Tan pronto lo vi me dije a mi misma que era un chico interesante.
Era una primavera fría y nublada cuando apareció el primer día de clases de primero de secundaria, con el uniforme impecable y una mochila aburridísima. Él estaba de punta en blanco, como si tuviera nuevo escrito en la frente con Sharpie rojo. Era gracioso porque tenía cara de borrego asustado y parecía que no quería llamar la atención.
Por dios.
Obviamente era extranjero nada más con verlo. No importa toda la multirracialidad que gritan por estos lares, si eres muy diferente, no eres de aquí. Punto. Y nada más con verlo, tenía un letrero de neón encima que decía MÍRAME. Quiero decir, el compañero de clase nuevo era un café capuchino de una panadería en una heladería rodeado de helados de fresa y vainilla. Tenía los ojos oscuros enmarcados en gafas gigantes y un corte pompadour que le quedaba guapo, favorecedor para el pelo rizado, también oscuro.
Exótico era la palabra apropiada para su existencia.
¿Quién era esta persona?
¿Qué hacía un habitante de sol en este sitio nublado y frío?
Se sentó en el primer puesto vacío que encontró, cerca de la puerta, y lo tuve frente a mí todo el día. Pude vigilarlo. Nadie se le acercó. Menos mal, así pude estudiarlo con calma. En el transcurso de la mañana Ada se me quedó viendo raro, y Gisela me preguntó si lo conocía. Le dije que no. Y espero que en mi tono de voz haya entendido el rechazo. Quería que me dejaran en paz, estaba estudiando al nuevo.
El profe de la última hora fue el único que se dignó a pasar lista. Sería justicia. Sino iba a tener que esperar a que mañana algún profesor decidiera ser responsable y escuchar cómo se llamaba. Yo no le iba a preguntar el nombre. ¿Para qué? Quiero decir, sí quería saber cómo se llamaba. Pero no es información que iba a buscar.
—¿Lutz André?
—Andrés, señor.
—¿Disculpa?
—Mi nombre es Andrés, señor.
— Oh, está mal escrito aquí. Lo siento.
Excelente. El bicho raro que no podía dejar de mirar se llamaba Andrés.
Resaltaba tanto que era imposible no verlo. Un punto café en una mesa blanca. Necesitaba saber en dónde estaba, no podía perderlo de vista; por suerte, siendo él no era difícil.
Con los días el nuevo se integró y empezó a interactuar con otros compañeros de clase, resultó ser un chico agradable. Hablaba con acento, se atoraba rodando las erres y lo que parecía una de sus mayores vergüenzas era uno de sus encantos… al menos eso decían las chicas. Lo interesante es que nadie sabía de dónde venía, si le preguntabas, sólo diría que venía del otro lado del charco y se mudó para acá por el trabajo de sus padres.
Era buen estudiante y buen deportista, hizo amigos rápido y ganó seguidoras a la misma velocidad. ¿Quién lo diría? Muchachitas precoces. Jugaban con los rizos de su cabello cada vez que podían, le tocaban los brazos como si fuera ropa que iban a comprar, le buscaban conversaciones estúpidas y Greta una vez tuvo la audacia de agarrar su blazer para olerlo. A mi me dió grima. ¿Por qué tomas las cosas de alguien sin su permiso para olerlas?
Yo lo veía desde la distancia porque ni tenía de qué hablar con él, ni tampoco era una necesidad en mi vida. Me conformé con nunca dejar de observarlo. Era mi objeto de estudio. Quería saber cómo le iría al nuevo en ese año, y el siguiente, y así. Quiero decir, admito que de primera instancia me parecía curiosamente atractivo. Sí es cierto que tenía algo en su personalidad, la forma en la que se movía, lo que hacía y hablaba. Pero ya. Puedo separar muy bien entre algo que me parece atractivo porque lo encuentro nuevo e interesante a aquello que sea atractivo porque me gusta y ya.
Andrés no me gustaba y ya.
¿Por qué siempre que a una chica le llama la atención un chico tiene que gustarle en ese sentido de gustar?
En fin, ese no es el punto.
El caso es que para la mitad del curso, Andrés ya estaba integrado en el salón, con todo y amigos.
Para el final del año escolar, todos lo querían. No era perfecto, pero brillaba por sí mismo, supongo que es el poder de una personalidad encantadora. Arrastraba a la gente a su órbita sólo con sonreír, no entendía cómo, pero lo hacía.
El último día de clases hacía un viento terrible, nos atragantamos de hojas y polvo al mismo tiempo que hablábamos de las vacaciones y lo que íbamos a hacer. A Andrés lo vino a buscar un Sedan de último modelo negro, nada competitivo con el tipo de autos que recogen gente en esta escuela, pero no menos elegante. Se despidió uno por uno de las personas del salón, y después que se fué, me di cuenta que nos tenía a todos en la palma de su mano.
A todos, incluyéndome, porque también se despidió de mí.
No dijo mi nombre, pero me deseó felices vacaciones y que esperaba verme el año que viene. Me agarró del hombro, se me acercó y me dió un beso en la mejilla. Lo tuve tan cerca que le olí la colonia, la misma que Greta olió en su blazer. Sentí el peso de su mano en mi hombro, como Derek lo tuvo siempre cuando jugaban fútbol. Su mejilla rozó la mía, como Emma siempre trató de hacer.
Antes de darse la vuelta me lanzó una sonrisa espectacular.
Y en el mismo instante en que me dió la espalda, un ventarrón de aire frío agitó las hojas a mi alrededor, mi cabello, mi corbata, mi blazer, mi falda, mi mente, mi piel, mi pecho.
Y me sentí la persona más estúpida del mundo.
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