La luz de la ventana le pegaba directamente en la cara, y el resplandor escandaloso de la mañana lo despertó antes de que sonara el despertador. Se revolvió en la cama mientras maldecía no haber cerrado las cortinas la noche anterior, hasta que decidió levantarse. Ya para qué, si igual se le había muerto el sueño.
Una parte suya era miserable por despertar temprano en vacaciones.
La otra era miserable por lo que tenía que hacer mas tarde.
Caminó al baño a lavarse la cara. Veía borroso entre la miopía, el astigmatismo, los ojos secos y las lagañas. Terminó tropezándose con unos zapatos mal puestos, luego con el cesto de ropa sucia. Franelas sudadas, medias usadas y los calzoncillos manchados de semen de la paja de anoche quedaron dispersos por el piso, pero él sólo veía manchas de colores en la alfombra.
Es que no ve ni una mierda.
Nota mental: recoger el desastre después.
Consiguió la puerta del baño guiándose como un invidente por la pared, mientras rezaba a un dios en el que no creía que no tuviera ningún otro objeto tirado con que tropezarse. Su madre tenía razón, qué maldición ser desordenado. Y si tuviera las gafas puestas vería con horror que su habitación parecía un campo de guerra contra ropa, cuadernos, papeles, zapatos y objetos electrónicos.
Llegó al lavabo, abrió el grifo, se lavó la cara y los dientes. ¿Qué rayos iba a hacer hasta las once de la mañana, hora a la que tenía que vestirse para salir a verse con el impertinente de su novio? Apenas eran las ocho. Barajeaba excusas en su mente mientras veía lejos su reflejo en el espejo. Podría escribirle y decirle que amaneció mal del estómago... o que su padre necesitaba su ayuda en el trabajo... o que su madre tuvo una emergencia... pero ninguna era convincente. Ya las había usado y su novio es demasiado inteligente, incluso para su propio gusto.
Salió del baño, sobrevivió el campo minado que era el piso del cuarto y por fín se puso los lentes. Ya puede ver nítidamente su desastre. No lo parece, pero odia el desorden; el problema es que es flojo y siempre está esperando que alguien haga las cosas por él. Las ganas de ignorar sus elefantes en la habitación son más fuertes que la ansiedad y el desespero de tener todo tirado y no saber exactamente en dónde estan las cosas. Antes no era así, pero un par de años fuera de práctica y ser un hombrecito eficiente cuando siempre hay alguien haciendo las cosas por tí se vuelve difícil.
Si no hay más nada que hacer, puede recoger la ropa, ¿no? Por los viejos tiempos.
No pudo evitar echarse a reír cuando agarró los calzoncillos sucios. Por un momento recordó como la noche anterior, luego de jugar videojuegos un buen rato y hablar por teléfono con el novio, se acostó a dormir con el ligerísimo deseo de tener a alguien junto a él. Deseo que aumentó drásticamente cuando vió la foto que tiene al lado de la cama, y logró enfocar un poco al niño rubio que sonríe junto a la versión infantil de sí mismo.
Andrés tiene novio desde hace tres años. Pero no se masturba con él. Sino con la fantasía adulta de ese otro niño que no ve desde hace aproximadamente diez años, cuya memoria ama tanto como puede amarse a sí mismo. Por supuesto, al novio también lo quiere, pero no tanto. Ese niño de la foto parece un pollito de ojos azules y sonrisa gigantes. Pero el muchacho de sus fantasías es tan alto como él, delgado como un bailarín, suave y sonrosado como un melocón, con labios finos que lo besan en todas partes en sus sueños y le susurran lo mucho que lo adora. Dulce, tierno, encantador.
Hace diez años fue su mejor amigo, compañero de habitación, de juegos, de aventuras, de comidas, de felicidades y de tristezas. Hasta que tuvieron que separarse repentinamente y más nunca se volvieron a ver. Andrés está claro de que todo fue su culpa. Él lo sabe. Se lo recuerda así mismo cada vez que ve la foto.
Y la ve muchas veces al día.
Ahora vive "únicamente" con la memoria del amor de su infancia, que baila con la fantasía adulta y erótica de esa misma persona en la esquina más oscura de su habitación. Un fantasma inventado casi en creación espotánea, cuando la nostalgia empezó a emborracharse con el deseo, las hormonas y los sueños húmedos. La parte que más lo entristecía es que era su amigo lo más imaginado posible, porque no tiene ni la más remota idea de en dónde está, cómo se ve o qué estará haciendo.
Terminó de recoger la ropa y se puso a ordenar los zapatos, luego los libros del escritorio. Siguieron los papeles tirados. Después los discos de videojuegos. Tendió la cama. Barrió el cuarto. Recogió el baño... y ya, no había más nada que hacer.
Sonrió gustoso mientras imaginaba a su madre y la señora de limpieza felices con él. Pero honestamente, si hubiera cerrado las cortinas antes de acostarse, y el sol no lo hubiera despertado, no hubiera hecho absolutamente nada. Aplastó su autosatisfacción. Además de la culpa también sabía que no se merecía nada de lo que tenía o recibía, menos aun por hacer algo tan básico como ordenar su cuarto.
Se acostó en la cama a mirar al techo, esperando que el tiempo pasara más rápido.
—¿Qué estará haciendo Sebastián?
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