiró con resignación antes de responder:
—Me encontraba escapando del ejército del Norte y me topé con John. En ese momento, exhausto y desfallecido, él me brindó ayuda hasta que recuperé el conocimiento.
La declaración de Ked fue interrumpida por un elfo noble que exclamó con vehemencia:
—¡Mentiroso! ¡El Reino del Norte desapareció hace 500 años!
El rey, firme en su posición, reprendió al noble:
—¡Silencio! El príncipe no inventaría tal cosa.
—¿Y tú, joven? ¿Cómo llegaste hasta el príncipe? —inquirió el rey con una mirada penetrante, que parecía escudriñar los rincones más profundos de la mente de John.
—E… Esto… —titubeó John, sintiendo el peso de sus recuerdos turbios—. Mi aldea fue atacada, asesinaron a todos mis amigos y familiares…
—¿Quiénes? —exclamó el rey, con una mezcla de sorpresa y preocupación.
—El ejército del Norte… —susurró John, dejando que las sombras del pasado se apoderaran de sus palabras.
El rey asintió con solemnidad, comprendiendo el dolor y la tragedia que yacían detrás de esas simples palabras. Luego, con una expresión más firme, dirigió su atención hacia ambos jóvenes.
—Bueno… Puedo suponer el desenlace, así que no diré más. Ustedes dos, desde hoy y durante 2 años, serán de la familia real. Vivirán en los aposentos de mi padre y serán sus discípulos —declaró el rey, causando el asombro de todos los elfos presentes en la sala.
Con un gesto de sus manos, el rey llamó a los dos sirvientes que habían guiado a John y a Ked hasta el castillo.
—Estos dos sirvientes serán de ustedes, solo recibirán órdenes de mi padre y de ustedes dos —proclamó, asegurando la lealtad y la dedicación de los sirvientes hacia los jóvenes.
—Además, desde hoy, quiero el triple de seguridad por toda la ciudad. Cualquier acto sospechoso irá a enjuiciamiento, también se turnarán todos los soldados para fortalecerse. Tiempos obscuros se acercan, mis nobles, y debemos estar preparados para lo que se avecina —añadió el rey, infundiendo un sentido de urgencia y determinación en la sala del trono.
Al concluir sus palabras, todos los elfos presentes se apresuraron a abandonar el salón del trono, cada uno sumido en sus propios pensamientos y preocupaciones. El sonido de las trompetas resonó en la vasta sala, anunciando el fin de la reunión y el comienzo de una nueva era de preparación y desafíos para Elfheim.
— Ked… Llevamos juntos unos días e incluso sabes que soy de la realeza. ¿Por qué me tratas como a los demás? —inquirió Ked mientras se encaminaban hacia sus habitaciones, observando de reojo a un pensativo John.
—¿Eh? Pues… Porque simplemente no me importa… Además, no entiendo todo eso —respondió John con un tono despreocupado, aunque su mirada revelaba una profunda confusión.
Al escuchar las palabras de John, Ked quedó momentáneamente inmóvil, su mente invadida por recuerdos dolorosos, los cuales no quería recordar ni enfrentarlos. Unos instantes de silencio llenaron el pasillo, interrumpidos solo por el suave murmullo de los pasos de los sirvientes.
—¿Pasa algo, joven señor? —preguntó la sirvienta, notando la repentina quietud de Ked.
—Esto… No pasa nada, solo recordé algo y ya —respondió Ked con voz entrecortada, intentando disimular la intensidad de sus emociones mientras continuaban su camino.
El aire parecía cargado de tensión cuando John rompió el silencio con una pregunta que resonó en la mente de todos los presentes:
—Ked… ¿Quiénes eran los del Norte? ¿Y por qué todos les tienen miedo?
El ambiente en el pasillo se volvió aún más denso, como si las sombras del pasado se alzaran entre los presentes, provocando un silencio pesado y cargado de incertidumbre. Los elfos nobles que los rodeaban intercambiaron miradas nerviosas, conscientes del peso de esas palabras y del peligro latente que representaba cualquier mención del ejército del Norte.
Ked dejó escapar un suspiro pesado, sus ojos se oscurecieron con seriedad mientras dirigía su mirada hacia John, como si buscara las palabras adecuadas para explicar la gravedad de la situación.
—No sé mucho, pero lo poco que sé es que eran una de las potencias más grandes del mundo en su época. Dominaron todo el continente y sembraron el caos, provocando que numerosos reinos se unieran en su contra. Se les tachaba de tiranos, abusando de su poder sin límites. Sin embargo, su reinado llegó a su fin con el estallido de la Segunda Guerra Continental, desapareciendo en un ataque…
Antes de que pudiera continuar, el segundo sirviente irrumpió con una interrupción abrupta, añadiendo un toque de desorden a la solemnidad de la conversación.
—Pero se dice que levantaron un muro hacia los confines helados del mundo, hecho de magia antigua y maldiciones, los aventureros dicen que alcanza los 10 km de alto y es llamado “El Fin del Mundo”.
—Perdonen al joven señor, es un idiota que no sabe su lugar —murmuró nerviosa la otra sirvienta, su voz temblaba ligeramente por el tono inapropiado de su colega.
Ked trató de mantener la compostura ante la situación incómoda, respondiendo con calma a pesar del desliz del sirviente.
—Está bien, no importa… —replicó Ked, intentando calmar los ánimos.
Después de un breve silencio cargado de pensamientos profundos, Ked rompió la quietud con determinación en su voz.
—Hagámonos fuertes juntos, John. ¿Qué dices? —propuso, con una chispa de esperanza brillando en sus ojos.
John se sintió invadido por una oleada de determinación y camaradería. Era un momento crucial, un punto de inflexión en sus vidas que los impulsaría hacia adelante.
—Sí… —respondió John con convicción, dejando de lado cualquier duda o temor que pudiera albergar—. Y demostremos a esos bastardos que no debieron meterse con nosotros.
La sonrisa compartida entre ambos era más que un gesto de complicidad; era el juramento de una amistad que surgía en medio de la adversidad, una alianza forjada en el fuego de la lucha y la determinación.
Chocaron los puños con fuerza, sellando su pacto silencioso mientras avanzaban juntos hacia sus habitaciones, listos para enfrentar lo que el destino les deparara con valentía y fortaleza renovada. Una vez solos en sus aposentos, el silencio se hizo eco de sus pensamientos. John se recostó en la cama, dejando que sus pensamientos vagaran por los acontecimientos del día. Las palabras del rey resonaban en su mente, así como las miradas inquisitivas de los nobles elfos en la sala del trono. Aunque ahora formaba parte de la familia real, todavía sentía que estaba atravesando un sueño del que no podía despertar.
Ked, por su parte, se mantuvo de pie junto a la ventana, observando el paisaje del bosque que se extendía más allá de los muros del castillo. Su mente estaba llena de recuerdos y pensamientos tumultuosos, cada uno más doloroso que el anterior. La mención del ejército del Norte había desenterrado viejas heridas que prefería mantener ocultas, pero sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarlas.
—¿Todo bien, Ked? —preguntó John con inocencia, rompiendo el silencio con suavidad.
Ked se giró hacia él, una mezcla de emociones cruzando por su rostro.
—Sí, estoy bien. Solo… recordando
cosas del pasado —respondió, tratando de sonar despreocupado.
John asintió comprensivamente, sabiendo que había más en la mente de Ked de lo que estaba dispuesto a admitir. Sin embargo, respetaba su privacidad y no quería presionarlo más de lo necesario, aunque quería dar palabras de aliento, algo dentro no le permitía decírselo.
Con un suspiro, Ked se sentó en el borde de la cama, dejando que el peso de sus pensamientos se disipara lentamente en el aire tranquilo de la habitación. Mientras tanto, en el salón del trono, el rey observaba con preocupación el futuro incierto que se cernía sobre su reino. Las palabras de los jóvenes resonaban en su mente, así como las sombras del pasado que amenazaban con desestabilizar la paz precaria que había logrado mantener durante tanto tiempo.
—Prepárense, Elfheim. Tiempos oscuros se acercan, y solo juntos podremos enfrentarlos —murmuró para sí mismo, haciendo un juramento silencioso de proteger a su pueblo, cueste lo que cueste.
Con determinación en su corazón, el rey se levantó de su trono y se dirigió hacia el balcón, donde las primeras luces del atardecer pintaban el cielo con tonos dorados. Una nueva era había comenzado, y estaba dispuesto a enfrentarla.
El sol comenzaba a elevarse en el horizonte, iluminando el castillo con su resplandor dorado mientras una nueva mañana nacía sobre Elfheim. En los corazones de John y Ked, la determinación ardía más brillante que nunca, listos para enfrentar los desafíos que el destino les deparara con valentía y amistad como su mayor fortaleza.
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