—Por favor, dime qué más sucedió.
—...Nada. Siguieron cogiendo el resto de la noche. O yo qué sé.
—David... necesito que seas honesto conmigo... de lo contrario no puedo ayudarte.
—No, mi mama quiere que yo sea honesto con usted. —David se inclinó en su silla y la psicóloga tuvo el incómodo gusto de sentir su impaciencia fúrica—. Mire, si fuera por mí, no estaríamos acá, ¿bien? Si realmente quisiera asistir a terapia, yo mismo escogería a mi terapeuta y hablaríamos de mis propios problemas, no de las preocupaciones de mi madre. ¿De verdad creen que soy estúpido?
—David.
—No, escuche— la interrumpe.
Ella se sienta derecha en la silla y junta las manos sobre su regazo. El muchacho sigue sentado en la silla frente a ella, amenazante.
—Si a esa mujer le preocupara tanto lo que pienso, no metería tipos a la casa y se los cogiera a cualquier hora. No se vestiría como se viste, ni se maquillaría como se maquilla. Lo único bueno para ella es que si bien sí parece una puta, al menos pasa por puta cara.
—¿Crees que está bien referirte de esa forma a tu madre?
—Esto no se trata de lo que está bien o no, se trata de mi paz mental y emocional. No meta juicios morales. Esa pregunta habla más de usted que de mí.
No era fácil ganarle una discusión a David. Evidentemente esta terapeuta no era tan brillante, había perdido la cuenta de todas las veces que se arrepentía de atender al hijo de su amiga, aunque él no lo sabía.
La mujer estaba tratando de ver por dónde retomar el control de la sesión.
—David tú sabes que esto que dices no es en serio.
—¡Claro que lo digo en serio! —vuelve a interrumpir—. ¡Desde que se divorció de mi padre se volvió loca! Quien debería estar acá es ella, no yo. Con permiso—. David se levantó y con el mismo desprecio que dijo sus últimas palabras recogió su abrigo, caminó a la salida y se fue.
La terapeuta escribió unas notas en su libreta antes de escuchar la puerta del consultorio estrellarse contra el marco.
El mayor problema de David, al menos en este momento, es que sentía que su madre era su hija y él era un padre de veinte años. No le entraba en la cabeza cómo el empoderamiento femenino incluía un montón de dinero, galerías de arte, una vida promiscua y comportamientos infantiles.
Cuando llegó a su casa, como era de esperarse, estaba vacía. El recibidor tan plástico e inhabitable como los de las fotos de revista lo recibió austero y resplandeciente... como siempre. Cada maldito día. No podía comprender como es que la gente rica estaba tan mal de la cabeza, incluso cuando él mismo era rico; y evidentemente, también estaba mal de la cabeza.
Tenía hambre, pero se fue derecho a su habitación. Se quitó los pantalones y se acostó boca abajo en la cama, con la cara de plano a la almohada, buscando dejar de respirar un momento, como si se esforzara lo suficiente pudiera asfixiarse de esa forma. ¿Qué más tiene que hacer hoy?
Nada.
Estaba de vacaciones. No tiene pasatiempos, ¿por qué? Ya la casa está limpia. No hay que cocinar. No hay que lavar ropa. No hay que acomodar nada. No hay que hacer nada. Siempre había alguien que podía hacer cualquier cosa por él. Como si fuera un maldito príncipe inútil. Como si fuera incapaz de ser un adulto funcional por sí mismo. Dentro de esta marea de pensamientos recordó que él cocina mejor que la señora de servicio.
Bufó un poco y se hizo bolita, quizá podría dormir un poco y en la noche leer algo. Justo cuando se estaba quedando dormido escuchó un mensaje en su celular. Lo leyó y se le iluminó la cara, olvidó cualquier evento molesto que habría pasado en el día, de repente el mundo era un lugar hermoso y todo estaba bien. Su novio venía en camino.
Nada más saber que él tenía ganas de verle, le saltaba el corazón de la emoción y se empezaba a comportar como una niña enamorada.
David adora al novio y le encanta pasar tiempo con él. Se había esforzado durante los tres años que tenían juntos de que todo estuviera bien entre ellos y no faltase nada. Con una obsesión neurótica recuerda cumpleaños, aniversarios, mesversarios, gustos, comida favorita, películas favoritas. Guarda regalos, servilletas usadas, entradas de cine, recibos de comida. Recuerda las excusas de Andrés, todas las veces que no le prestaba atención, todas las veces que le negó un beso en la calle, todas las veces que le rechazó la mano, todas las veces que le contestó mal.
Cada espacio de su memoria se concentraba en dedicar espacio a Andrés, en complacerle y atormentarlo con todo su afecto, porque David se sentía como el chico más afortunado del mundo por tener al novio que tenía. Necesitaba estar con él. No sabía que haría si él.
Pero en su emoción no recordó que Andrés no iba porque quería, habían acordado verse ese día en el apartamento a las once.
El timbre sonó. David corrió a la puerta.
—¡Andrés!— y se le colgó al novio del cuello.
—Hola—. Andrés rodeó el cuerpo menudo de David con los brazos, lo levantó, dió un par de vueltas y lo dejó en el suelo.
Andrés era un novio encantador de la nariz para abajo, con un tono de voz que nunca es convincente.
Comments (1)
See all