En 2023, al regresar de su paseo matutino, encuentra a su esposo aún en la cama, envuelto en las sábanas, con la mirada fija en el techo, sumido en sus pensamientos. Él lleva puesta su camisa favorita, que le queda grande y ondea con cada movimiento.
Él nota su presencia y sonríe levemente. Tal vez sea un poco mayor para sonreír así, pero llevan más de un año casados y cada gesto aún le parece nuevo y encantador. "¿Es necesario que corramos por el parque o escalemos rocas? Son nuestras primeras vacaciones juntos en este mes, y no veo ninguna opción que no implique sudar o..." —imita un estremecimiento exagerado— "... usar mallas deportivas". Deja caer las sábanas y se estira, sus brazos pálidos contrastando con la oscuridad de la habitación. Su voz es suave, un eco de las horas de descanso que han disfrutado. "¿Qué tal si buscamos un retiro tranquilo en las Maldivas? Podríamos descansar bajo el sol..., vivir como realeza..., disfrutar de noches tranquilas y serenas". "Eso no es para mí. Necesito estar en movimiento". "Como correr un maratón". "No lo menosprecies hasta que lo hayas probado". Él frunce el ceño. "Prefiero seguir rechazándolo, gracias". Su camisa, como un filtro absorbente, retiene la frescura de la mañana. Él se peina rápidamente y revisa su teléfono; su expresión se tensa al ver la cascada de notificaciones en la pantalla. "De acuerdo", dice. "Tengo que salir. Come algo si quieres". Se inclina sobre la cama para darle un beso. Su perfume es agradable y atractivo. Lo inhala profundamente y por un momento olvida todo cuando él lo abraza y lo atrae de vuelta a la cama. "¿Seguimos en los planes para el fin de semana?" Ella se separa de él con reluctancia. "Dependerá de cómo vayan las cosas a la oficina. Todo es bastante incierto. Todavía podría surgir un viaje a Londres de último minuto. Pero, ¿qué tal si cenamos fuera este viernes? Tú eliges el lugar".
—El abrigo de lana cuelga del perchero, y ella lo toma. Él levanta una ceja.
—¿Cena? ¿Con o sin la Sra. Laptop?
—¿Qué?
—La Sra. Laptop me convierte en el Sr. Laptemolesto —dice con un puchero—. Es como si el wifi de la vida estuviera en modo "conexión intermitente", y esa tercera persona fuera la vecina que se cuela en tu red para descargar películas tarde en la noche. A veces, solo quieres ver Netflix en paz, pero ahí están, descargando "La Saga Crepúsculo" por quinta vez.
—La pondré en espera.
—¡Elisabeth! —le reprende—. Debería haber momentos en los que puedas apagarla.
—La apagué anoche, ¿no fue así?
—Solo bajo la amenaza de perder el desayuno —responde con una sonrisa.
—¿Así se llama ahora?
Se pone sus zapatos de cuero, y el control de Samuel sobre sus pensamientos finalmente cesa. Se cuelga el abrigo sobre el hombro y le envía un beso al salir. Hay quince correos electrónicos en su portátil, el primero de los cuales llegó desde Londres a las 3:15 a. m. debido a algún problema técnico. Sube en el ascensor hasta el garaje, tratando de ponerse al día con los eventos de la noche.
—Buenos días, Sra. Elisabeth —saluda la oficial de seguridad, saliendo de una cabina que protege del clima, aunque no hay necesidad de protegerse de los elementos en el garaje. De vez en cuando, Elisabeth se pregunta qué está haciendo la oficial allí abajo en medio de la noche, vigilando las cámaras de seguridad y los relucientes coches de setenta mil dólares que parecen inmunes a la suciedad. Elisabeth se pone su abrigo.
—¿Cómo está todo, Abigaíl?
—Terrible. Está lloviendo demasiado —Elisabeth se detiene.
—¿De verdad? ¿No es un buen día para un paseo?
Abigaíl niega con la cabeza.
—No, señora. A menos que quiera una ducha gratis o tenga ganas de resbalar.
Elisabeth mira la calle, luego se quita el abrigo de lana. A pesar de lo que piensa Samuel, ella no es de las que corren riesgos innecesarios. Abre el maletero del coche, guarda el abrigo, lo cierra y lanza las llaves a Abigaíl, quien las atrapa con una mano.
—Guárdalas en mi casillero, ¿quieres?
—Por supuesto. ¿Quieres que le llame un Uber?
—No. No hace falta que las dos nos mojemos.
Abigaíl presiona el interruptor que enciende las luces del estacionamiento y Elisabeth avanza, con un gesto de cabeza en señal de agradecimiento. A su alrededor, el amanecer es frío y neblinoso, y el tráfico de Nueva York ya es pesado y caótico, aunque apenas son las seis. Se ajusta la bufanda y camina rápidamente hacia la avenida, donde es más fácil conseguir un Uber. El pavimento está húmedo por la niebla y un brillo plateado se refleja en los charcos de la calle. Frunce el ceño al notar a más ejecutivas esperando en la esquina. ¿Cuándo empezaron a levantarse tan temprano los neoyorquinos? Parece que todas tuvieron la misma idea. Mientras decide el mejor lugar para esperar, su móvil vibra. Es Rebeca.
—Ya voy para allá. Estoy tratando de pedir un Uber. — Nota un coche con el distintivo de Uber que se acerca y empieza a caminar hacia él, esperando que las demás no lo hayan visto. Un taxi amarillo pasa zumbando, seguido de una furgoneta cuyas puertas golpean y le impiden escuchar a Rebeca. —No te escucho, Rebeca —exclama sobre el bullicio de la ciudad—. Repítelo.
Por un instante, se siente aislada en la isla de concreto, con el tráfico fluyendo a su alrededor como un río, ve el emblema de Uber que brilla y alza su mano libre, deseando que la conductora la note en medio de la densa neblina.
—Debes llamar a María, en Los Ángeles. Todavía está despierta, te espera. Quisimos contactarte anoche.
—¿Qué sucede?
—Un lío con el contrato. Un par de términos que están causando problemas en la sección... firmas... documentos. La voz de Rebeca se pierde con el rugido de un motor cercano y el chirrido de neumáticos sobre el pavimento húmedo.
—No te entiendo.
La conductora de Uber la ha visto. Disminuye la velocidad y salpica agua al detenerse al otro lado de la calle. Elisabeth observa a la mujer cuyo apresurado paso se detiene con una mueca de frustración al darse cuenta de que Elisabeth llegará primero. Siente una pequeña victoria secreta.
—Asegúrate de que Rubén tenga todos los documentos listos en mi escritorio —grita—. Estaré ahí en diez minutos.
Mira a ambos lados y se agacha al correr hacia el coche, cruzando la calle, con la dirección «Times Square» ya en mente. Va a estar húmeda cuando llegue a la oficina, a pesar de la corta distancia que ha recorrido. Quizás deba mandar a su asistente por otra camisa.
—Y tenemos que solucionar este asunto antes de que llegue José...
Se detiene al escuchar un sonido agudo, el estridente toque de una bocina. Ve el costado del coche negro y brillante frente a ella, a la conductora que ya baja la ventana, y, al borde de su visión, algo que no logra entender del todo, algo que se acerca a una velocidad inverosímil.
Se voltea ante el estruendo y, en ese breve momento, comprende que lo inevitable se aproxima, que es imposible desviarse. Sus dedos se tensan por la sorpresa, permitiendo que su teléfono se deslice hacia la acera. Escucha un alarido, quizás el suyo propio. Lo último que percibe es un guante de piel, un rostro oculto tras un casco, la sorpresa en los ojos de la otra que es el espejo de la suya. Se produce una detonación y todo se fragmenta en pedazos.
El repartidor de pizza, con su caja térmica a cuestas, se abre paso entre la multitud que se ha reunido alrededor del accidente. Su voz se eleva por encima del murmullo de la gente, proclamando con fervor: "¡El justo no infama a su mujer, él no quiere exponerla a la muerte física ni a la del alma!" Sus palabras, aunque parecen desubicadas en medio del caos, llevan un eco de sabiduría que resuena con algunos de los presentes. Mientras tanto, la escena del accidente se desvanece en el trasfondo, y la vida, con sus pequeñas verdades y revelaciones, continúa incesantemente.
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